sábado, abril 20, 2024
    Yo quería escribir lo que no podía leer

    Iveth Luna Flores

     

    Tuve una vida de estudiante universitaria muy desordenada. Me gusta contar que lo que aprendí de poesía lo hice gracias a mis ausencias en las aulas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León. En lugar de entrar a clases, a las que llegaba tarde ya de por sí, me internaba en la biblioteca y merodeaba por los pasillos buscando un poema, un cuento o una obra de teatro que me explotara en la cara. O bien, me quedaba sentada en el piso de la explanada, esperando a que mi amigo, que también leía y escribía intentos de poemas como yo, llegara a sentarse conmigo y decidiera no entrar a clases para quedarnos chismeando, burlándonos de los nerds de nuestrxs compañerxs y platicar de lo nuevo que habíamos leído y escrito. Éramos unxs pedantes, como cualquier alumnx letrosx, nos creíamos diferentes por negarnos a hacer tareas, leer libros aburridos y hacerle la corte a lxs maestrxs.

    Yo era una chava flaquísima, cansada y deprimida, pero lo de la depresión no lo supe hasta más tarde. En aquellos años había huido de Apodaca, de la casa donde vivía con mi familia. A veces trabajaba como mesera, cajera, vendedora de libros o de ropa de boutique para pagar la renta del departamento donde vivía y las colegiaturas de cada semestre. Creía que era una rebelde que repelía los conocimientos de las clases, pero en el fondo no era más que hartazgo y cansancio: no tenía la energía para aprender. Mi atención estaba dispersa, mis emociones seguían ancladas a los problemas de mi casa familiar. 

    Así que con el poco tiempo que me quedaba, leía poemas y a veces escribía. Mi amigo y yo hojeábamos los libros de la sección de Poesía y nos mostrábamos los que nos emocionaban: Charles Baudelaire, Rimbaud, Stéphane Mallarmé, Paul Valéry y Antonin Artaud, Oliverio Girondo y Nicanor Parra, y también los mexicanos: Jaime Sabines, Eduardo Lizalde, Marco Antonio Montes de Oca, Salvador Novo, Enriqueta Ochoa, Ricardo Castillo, y los locales: Óscar David López y Minerva Reynosa. Teníamos esperanza, si poetas que habían pasado por nuestra facultad habían logrado escribir libros tan diferentes y desconcertantes, nosotrxs también podríamos. 

    Sin embargo, en ningunx de estxs poetas encontraba algo que me hiciera reconocer mi realidad inmediata, yo quería leer lo que todavía no podía escribir y seguía buscando libros que giraran en torno a mis problemas familiares, a la violencia que ahí se ejercía, a las emociones atravesadas que no podía nombrar. Fue en la narrativa donde reconocí aquello que me interesaba. Leer a Franz Kafka, Fiódor Dostoyevski, Chéjov, Eugène Ionesco y Samuel Beckett, me acercaba a situaciones cotidianas, plagadas de contrariedades entre las personas, el absurdo de vivir en familia y acatar el orden social. Luego un día mi amigo llegó con un libro color verde oliva: ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?, era un título perfecto, Raymond Carver me mostró la complejidad de las relaciones personales de una manera que me trastocó. Gente de la clase trabajadora, que tenía peleas en casa, mujeres que descubren lo insensibles que pueden llegar a ser sus maridos. 

    Mientras tanto, escribíamos y concursábamos en el Certamen de Literatura Joven Universitaria de la UANL. Mis amigos ganaban menciones honoríficas y luego los primeros lugares, y yo: nada. No lo sabía en ese tiempo, no alcanzaba a reconocer lo que era muy obvio: leía a puros hombres y los hombres, mis propios amigos, eran los que se llevaban los premios. Seguíamos descubriendo más narrativa mexicana: Jorge Ibargüengoitia, José Agustín, Enrique Serna, Parménides Saldaña. Y tantos y tantos. Yo, tengo que decirlo, le rehuía a la poesía de Rosario Castellanos, Alejandra Pizarnik y a la narrativa de Elena Garro y Elena Poniatowska. La desplazaba porque era la literatura que le gustaba a mis compañeras, mujeres que no eran mis amigas y que además me caían mal. Y por pura ignorancia, machismo y misoginia interiorizada, e imposición del canon masculino, creía que lo femenino era algo poco interesante, cursi y trivial. 

    Tuve una vida de escritora iniciante muy ambigua. Firmaba mis poemarios con seudónimos masculinos para poder concursar porque suponía que con eso tenía más posibilidades de ganar. Un escritor de la ciudad reseñó mis primeros poemas cuando por fin me dieron una mención honorífica y me dedicó apenas tres líneas donde dijo que mi poesía contenía “una voz poética demasiado severa consigo misma”. Era verdad que estaba deprimida pero ¿la obra de mis amigos, que también había sido reseñada, fue criticada de forma psicológica y moral? No. Esto es lo que menciona Joanna Russ en su libro Cómo acabar con la escritura de las mujeres. A través de la historia de la literatura, en el canon masculino, los hombres han diseñado estrategias para cuestionar y desacreditar la escritura de las mujeres. Han supuesto que la obra de ciertas escritoras ni siquiera fue escrita por ellas, que si escribieron bien lo hicieron respecto a temas menores, que si escribieron libros exitosos son sus únicas obras valiosas, que están locas, divorciadas, amargadas, etc. 

    Ese canon masculino yo lo tenía metido hasta los dientes y no lo sabía. Joanna Russ también habla en su libro sobre cómo las estudiantes de Letras, por no tener o tener pocos modelos femeninos a seguir, porque en las licenciaturas sólo se lee a escritores, sienten que son las primeras en hacerlo, en escribir, en batallar en esos espacios donde los hombres tienen la última palabra y deciden cuál de las mujeres es la excepción para entrar al canon. Yo me acompañaba de la literatura de los hombres, me camuflaba en ella y en las espaldas de mis amigos para hacerme valer como escritora. Consideraba, sí, que mi poesía era menor por hablar de algo tan personal, por exponer mi intimidad. Pero lo cierto era que no podía escribir de otra cosa y que me urgía gritar mis inseguridades. Yo no tenía amigas en ese tiempo y la escritura era mi único medio de desfogue. 

    Hélène Cixous dice en su libro La risa de la medusa que las mujeres han sido acalladas durante tantos años que cuando les pasan el micrófono y les dan la oportunidad de hablar, no hablan, sino que gritan, vociferan, vuelan junto a sus palabras. Así sentí que me gritó Sylvia Plath cuando la leí. Encontré un libro pequeño en la biblioteca pública a la que iba, Tres mujeres me mostró que había otras maneras de hablar de la maternidad, pero fueron los poemas de la figura del padre los que me hicieron prenderme. Yo era una chava flaquísima, deprimida, de la clase trabajadora y que aventaba fuego, y quería incendiar con mis palabras todo lo que me había hecho sentir mi padre, quería sepultarlo una y otra vez y hablar de sus cenizas aunque siguiera vivo.

    Años más tarde leí a Anne Carson, entré a mi primer taller literario con Óscar David López y me prestó Autobiografía de Rojo. Terminé el libro y estaba decidida: iba a escribir sobre mi familia. Escribí un libro pequeño de poemas que se llamaba Viajar hacia el rubí podrido de la noche. La experiencia fue traumática, por primera vez enunciaba toda la violencia que había vivido en mi casa y, aunque a veces utilizaba metáforas, en gran parte hablaba con un lenguaje directo. Estaba eufórica, tenía un libro, el primero, y sentía que debía quemarlo por lo que había dicho ahí. Se lo enseñé a mi amigo que en esa época se había vuelto mi amante y después mi novio. Mi libro lo descolocó. Lo sorprendió tanto que él mismo se fue a escribir su propio libro sobre sus traumas familiares, después lo metió a un concurso nacional y ganó. Me encabroné, pero no se lo dije. 

    Es difícil abreviar todo lo que pasó mucho tiempo después. Aunque hicimos proyectos juntxs y seguíamos compartiendo lecturas y escritura, rompimos como pareja y dejamos de ser amigxs, y con ello se vino abajo la sombra imponente de la masculinidad literaria, pero sobre todo, desapareció su figura, con la que me comparaba constantemente. Yo quería escribir lo que no podía leer, lo que nadie decía, lo que nadie aceptaba que también ocurría en sus casas, en sus familias. Me reconocí en la poesía de Ferreira Gullar, sus poemas sobre la suciedad, la calle, las frutas podridas, el resentimiento de clase y la denuncia política, me dieron confianza de escribir lo mío. Después leí a Paulo Leminski y me enamoré de la sencillez y la falta de pretensión en los grandes temas, luego vino Angélica Freitas y fue como un estallido de risa que confirmaba que sí, que yo tenía permiso para hablar de lo que quisiera.

    Mi vida personal entró en una confrontación constante. Me enfrenté a un proceso psiquiátrico muy duro que no sólo configuró mi autopercepción como persona, sino que también me dio la suficiente seguridad para aceptarme como escritora, para decidir serlo con todas sus implicaciones. Tenía de frente mi infancia, mis afectos, mi resentimiento y empecé a escribir de ello de la manera que pude. En el camino me encontré con amigas que creyeron en mí y en mi escritura, me acerqué a otros círculos literarios, me topé con figuras masculinas de escritores mucho más fuertes e impositivos y también rompí con ellos. 

    Con la publicación de mi primer libro, me di cuenta que mis lectoras son mujeres y que eso que yo creía demasiado personal, no era menor, sino que era algo urgente que muchas querían enunciar. Volteé a ver a mi madre, a mis abuelas, a mis amigas de la infancia, a mis vecinas, a mis amigas actuales. Leí y leo con pasión la escritura hecha por mujeres, la emulo, la exploro, la cuestiono. Sigo cuestionándome los privilegios por los que pasa la literatura, aunque sea escrita por mujeres. Y en este camino voy sabiéndome escritora de la clase trabajadora, tratando de escribir no sólo lo que no pude leer, sino lo que quiero decir hoy, lo que me parece urgente ahora. Hoy puedo decir que mis escritoras favoritas, las que hablan de lo que me interesa son muchas, entre ellas: Sharon Olds, Inger Christensen, Lucia Berlin, Vivian Gornick, Mary Karr, Angélica Freitas, Aurora Venturini, Andrea Abreu, María Fernanda Ampuero, Samanta Schweblin, Gloria Gervitz, Sylvia Aguilar Zéleny, Adriana Ventura y tantas y tantas.

    Después de algunos años, mi amigo y yo nos hemos vuelto a reencontrar y a ser amigxs, pero no con la frecuencia y el ahínco de antes. Ya no somos lxs mismxs ni compartimos las mismas lecturas. Nos tomamos unas cervezas en el comedor de mi departamento. No leíamos a mujeres, me dice. Así es, respondo. Y le cuento de mis proyectos, de la novela que estoy escribiendo, de los libros de poesía que tengo guardados, de las nuevas ideas que tengo para escribir. Soy una loca, desaforada y también resentida, soy una mujer a la que le pasaron el micrófono y ahora quiere hablar, hablar y gritar. 


    Iveth Luna Flores. (Apodaca, Nuevo León, 1988). Licenciada en Letras Mexicanas por la UANL. Ha publicado Comunidad terapéutica (Premio Nacional de Poesía Francisco Cervantes Vidal 2016) y Ya no tengo fuerza para ser civilizada (UANL, 2022); su obra ha aparecido en revistas como Este País, Punto de Partida y Periódico de Poesía (UNAM), Estudios (ITAM), Tierra Adentro, Jardín LAC; y en diversas antologías nacionales e internacionales. Fue becaria del Centro de Escritores de Nuevo León y del programa Jóvenes Creadores del FONCA. Ganadora del taller de escritura creativa Punto Final, Laboratorio de terminación de obra, impartido por Juan Pablo Villalobos, convocado por Fondo Ventura A. C., La Feria Internacional del Libro de Oaxaca (FILO) y Editorial Almadía.     

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