sábado, abril 20, 2024
    Aprender a llorar

    Sergio Huidobro 

     

    Tan lejos como soy capaz de recordarme, siempre me ha sido más sencillo llorar en cines que en velorios. Aprendí a llorar en salas y a sorbos quedos porque fuera de ahí, en la luz y frente a otras personas, un niño que lloraba era un escuincle consentido y berrinchudo al que se le iba aflojando la mano por no aguantarse como hombrecito. Crecía siendo hijo único acompañando en las tardes a mi abuela, madre, tías. Ser niño y mexicano fue cruzar a la fuerza por un portón invisible entre los seis y ocho años, en los que el llanto infantil deja de recibirse con ternura —‘ya, papi, ya’— y comienza a ser juzgado —‘a ver, pero sin llorar’—. Se vuelve ejemplo el varoncito que renuncia pronto a las lágrimas, que quedan relegadas para el briago, el dolido o los entierros. A los demás nos queda la penumbra solitaria de los cines. Por eso siempre quise ir a llorar a las películas, porque afuera no había dónde y porque de querer sentir, quería.

    ¿Quiénes fueron, como yo, las primeras personas en el mundo que encontraron en una pantalla motivo de congoja? ¿Sentían alivio, espanto, sorpresa? ¿Bochorno al salir con la vista empañada? Hoy, mientras intento bosquejar una historia de la imagen lacrimógena, no encuentro en los primeros diez años del cine (1896-1906) ningún registro, argumento ni secuencia que parezca buscar la conmoción de su audiencia. En esos años, el cine es la búsqueda de asombros hiperbólicos: viajar a la luna, chistes visuales, trucos ópticos, vistas fantasmales de ciudades y paisajes hoy extintos. No se busca la verdad, sino la maravilla. Y para llorar se precisa verdad.

    Imagino a D.W. Grifith filmando un cortometraje en 1908, The Zulu´s Heart, sobre un jefe indígena que entierra a su hija de cuatro años y después se apiada de otra niña, la hija de un matrimonio de colonos holandeses. El jefe elige defender la vida de la niña blanca aunque eso le reste autoridad frente a su clan. ¿Habría audiencias en esas funciones de carpa, hace 114 años, dispuestas a la catarsis frente a un aparato todavía burdo, un espectáculo técnico de feria? Si vuelvo a mi propia memoria, me recuerdo llorando quizá por primera vez en alguna matiné de reestreno de El zorro y el sabueso (1981), una animación de Disney de éxito tibio que pasarían en una copia maltratada, con intermedio y mal sonido, en el cine Lindavista de Montevideo e Insurgentes. Me recuerdo llorando en espasmos de moco y suspiros porque la abuela dejaba al zorrito en un claro del bosque y se alejaban: ella manejando, él confundido.

    Casi ochenta años antes, Falling Leaves (1912) de Alice Guy-Blaché contaba el cuento de dos hermanas. La mayor, apenas púber, enferma de tuberculosis y el doctor afirma que morirá cuando caiga la última hoja ese año. La menor, que escucha el diagnóstico a escondidas, lo entiende a pie de letra e intenta todo para detener el otoño y que las hojas dejen de caer de las ramas para salvar a su hermana. Al final, por supuesto, fracasa. ¿Había alguien en ese pasado que se descubriría de repente llorando por primera vez frente a la luz proyectada en una manta, como yo en las matinés? Quizá es más sencillo llorar en inocencia, sea en la de la infancia o en aquellos inicios tambaleantes de la modernidad, la técnica, el lenguaje. Para transferir emociones a una pantalla iluminada es necesario suspender la incredulidad y abrazar la ficción con la integridad incorruptible de un juego: toda la vida es sueño, all the world ́s a stage y los sueños, sueños son. Antes que el sonido, el color o las pantallas anchas, ahí se esconde la mayor revolución del cine: enseñar a sentir.

    Entre el largo río de palabras sobre Aristóteles, la Poética y la khatarsis (κάθαρσις) mantiene vigencia la catársis como purificación de los humores, no desde la agresión conductista —sea bajo el burdo chantaje pavloviano inducido por Hollywood en tantas variantes ideológicas, de La lista de Schindler (1993) a En busca de la felicidad (2006)— sino como el esclarecimiento del yo que ocurre cuando reconocemos verdad humana en personajes filmados. Desde el psicoanálisis hasta ciertas ideas arcanas sobre la melancolía, la bilis negra o la flema, occidente carga con esa idea de la ficción narrativa como un envase de sublimación y proyección para descargar pasiones o hýbris (ὕβρις). 

    Instintos que escondemos de la mirada ajena por pudor, represión, coerción o moral, cuya liberación permitimos mediante la observación segura, oculta y voyeur que implica lo cinematográfico: ver sin ser visto, examinar las pasiones ajenas desde la pasividad del asiento. En lo aristotélico, la catarsis del drama está acotada a una purga lavativa de emociones bajas. Es una verdad a medias. También se llora para avanzar al encuentro del yo, para construir o rehacer la identidad propia o para generar un distanciamiento momentáneo que nos permita examinarnos desde la mirada ajena.

    Ese es el llanto que encuentran dos aspirantes a actriz al ver en la pantalla la imagen magnificada de Juana de Arco: Nana (Anna Karina) en Vivir su vida (Godard, 1962) y Clara (Lucía Bosé) en La dama sin camelias (Antonioni, 1953). Las vemos llorar en salas oscuras, la primera viendo a la Falconetti de Dreyer, la segunda viéndose a sí misma disfrazada. No lloran, como pensaría Aristóteles, para purgarse de penas: se reconcilian con quienes son. Se hacen preguntas. Toman decisiones. Lloran en un teatro las rubias siamesas de Mullholland Drive (Lynch, 2001); llora Dario Grandinetti en el teatro de Hable con ella (Almodóvar, 2002); llora Giulietta mirándonos de frente en una procesión a la virgen en Las noches de Cabiria (Fellini, 1957) y llora en entre risas un clan circense y matriarcal en Tempestad (Huezo, 2016). Nosotros también, y al hacerlo los ojos ejecutan un paso doble: absorben imágenes, devuelven sentires.

    También la ciencia intenta una respuesta para eso. La oxitocina, se dice, es una hormona que corre por la sangre hacia el cerebro estimulando la compasión cuando comprendemos la emoción que atraviesa a alguien más, incluso si le sabemos ficticio: en tanto reconocemos verdad humana en la forma artística, comenzamos a relacionarnos con las historias no solo como esquema narrativo sino como arco emocional. Transferimos instintos y pulsiones cuando admitimos la otredad como espejo incluso si su humanidad es animada (La tumba de las luciérnagas, 1988), animal (Al azar de Baltazar, 1966), alienígena (E.T., 1982), androide (Blade Runner, 1982), tetrapléjica (Mar adentro, 2004) o sean dos piedras (Todo en todas partes a la vez, 2022). 

    Aquí he enlistado títulos de películas que, sollozos mediante, recuerdo como parte de mi propia biografía como espectador; llorar frente a pantallas ha sido para mí, ante todo, bajar las defensas y aceptar ser vulnerado, un aprendizaje ni corto ni lineal que implica nadar en dirección distinta a lo que mi entorno entiende por masculinidad funcional. Quien cede el control de una emoción para ponerla al cuidado de un personaje entrega también el permiso para infligir una herida bajo la promesa de que ésta cicatrice cuando lleguen los créditos. Conforme crecía, fui dejando de limpiarme los ojos con prisa antes de que encendieran las luces y empecé a disfrutarlas en paz, agradecido por ser capaz de sentir y a través de las lágrimas, haberme hecho más fuerte.

     


     

    Sergio Huidobro (Ciudad de México, 1988).

    Escritor y periodista. Licenciado en Comunicación y Maestro en Estudios Latinoamericanos, ambos por la UNAM. Ha sido seleccionado como miembro del jurado joven France 4 Revelation de la Semana de la Crítica del Festival de Cannes en 2014 y de Berlinale Talents, del Festival de cine de Berlín, en 2016. Es colaborador del suplemento La jornada semanal y fue panelista en Mi cine, tu cine de Once TV; actualmente, conduce la serie documental Frente a cámara, dedicada a conversar con actores y actrices, transmitida en televisión pública mexicana. En México ha colaborado con los Festivales de cine de Morelia, Guanajuato, Los Cabos, San Cristóbal de las Casas y, en España, con la Muestra de Cine Europeo Ciudad de Segovia (MUCES) y la Universidad de Valladolid, Campus María Zambrano. Actualmente escribe la columna «Intermedio» en la revista La Tempestad. Recientemente fue incluido en Los retos de Retes (Cineteca Nacional, 2018), Correspondencias: cine y pensamiento (FICUNAM / TV UNAM, 2018) y coordinó el volumen de crónicas Pies en la tierra: crónicas de septiembre (2018). Ha sido docente en la Filmoteca de la UNAM, en PROCINE de la Secretaría de Cultura de la CDMX, la Universidad Michoacana y en la Escuela de cine comunitario y fotografía Pohualizcalli, en Iztapalapa, entre otros.

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