viernes, abril 19, 2024
    Mesa para uno

    José Carmen

     

    una olla seis patos un sillón cuatro fotos dos juguetes un llavero unas semillas varios platos tres pianos dos tazas un porta gafete dos postales una sartén dos sillas una libreta dos morteros una guitarra mil sabores

     

    El chile y el molcajete

    Mi mamá me regaló un chile de madera con un huequito en la cola para moler comino, pimienta, especias enteras. Tiempo después me dio un molcajete pequeño de piedra volcánica. Lo compró en un viaje que hicimos a Real de Catorce en una de esas vueltas que hizo sola y regresó con varias bolsas. Al llegar a mi casa me sorprendió, me dijo que era por mi cumpleaños aunque faltaban varias semanas. Cuando preparábamos algo juntos me decía que era mejor moler las especias en ese momento porque así le daba más sabor. Sacaba un puñito de comino entero y lo metía en el chile, le daba vuelta con fuerza y se lo echaba a la comida. Ahora cuando giro el tejolote para moler algo la veo a ella, a mi abuela, a mis tías. Aparezco en la cocina cuando preparaban la salsa de las fiestas mientras contaban historias de gente que no conocí y chismes en bajito para que yo no escuchara. Lo que más me llamaba eran todos esos giros. Ida y vuelta hasta que el tomate, los chiles y las especias se mezclaban en la salsa que todavía humeaba. Yo era el catador. Si les decía que no picaba le ponían otro chile hasta que me veían que abría la boca y sacaba la lengua, señal de que ya estaba lista. Ahora que cocino me gusta escuchar cómo truena y el aroma amargo de la pimienta recién molida. Sí le da más sabor.

     

    La vaquita y el granjero

    Hubo un tiempo en que dos de mis sobrinos venían a la casa una vez por semana. Subían a mi cuarto y les gustaba rayar el pintarrón, rasgar las cuerdas de la guitarra, hacer sonar el teclado y corretearse de un lado a otro. La primera vez traían dos juguetes que dejaron apenas vieron todo lo que había. Al salir estaban en la mesita de la entrada. Atesoré ambos en el librero. De vez en cuando los veo y escucho cómo se persiguen, la risita de pecho, los libros en el suelo. El llanto porque alguno se tropezó. A veces sueño que vienen de visita y me tocan esa canción que les gusta. Crecieron. Ya no son esos niños de dos años que no pronunciaban una palabra. Todavía siguen correteando. Ahora tienen mil cosas para jugar y no paran de hablar. Dicen que uno empieza a almacenar vivencias a partir de los tres años y medio. Seguro que no se acuerdan del día que olvidaron la vaquita y el granjero en mi mesa. Pero aquí están, guardando aquel momento.

     

    El mono de nieve, el cerdito y el piano

    El primero en llegar fue un mono de nieve sentado en una caja roja con un listón que dice Happy Holidays. Al presionar un botón suena una canción, se mueve y simula que toca el piano que está frente a él. Me lo dieron la primera Navidad después de que entré a estudiar música. Los otros dos llegaron las siguientes. Una alcancía de cerdito con una falda de teclas y un piano en miniatura hecho de madera. Cada uno en momentos distintos: cuando quería ser compositor, cuando quería ser musicólogo y cuando quería ser cancionista. Al final terminé haciendo otra cosa. Aunque a veces me siento a tocar y me imagino que estoy dando un concierto, les cuento un poco sobre la música que tocaré y hasta me animo con algo mío. Igual y sí soy todo eso. A veces mono de nieve, a veces alcancía y a veces un trozo de madera.

     

    Dos sillas

    La mesa donde como me queda grande. Cuando viene mi papá y mamá les preparo algo, comemos y me cuentan lo que han hecho en el rancho: «el otro día tu mamá estaba limpiando el techo con una escoba y que se pasa y truena el foco, puras chispas salieron» y «tu papá no entiende, fíjate. Sacó la escalera y se puso a cortar las nueces del nogal. Le digo: “Tacho, bájate que te vas a caer”. Pero no hace caso. Cuando me fui con tu hermana ¿ay no llegó con la nariz cortada y no sé qué tanto? No entiende que ya está viejito». Parecen dos pequeños jugando a ser adultos. Me gusta escuchar sus historias. También las de mi tía que era bien diabla, o la vez que asustaron por fin a su tío que llegaba contándoles de aparecidos. En esos momentos la casa tiene mucho ruido, más calor. Después se van y queda vacía. El silencio trae los días de ayer. Es placentero charlar con otras personas sobre lo pasado, pero cuando uno se sienta en la mesa sin más compañía que el ruido de dos sillas solas, es cuando pesa de verdad.

    El miedo

    Un objeto duele como las palabras. Dura varias vidas. Acumula nostalgias. Hace la cara alegre y nos turba por un rato. Nadie me dijo que el miedo también se puede tocar. Una silla fría, un juguete olvidado, un piano que no suena. Los guardamos en la bolsa, en la alacena o en una repisa. Si se quiebra, algo de lo que traía se evapora. Como si el lazo que amarraba su historia dejara de hacer presión. La fascinación por estos objetos es por lo que no se ve, lo que no se muestra. Un relicario, un guardapelo, un baúl no dicen nada si no hay un vínculo sobre algo ocurrido. Nadie que no conozca su rastro le dará el mismo valor. El asunto termina con el tiempo. El tiempo todo lo cura. ¿Y quién cura al tiempo?

    Tengo miedo porque las palabras no son suficientes.

    Tengo miedo porque los objetos no son suficientes.

    ¿Cómo les cuenta un molcajete las aventuras de la abuela en Real de Catorce? ¿De qué forma una alcancía canta un recital? 

    La memoria tiene fecha de caducidad. Las palabras no caben en los objetos.

    El olvido es el miedo de las cosas.

     


     

    José Carmen. (1995). Estudió Filosofía. Perteneció a la tercera generación (2021) del Centro de Creación Literaria de la Casa Universitaria del Libro UANL. Entre 2021-2022 realizó en comunidad el primer Laboratorio Filosófico: experienciando y experimentando el filosofar en comunidad en el LABNL de CONARTE. Sus actividades se alternan entre la música, la literatura y las prácticas filosóficas.

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