viernes, junio 28, 2024
    Fragmento de <i>Cerezas en París</i>

    Avispas 

    Nadie quería vivir en esa casa, pero nos costó dejarla. Tampoco es que aspirara a morir en ella, ya lo habían hecho mis padres y la abuela; lo que me angustió fue dejar a mi hijo, años atrás cuando no era más que una promesa, enterrado en el jardín. En algún lugar leí que los pájaros hacen su nido para dar vida, en cambio, los caracoles gastan los días haciendo su concha espiral. 

    A cuestas, mi casa, ahora que estoy en este avión de regreso, sigue recordándome igual que un caracol las primeras etapas, la infancia lenta como paso de molusco de humedades. Aprendí a coser por mi obsesión de ajustar las ropas de mi madre a mi cuerpo. No crecí lo suficiente para lograr su estatura, así que las transformé como segunda piel; y a la abuela, quien me cuidó hasta su último aliento, le conmovía ver en mí ese efímero renacer de un vestido, de inmediato recordaba o volvía a repetir la historia de la prenda y para qué o por qué mamá la había comprado. 

    En el ribete de un encaje, en la costura que cedía y en un botón corrido hacia otro ojal, mis manos buscaban la simetría de un amor en medio de la orfandad. Después supe fabricar anillos y aretes, filigranas de corazas. 

    Siempre con ternura, la abuela me convidaba café con leche mientras la neblina acallaba cualquier movimiento. Envuelta en el perfume de violetas y polvos de arroz de ella, fui tejiendo mis cabellos a mi propia vida, entendí que yo era mi casa, mi adiós y mi bienvenida. Pero antes tuvieron que quebrarse afectos. 

    Nosotras, las que con las manos exploramos las costuras, en turnos nos fuimos deshilando igual que un collar de cuentas. 

    Nunca supe a qué olía mi madre, tampoco le di tiempo de vida a mi hijo. 

    En la época en la que el otoño pelea su reino, las avispas insistían hacer su nido del otro lado del ventanal y yo les había arrancado su guarida. Sobrevino el frío del norte, ellas se quedaron inmóviles y adheridas en el cristal de mi ventana, resistiendo, caían una a una muertas hasta formar un montículo negro. Su reclamo silencioso por los huevos que no pudieron depositar en la colmena, por el ciclo interrumpido, consistió en mirarme desde afuera para que no olvidara lo hecho. 

    Así crecí.

     

    Velasco, M. (2022). Cerezas en Paris. Monterrey: UANL; pp. 11-12

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