martes, abril 23, 2024
    Planes a futuro

    Raquel Castro

     

    Esperé al cuarto zumbido antes de activar la videollamada. 

    —¿Cancelo la llamada? —preguntó la voz del computador central de mi casa. 

    —No, Mivi —gemí. 

    No era que no quisiera contestar. Más bien quería disfrutar la sensación: había conectado el vibrador del telecom a la zona de mi cerebro que percibía los orgasmos y, bueno, cuatro es mejor que tres. Cinco hubiera sido mejor que cuatro, claro; pero al quinto timbre entra el contestador automático. Sé que debería poner el telecom en modo enteramente manual cuando me enchufo así; pero, una vez que lo hice, olvidé devolverlo a la programación estándar y vinieron de Emergencias cuando no contesté tres llamadas seguidas. No me creyeron que había sido un olvido (obviamente no les conté por qué había puesto el modo manual) y tuve que tomar un webinario sobre depresión y ansiedad, además de que me aumentaron la dosis de fluoxetina. 

    Así que disfruté los primeros tres timbrazos y respondí al cuarto, toda rubor y aún temblando.

    La pared frente a mi sillón se convirtió en la casa de Cesia, mi mejor amiga. Ella estaba de pie, guapísima, y me miraba con reproche.

    —¿Te estabas masturbando con mi llamada, puercota? 

    Me reí. 

    —¿De verdad tú nunca lo has hecho? —reviré—. Tendrías que probar a poner el telecom conectado al páncreas. Es todavía mejor. Más… orgánico. 

    En lugar de responder me miró de arriba abajo. Arrugó la nariz y apretó los labios, lo que quería decir que no le gustaba lo que veía. 

    —Párate.

    Le obedecí despacio, de mala gana. Sentí el peso en mis rodillas y en mis tobillos al ponerme de pie. De inmediato, se me aceleró el corazón de un modo distinto al de los cuatro orgasmos y tuve que jalar aire con fuerza. Sentí cómo mis carnes se seguían agitando aún cuando el movimiento había cesado. Percibí el roce tibio y pegajoso de mis pechos contra el abdomen, de un muslo contra el otro.

    —Así no vas a ir a la reunión —se escandalizó Cesia.

    Hacía muchísimo que ni de broma me ponía un brasier, así que mis tetas descansaban con placidez sobre mi panza debajo de la enorme camiseta llena de manchas de grasa y salsa. 

    —Es una pinche reunión de la prepa —resoplé—. ¿A quién tengo que impresionar? Además, cada vez somos menos.  

    —Pero a mí me gusta ir a las reuniones. ¿En serio me vas a dejar ir sola? —gimoteó. Clásico de Cesia: alternaba las órdenes y los regaños con el chantaje y la súplica.

    —Está bien. Voy a ir, pero nada más por ti —. Ella sonrió al escucharme y luego volvió a poner cara de disgusto cuando agregué—: Pero no me voy a cambiar.

    Cesia hizo un puchero.

    —¿En serio vas a llevar… eso? —su voz temblaba de asco.

    —Es hacerles un favor, así van a tener de qué hablar a mis espaldas.

    Un gruñido de mi estómago me distrajo de la conversación. Me dieron ganas de comer una pizza con mucha carne molida y embutidos y con doble queso. Se lo dije a Cesia y se horrorizó.

    —No puedo creerlo —dijo—. Te conectas el timbre del teléfono al cerebro para andar de cochinota, ¿y no te puedes hacer instalar un chipcito que te mate el hambre? 

    Teléfono —repetí, burlándome—. Hablas como abuelita.

    —Es en serio —insistió—. Hace aaaaaños que no tengo un antojo de nada. Puro suplemento intravenoso y mira cómo estoy. 

    Ahora fui yo quien la miró de arriba abajo. Sí, tenía cuerpo de modelo. Hasta su ombligo era delgado, como podía ver a través del mini vestido de gasa iridiscente que cubría apenas una tanga y un par de pezoneras decoradas con caritas felices.

    —No puedo creer que no te hayas arrancado el chip ese con tus propias uñas. No tener antojo de nada debe ser aburrididísimo. Con razón te dedicas a fastidiarme —. Me miró con enojo pero no dijo nada, así que continué—: Además, yo puedo estar así como te ves ahorita cuando se me dé la gana. Y lo sabes. 

    —Pues hazlo. Prefiero que no tengamos de qué hablar a tus espaldas que tener que verte así durante dos horas. Y en serio, ni se te ocurra faltar.

    Cesia cortó la comunicación y yo dudé entre obedecerla e ir a cambiarme, o tirarme de nuevo en mi sillón. 

    —Mivi, ¿qué hora es? —pregunté en voz alta. 

    Le digo así como diminutivo de “Mi vida”. Un tiempo lo tuve programado para que hablara con la voz de un crush que tuve y fantaseaba con que él y yo vivíamos juntos en un dúplex con jardín, con dos hijos y varios gatos. Luego me aburrí y regresé a la voz estándar, pero se me quedó la costumbre de decirle así. Después de todo, es con quien paso más tiempo, aunque no sea un ser vivo. 

    Mivi respondió a mi pregunta e hice cuentas: todavía faltaban dos horas para la reunión. Era tiempo suficiente para comerme esa pizza y cambiarme después. En el peor de los casos, si me tardaba demasiado podía usar un holo para que Cesia no tuviera que soportar mi look actual. 

    En eso se activó de nuevo el telecom. Obviamente era Cesia, con algún regaño que se le había olvidado antes. Pero igual dejé que sonara dos veces, nomás por no desaprovechar la vibración.

    —Te pasas, pervertidota —dijo mientras yo suspiraba ruidosamente—. Nada más no vayas a usar un cuerpo de holo, ¿eh? Es trampa.

    —Ajá. Le va a quitar realismo al encuentro, ¿no? —dije y corté la comunicación.

     

    Efectivamente, tuve tiempo de comerme la pizza antes de irme al cambiador, el espacio más grande de mi conejera de 20 metros cuadrados. Para aprovechar el espacio, el cambiador está en un tapanco encima de la estancia, así que me costó trabajo subir los doce escalones. Al llegar arriba, sentía el sudor escurriendo entre mis nalgas mientras mis tetas aún se bamboleaban por el esfuerzo. Jalé aire y maldije la tecnología que no ha logrado que estos procedimientos se hagan desde el sillón de control. ¿Cómo es posible que se pueda reclinar hasta convertirse en cama, pero no en camilla? Si se pudiera, seguro que la Secretaría de Vivienda mandaría hacer complejos de habitaciones todavía más chicas, pero ¿cuál es el problema? Las paredes, el piso y el techo son todo holoproyector 6D, así que puedes sentir que estás en una casa antigua, de esas con sala-comedor y cocina, con todo y el olor a naftalina, a mole o a lo que sea que quieras que huela. O plantarte en medio de un bosque con una cascada al fondo y sonido de viento que pasa entre las ramas de los árboles. O mudarte a un velero flotando en medio del océano, con todo y olor a sal, chillidos de gaviotas y salpicaduras de agua causadas por los delfines que juegan a zambullirse. Lo que se te dé la gana para engañar a la claustrofobia y al tedio. Tampoco es un problema real la higiene, gracias a los aspersores electrostáticos que, además de matar los poquitos virus y bacterias que se le hubieran escapado al filtro ambiental, atraen la mugre como un imán jalaría limadura de hierro. Y todo eso puede hacerse sin tener que pararte del sillón. 

    Una vez que recuperé el resuello, programé el tablero del cambiador, me puse el bloqueador sensorial y dejé que Mivi hiciera su trabajo. Desperté media hora después en un cuerpo moreno, talla cinco, jovencísimo y firme, muy parecido al que había sido mi aspecto cuando la preparatoria, tantos años atrás. 

    Desganada, bajé de nuevo y me dejé caer en mi sillón. Me enojé por un momento con Cesia: mi sillón, tan cómodo un rato antes, tan hecho a mí, ahora se sentía lleno de pliegues y protuberancias extraños. Para colmo, la falta de grasa en esas nalgas hacía que sintiera la presión de los resortes en mis huesos. 

    Mientras Mivi imprimía sobre el nuevo cuerpo un vestidito tornasol parecido al de Cesia (aunque sin transparencias), suspiré resignada. A fin de cuentas, desde que cumplimos cien años de haber salido de la prepa, los encuentros ya nada más se hacen cada cinco años; perfectamente puedo aguantar estas dos horas. 

    Le pregunté a la computadora si había guardado el cuerpo anterior para volver a meterme en él cuando acabara el compromiso, pero me informó que tenía tantas fallas orgánicas que por protocolo había tenido que enviarlo al reciclaje. Suspiré, nostálgica de mis antiguos pliegues y protuberancias, pero sonreí al pensar que de ese viejo empaque saldrían algunas pizzas deliciosas. Y que siempre es bueno tener un plan a futuro. Mientras me conectaba a la reunión me pregunté: ¿Cómo cuánto tiempo tardaré en que este contenedor llegue a los ciento veinte kilos?

     


    Raquel Castro. (Ciudad de México, 1976) es licenciada en Comunicación y Periodismo por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). En 2012, obtuvo el Premio de Literatura Juvenil Gran Angular por la novela Ojos llenos de sombra. Es autora de libros de cuentos, novela y ensayo. Su libro más reciente es El método infalible para ligarte a quien tú quieras (SM, 2021). Escribe sobre literatura infantil y juvenil para diversos medios y con Alberto Chimal tiene otro proyecto: el canal de YouTube AlbertoyRaquelMx

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