El futuro

Cristian Lagunas

 

A finales de enero recibí la noticia: debía dejar el departamento en el que viví durante tres años. Dejarlo porque las cosas cambian y porque ninguna relación inmobiliaria es eterna.

El anuncio llegó de sopetón. Con una cuenta bancaria en ruinas y un mes de plazo para marcharme, emprendí, todo el mes siguiente, la búsqueda.

Creí que sería sencillo, que en una ciudad como la capital de México podría hallar un sitio en poco tiempo. Visité los departamentos por la tarde y por la noche, en mis horas extra. Incapaz de rentar algo para mí solo, concerté varias citas en lugares compartidos. 

Los lugares de Gael, Alicia, Eduardo y Alex. Anoté sus nombres en un cuaderno.

Incapaz de decidir, pasaron los días. Escribía de nuevo a Gael, Alicia, Eduardo…

Decía: “Alex, gracias. Voy a ver otras opciones”. 

O un sencillo “te aviso”, que significaba nunca volver a avisar. 

Departamentos caros o demasiado descuidados. Espacios hermosos en los que me costaba imaginarme. Personas con las que me costaba imaginarme.

Mi madre me envió varios mensajes ese mes. 

“¿Ya decidiste a dónde cambiarte? Te abrazo desde aquí”.

“Me avisas cuando ya hayas encontrado el lugar”.

En los asientos del metrobús o caminando por la calle de noche, yo respondía a mi madre que sí, que pronto, pero la angustia se acrecentaba. 

Miraba los anuncios y los transcribía. Me burlaba de sus clasificaciones —tan absurdas—, de sus restricciones: cuarto para damas, sólo buscamos mujeres, habitación para caballero, residencia de estudiantes, sólo personas de 20 a 39, no estudiantes, no fumadores, fumadores bienvenidos, no fiestas, no visitas, gayfriendly, 420 friendly. Tenemos disponible para PERSONA SOLA.

Exactamente eso era yo, una persona sola. 

O casi sola. Había empezado a frecuentar a un hombre que se había convertido, en cuestión de poco, en una especie de cómplice para mí. Me sujeté a la esperanza de que nuestra relación prosperara, aunque todo indicara lo contrario. 

Él también me enviaba mensajes: “Leí todo lo que escribiste. Gracias por hoy. Buenas noches”. “¿Qué piensas de la palabra perturbador?”. “Lo compramos, justo enfrente hay una vinatería”. 

A los deseos de encontrar un hogar nuevo y estar con él se añadía algo más: yo era escritor y debía entregar una novela corregida a mi editorial en un plazo de dos o tres semanas.

Malabarista entonces, persona sola y en tránsito, escritor. Eso era yo.

Alguien enamorándose, sobre todo. 

Un funámbulo. En la cuerda floja de los asuntos. 

Aumenté mi línea de crédito. 

Pensé en el futuro y sus conjugaciones. Durante una visita a un departamento, alguien me dijo: “aquí vas a guardar tus cosas” y “vas a pagar los servicios a fin de mes”. Supe de inmediato que no era el sitio para mí. 

Y lo que deseé, todo ese tiempo, fue que el chico con el que salía conjugara en plural y en futuro, que hablara de planes, proyectos y tiempos concretos.

Imaginé lo que podría venir.

Llevaba conmigo a todas partes una novela de Yuko Tsushima, Territorio de luz. La leía después de las visitas inmobiliarias y también de regreso a casa. Fue un amuleto para mí. 

“El departamento tenía ventanas a los cuatro lados”, es la primera frase. 

El departamento al que llega a vivir la protagonista tiene el piso rojo. Es irresistible, hermoso y único. 

Deseé un lugar así. 

En los patios de las unidades habitacionales, miraba a los ancianos: sentados en las bancas, habían vivido en el mismo sitio varios años, quizá toda su vida. 

Por las noches, corregía mi novela. La escritura puede ser una casa. Me pasaba las horas apuntalando, desempolvando, cambiando las frases de lugar, borrando palabras, añadiendo detalles, escaleras, tuberías y puertas nuevas.

Por las mañanas, el hombre con el que salía me preguntaba cómo había ido la corrección. 

Mi madre me preguntaba si había cenado. 

En el departamento que debía abandonar había escrito las trescientas páginas de ese libro y también varias de mi libro anterior. No sé qué implica dejar atrás el lugar de escritura, el sitio que uno ajusta a su modo. 

Mi habitación de 3×4. 

El chico con el que salía jamás estuvo ahí, no me atreví a invitarlo. 

Leyó toda mi novela, eso sí. Y también el otro libro. 

Pienso que de alguna forma estuvo en mi casa. 

Tenía, en el fondo, múltiples miedos. Miedo de que la novela fracasara, de que llegara el fin del contrato de renta sin tener a dónde ir, de que mis  ilusiones amorosas fueran ficción, de que se me acabara el dinero. 

Empecé a vender cosas. Lo que fuera.

Iniciaba el proceso de despedida. 

Cierto lunes, después de nadar en la alberca olímpica, olvidé mi traje de baño en las regaderas. Al regresar a buscarlo, ya no estaba. 

Aprendí a nadar a los veintisiete, apenas el año pasado. Nunca me había atrevido a intentarlo. Era una de esas cosas que me avergonzaba hacer ya cumplida cierta edad, como aprender a patinar o a andar en bicicleta.

En mi primera clase, sentí que me daba un ataque al corazón. Algo me oprimía el pecho. 

Sentí algo parecido al visitar edificios en todos los puntos cardinales de la ciudad. Al comprar cajas para meter mi vida dentro.

Cajas y cajas y cajas de cartón que doblé y apilé, una encima de la otra. 

“Me vine abajo en múltiples ocasiones”, dice la protagonista de Territorio de luz al describir su propia búsqueda de hogar. 

El plazo se acercaba. El 10 de marzo, a más tardar, yo debía estar fuera.

Era también la fecha en la que el chico que me gustaba saldría de viaje a Europa con quien ocupaba su hogar: su verdadera pareja. 

Homewrecker, suelen llamar a aquellas personas que se interponen en una relación existente. Destructor de hogares. 

¿Cómo puede destruir un hogar alguien que no cree tener uno?

Sin darme cuenta me había inmiscuido en un lugar ya ocupado, había deseado de más.

Una mañana, en la alberca olímpica, fui muy rápido y con furia de un extremo a otro, nadando como mejor pude, como mi cuerpo me dio a entender en ese momento. Luego, al detenerme, noté que estaba llorando. 

“Y, a pesar de que era imposible mantener el equilibrio, descubrí que no me terminaba de caer. Más bien parecía estar echando raíces ahí mismo, esperando, terca, a que naciera un brote. […] ¿Tenía que seguir escuchando esa voz lejana, cuyo significado ya no entendía, hasta que fuera él quien decidiera apagarla?”. 39 es la página.

Cuando se aprende a nadar, uno teme ahogarse. 

Toma cierto tiempo abandonar el flotador y creer en uno. 

Ajustarse al agua y su profundidad, sentirse bien lejos de la orilla. 

Escribí un mensaje, porque ya no era posible evadir los asuntos: “Alison, sí me latería moverme a tu depa. Cuéntame cómo le hacemos”. 

“Busca un lugar seguro”, me había dicho mi madre días atrás. Quizá su consejo aplica para las relaciones y para los hogares futuros y también para las novelas que uno escribe. 

En Territorio de luz hay otra imagen hermosa: “algo extraño se reflejó en mis ojos. Sin querer, dejé escapar un grito: la azotea brillaba llena de agua. 

—¡El mar, mamá! ¡Es el mar! ¡Qué grande es! 

Mi hija se lanzó al agua descalza”. 

Envié un mensaje al chico que me gustaba para preguntarle si existía la posibilidad de que pudiéramos estar juntos después, cuando todo esto hubiera pasado. Quizá después, pensé. Aún lo pienso. 

El 10 de marzo, mientras su avión despegaba con destino a Francia, abrí por primera vez la puerta de mi actual habitación. 

Acomodé mis cosas, una por una. Tiré las cajas de cartón. 

Fui a la ventana, una ventana doble que se puede abrir del lado izquierdo y el derecho.

Nunca había tenido una ventana así.

Una nueva disposición.

Otro paisaje. 

Quizá el futuro es eso: una disposición. 

En mi cuaderno, anoté un pendiente: encontrar una alberca. 

 


 

Cristian Lagunas (1994) estudió la maestría en Estudios Latinoamericanos en la UNAM. Ha recibido, entre otras, las becas de narrativa de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del FONCA. Obtuvo el Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2020 por Encuéntrame afuera (Fondo de Cultura Económica) y el Premio Mauricio Achar Literatura Random House 2022 por la novela El lado izquierdo del sol.

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