viernes, abril 19, 2024
    Vivirás tanto que no tendrás tiempo para pensar en el sabor del vómito

    Felipe de Jesús Saavedra Martínez

     

    No recuerdo bien cómo hacer esto. Ensayar. Sigo leyendo, tomando apuntes y conversando. Pero dejé de escribir ensayos. He dejado así de repente otras actividades, como el parkour y la escalada deportiva. Hace algunos años me obsesioné con ellas. Me ejercitaba en casa y las practicaba cada que tenía oportunidad de salir a cerros o parques. Me hacía sentir bien, aunque algunas veces terminara adolorido. Pero lentamente la vida adulta cerró sus fauces sobre mis días. Si en este momento me piden algo como subir una pendiente empedrada o saltar sobre un obstáculo será posible que tal vez salga lastimado. 

     Al ensayar otra vez o recordar cómo hacerlo el único que podría salir lastimado soy yo y quien tenga la paciencia de llegar al final de mis textos. Podría culpar de mi olvido y deterioro de mis capacidades a lo alienado que me tiene la rutina de supervivencia de persona de clase media en una ciudad hostil. O tal vez nunca aprendí de verdad a hacerlo. Preferiría no hacerlo, murmuraba Bartleby para negarse a seguir en su trabajo de copista. Tal vez el taciturno personaje de Melville era en realidad sólo otro olvidadizo desobligado refugiándose en la negación. 

    No recuerdo cómo hacerlo, murmuro al terminar la línea anterior y estoy a punto de negarme a continuar. Releo hasta aquí mi texto y comienzo a recordar. Eso es ensayar: Citar y parafrasear lo que escribió otro ser humano1. Contaminar palabras, discursos, ficciones y chismes ajenos para de alguna manera apropiarlos. Entrar por el lenguaje a la memoria y escribir para domesticar esa absurda necesidad de encontrar patrones; formular preguntas con las respuestas que algún otro dejó grabada en papel, cuero, papiro o silicio. 

    Hace algunos años en una borrachera intenté hacerme gracioso diciendo que podría ser la Caja negra de lo que ocurriría esa noche. Que en mi cabeza quedarían como en un disco duro los aterrizajes y colisiones. Ignoro en este momento por qué ese instante me evoca a Chainsaw Man, el manga que estoy leyendo en estos días. Al capítulo donde Himeo2 le promete darle su primer beso a Denji3 si es que logran sobrevivir a las entrañas del Demonio de la Eternidad. Él se arroja a las entrañas del demonio y al jalar la cuerda que sale de su pecho se convierte en el Demonio Motosierra4. Así es como Denji, impulsado por el deseo de por fin besar a una mujer, pasa tres días cortando con sus sierras las oleadas de carne que forman al monstruo. Al final, este demonio sufre tanto que le ofrece su corazón para que lo cercene y lo libere de su agonía. 

    Tal vez, cuando me llamé a mismo Caja negra me impulsaba el deseo de no dejar perdida esa noche en las entrañas de la eternidad. Allí está: ya te estás soltando. 

    Ensayar también es hacer digresiones que suenen poéticas o fuera de contexto para ver qué acrobacia se avienta tu perspicacia. Tal vez el escribir sobre este manga es una maroma injustificada que no llega jamás a tocarse con el tema del Recuerdo. En este momento siento que me rompería una pierna con cualquier tipo de estrategia argumentativa y para continuar no me queda más que recurrir al viejo y confiable uso de las etimologías. Una estrategia grabada a fuego en la memoria ejecutiva de todo presunto escribiente. 

    “Recordar” viene del latín recordari, formado de re (de nuevo) y cordis (corazón), es decir, “volver a pasar por corazón”. En la antigüedad se creía que allí encontraba su hogar la memoria. No es descabellado intuir que el amasijo de músculos y nervios que bombea sangre también nos ayuda a irrigar, hasta la punta de nuestros capilares, dolores y placeres que alguna vez atravesamos. Es interesante esta idea fruto de la teoría de los humores, ya que a partir de ella se logró inferir lo permeable que es el cuerpo y la mente. También es una hipótesis que se siente bastante sólida en carne propia. En especial cuando algunos recuerdos me hacen sentir que toda la sangre se endurece en mi pecho y cae al fondo de mi estómago como una piedra.

     Sin embargo, el lugar de los recuerdos en la fisiología no está del todo definido. Es demasiado ideal pensar en la memoria como un registro sólido e inalterable de nuestras experiencias. No estamos hechos de titanio como las cajas negras de los aviones y nuestros recuerdos no quedan cifrados en “ceros” y “unos” dentro de los circuitos de discos duros o memorias SD. El fenómeno de la memoria ocurre cuando los estímulos externos que entran en un cuerpo mediante los sentidos quedan registrados en un complejo flujo electroquímico que recorre las miles de arborescencias sinápticas que enlazan los billones de neuronas que integran un cerebro humano. Es increíble pensar cómo cambios tan sutiles entre circuitos neuronales permanecen a través de los años. A pesar de ser un proceso aparentemente lábil los recuerdos son restaurados constantemente al ser referenciados por los estímulos que recibimos. Por ejemplo, cada que tomo una infusión de hierbabuena viene a mí el primer día de clases de primaria. Ese día mi madre me hizo comer una hoja de hierbabuena que crecía en el patio. Decía que era buena para la memoria. 

    El recuerdo de ese sabor es un espectro electroquímico que recorre mi cerebro. La memoria permanece, pero las neurociencias aún no han logrado explicar en su totalidad cómo queda grabada esas tormentas sinápticas provocadas por las experiencias gratificantes o los traumas. Nuestra memoria es blanda y al recordar le damos de nuevo forma a las experiencias vividas. Es como hacer cada día una escultura de barro que nunca termina de endurecerse. Se conoce como memoria episódica a aquella que constantemente evocamos e integra la conciencia. Mientras más viejo es un recuerdo más detalles se van modificando hasta incluso llegar a ser una ficción. Por esa razón se dice que las memorias más antiguas son un relato construido por quienes nos criaron. 

    Este hecho me asusta. Me recuerda al cuento de Philip K. Dick titulado “La hormiga eléctrica”, donde el empleado de una empresa tecnológica sufre un accidente y termina en un hospital en el que descubre que su cuerpo es sintético al igual que su conciencia y memoria. El protagonista resulta ser un modelo de androide apodado “hormiga eléctrica”, por estar programados para ser perfectos empleados en una empresa gigantesca. El androide Garson Poole se las ingenia para desarmar su cuerpo y dar con el mecanismo de su corazón por el cual pasa una cinta plástica con microperforaciones que le suministraba la realidad. Al manipularlo desdobla su conciencia y memoria. Al final del cuento Garson corta la cinta para liberarse del filtro de conciencia y así desaparece. ¿Qué pasaría si se nos revelara que las memorias primordiales están allí implantadas para manipularnos? ¿Qué ocurre si de repente de tanto intentar recuperar recuerdos natales cortamos la cinta y todas las sensaciones se desvanecen? Para combatir la paranoia, me reconforto en la eventual mansedumbre de la memoria. Incluso los recuerdos dolorosos, arrepentimientos y traumas van cambiando poco a poco cada vez que son evocados y cada día nos dibujamos con trazos que no se contradicen, aun cuando cambien y se diversifiquen5. Al parecer estoy recordando los trucos más comunes para ensayar. Ya saben, la siempre confiable cita de Montaigne como sello de denominación de origen para un texto quimérico. 

    Puedo completar la maroma ensayística, pero no saldré ileso. Por fin he recordado porque asocio el primer beso de Denji con Himeo con el tema del recuerdo. La escena es de las más tiernas y asquerosas que he leído en un manga. Ambos están cenando y bebiendo con sus demás compañeros de trabajo para celebrar su victoria en la pelea con el Demonio Eternidad. Denji bebe té y le pregunta a Himeo por su promesa. Esta le dice que lo besara cuando esté más borracha. La noche pasa y cuando todos están ebrios Himeo besa a Denji por sorpresa. Es un beso largo y de lengua. El chico motosierra lo siente tan suave que parece que algo se derrite dentro de sus bocas. La toma se abre y vemos que entre sus lenguas escurre el vómito de la borracha de Himeo. En el siguiente cuadro vemos a Denji tragándose el bolo alimenticio por reflejo. Resulta que tanto tiempo comiendo de la basura lo condicionó a tragar cualquier cosa con valor nutritivo que entrara a su boca. 

     No recuerdo más que instantes de la noche en que me quise convertir en una caja negra. Uno es que estuve tan borracho que me tragué mi propio vómito para evitar ensuciar el piso. También recuerdo que años después escribí una carta de amor en la que me retractaba de decir que la memoria es una caja y la entendía más en ese momento como una cicatriz. Confió en la blandura de la memoria y en lo que Makima6 le dijo al asqueado Denji después de recibir su escatológico primer beso: Probablemente nunca olvidarás el sabor del vómito. Pero está bien. Desde ahora hasta que mueras, también experimentarás un montón de nuevos sabores. Vivirás tanto que no tendrás tiempo para pensar en el sabor del vómito.

     

    1 Aunque a veces me gustaría poder citar cosas como los gruñidos de mi perro cuando lo despierto de su siesta sobre mis piernas mientras estoy sentado escribiendo esto. Un gruñido de incomodidad que parafraseo cuando no quiero levantarme para abordar un camión en hora pico para ir a trabajar.

    2 Una tuerta cazadora de demonios veterana de la seguridad pública.

    3 Un adolescente mitad demonio que había sobrevivido su niñez comiendo de la basura y matando demonios para pagar la deuda de su padre suicida.

    4 A Denji le salen motosierras de las extremidades desde que su mejor amigo Pochita, un demonio mitad perro y motosierra, se convirtió en su corazón después de que ambos fueran heridos de muerte por los Yakuzas que los explotaban. 

    5 Michel de Montaigne, “Del arrepentimiento”, Ensayos escogidos, UNAM, p. 259.

    6 La jefa de Denji en el departamento de cazadores de demonios de la seguridad pública. También es quien le adoptó como mascota evitando que lo mataran por ser mitad demonio.

     


     

    Felipe de Jesús Saavedra Martínez. (Estado de México 1993). Egresado de la licenciatura de Biotecnología Genómica UANL y autodidacta en ciencia ficción. Tiene la hipótesis de que la vida es una metaficción escrita por células. Trabajó en un museo divulgando ciencia y fue becario en el Centro de Escritura Creativa de la UANL (219), donde desarrolló un libro de ensayos híbridos entre la literatura y la ciencia. El libro se titula Transcriptoma, donde intenta encontrar lo biológico en lo literario y lo literario en lo biológico. Ganador del certamen de Literatura Joven UANL 2020 con un cuento titulado Blue Ranger.  Textos suyos pueden leerse en la antología Ellipsis 2019, la antología Ab animalibus editado por ENE y en la antología La presencia lunar editado por la UANL. Le gusta ir al parque a mirar árboles y escuchar cigarras.

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