Juana Adcock
En el ensayo This Little Art (2017), Kate Briggs –traductora al inglés de las conferencias de Roland Barthes– habla del históricamente menospreciado arte de la traducción, y hace hincapié en el quehacer novelesco del traductor como parte de lo que contribuye a su invisibilidad.
Apunta Briggs que, al perdernos en una obra de ficción, en su lenguaje, es fácil olvidar que lo que estamos leyendo no son las palabras del autor, sino las del traductor. Por ejemplo, cuando le pregunto a mi amiga, en una conversación casual, si ha leído Anna Karenina de Tolstoi, no le pregunto si ha leído Anna Karenina en la traducción al español. Mucho menos, si leyó la de José Fernández, publicada en 1977, o la más reciente de Víctor Gallego, de 2010. A menos, claro está, que se trate de una conversación entre especialistas. Pero suponiendo que se tratase de una plática en un café sobre triángulos amorosos, donde se me viene de pronto a la mente una escena de Anna Karenina, y está claro que ni yo ni mi amiga leemos ruso, y que necesariamente habremos leído la versión traducida, decir “Anna Karenina” se vuelve metonimia de “Anna Karenina traducida al español por José Fernández”. Decimos “sí, he leído a Tolstoi”, cuando en realidad a lo que nos referimos es que lo hemos leído a través de las palabras de Víctor Gallego. Por comodidad, por abreviar, no mencionamos el hecho de que lo que leímos fue una novela en nuestra lengua materna. Esto se ve reforzado for una cultura literaria en la que el nombre del traductor no aparece en las portadas de los libros, en que existen escasos premios, becas y apoyos para traductores, en que las tarifas son bajas, las regalías inexistentes y los pagos llegan tarde, en que a los traductores no se les invita a las ferias, y un sinfín de circunstancias y actitudes que demuestran el poco respeto y la escasa reverencia que existe ante la labor sin la cual las diferentes literaturas no podrían dialogar entre sí.
Pero también, a nivel más personal, entre mejor traducido esté el libro, con mayor fuerza, como lectora, lo siento mío. Ocurre el singular hecho de que la historia sigue tan vívida en mi recuerdo que es casi como si hubiera formado parte de mi propia experiencia. No hace falta detenerme a pensar en el hecho de que la historia está situada en una lengua, un mundo, una cultura, una época, un cuerpo, unos vestidos de mangas abiertas por la mitad, unos curiosos estilos de zapato, que jamás viviré en carne propia. Esta es la singular magia que hace un traductor: novelar, por segunda vez, la novela, para que ésta pueda –en palabras de Barthes traducido por Briggs, a quien a mi vez traduzco aquí al español–, para que la novela pueda, decía, “entrar en mí” como lectora.
Debido a mi posicionalidad, no hay manera en que yo pueda entender –no realmente– la experiencia de vivir en la sociedad rusa imperial de hace 140 años. La tendencia de los personajes de tener cuatro nombres intercambiables siempre me será ajena y a cada rato tendré que devolverme unas líneas para acordarme de quién estábamos hablando. Y, sin embargo, durante mi lectura de la novela traducida, me sentí parte de ese mundo. Espectadora milagrosa, viajera en el tiempo, quizá con un futurista implante en el oído (semejante al Pez de Babel de Douglas Adams en la Guía del autoestopista galáctico, traducida al español por Benito Gómez Ibáñez) que me permitía escuchar en mi idioma materno todo lo que los personajes decían en ruso. Yo estuve ahí cuando Anna le confesó a su marido sobre su relación extramarital, vi sus gestos, tan claro como si lo hubiera vivido en carne propia. En gran medida, por supuesto, esto es gracias a la magistralidad de Tolstoi al hablar de temas universales. Pero no hay que olvidar que parte de lo que hace esto posible es que alguien ha realizado, meticulosamente, letra por letra y coma por coma, un traslado entre lenguas, culturas y mundos distintos.
De la misma forma en que, al leer una obra literaria, se crea un pacto de suspensión de la incredulidad entre autor y lector, así también se crea un pacto al leer traducciones: nos olvidamos de que estamos leyendo algo escrito en una lengua que no hablamos. Esto es, si la traductora hizo bien su trabajo: el de ser invisible. El de escribir en un español terso, fluido, sin calcos del original, que recree el estilo del autor, así como el abanico de registros y los idiolectos de los personajes, hasta crear un mundo reconocible, veraz; auténtico pero a la vez comprensible a los ojos de un extranjero. Una traducción que parezca escrita “sin esfuerzo” (un sinesfuerzo semejante al de los pianistas que llevan toda una vida perfeccionando su interpretación de una sonata de Bach).
La tarea de la traductora, pues, en un cierto sentido, es precisamente la de ser invisible. Pienso en un titiritero en una obra de teatro contemporáneo: aunque el titiritero se encuentre, vestido de negro, visible en el escenario junto a su títere, su arte consiste en que nos olvidemos por completo de la presencia de quien manipula el guiñol, y enfoquemos toda nuestra atención en el personaje, el cual, a pesar de ser un objeto inanimado, cobra todo el rango y la complejidad emocional de un ser humano. Suspendemos la incredulidad, y se realiza el pacto: estamos de acuerdo en tragarnos la mentira; damos nuestro consentimiento. El títere está vivo y sus emociones son tan reales como las nuestras; lloramos y reímos junto con él. Como los niños, jugamos un rato. Nos involucramos en ese mundo de mentiras pero veraz que se va creando ante nuestros ojos.
El traductor al igual que el titiritero trae una capa mágica de la invisibilidad; se disuelve con el trasfondo negro del escenario, para concentrar toda la atención en el texto. Su trabajo consiste precisamente en quitarse del camino, en expresarse de manera imperceptible para que podamos olvidarnos de su presencia.
Pero también es posible imaginar la estrategia contraria: un traductor que se anuncie a sí mismo a cada tanto. Uno de los ejemplos más intrigantes con los que me he encontrado en este ámbito es la traducción radicalmente experimental y “gruesa” que hizo Chantal Wright al inglés del cuento en lengua alemana Porträt einer Zunge[1] (2013) de Yoko Tawada. En Portrait of a Tongue Chantal Wright hace copiosas notas al pie que se alzarían, como decía Nabokov, “como rascacielos hasta la cima de esta o aquella página para dejar tan solo el resplandor de una línea textual entre el comentario y la eternidad”, pero hace un giro de noventa grados, colocando las notas al pie no al final de la página sino en una segunda columna junto al texto traducido, alterando la jerarquía entre ambos, y sacando a la luz, de manera minuciosa, el proceso, incluyendo sus propias reacciones emocionales ante el original. El resultado es un texto híbrido que combina traducción con crítica literaria, y análisis académico, dejando en alemán elementos a los que un lector que no domine la lengua no tendrá acceso. Pero el principal objetivo no es proporcionar un texto terso, cómodo y cien por ciento comprensible en el idioma destino, sino hacernos partícipes de los diferentes mecanismos y cuestionamientos presentes en él. Un ejemplo:
“Wenn ich Interpretationen zu Gedichten lese, bekomme ich manchmal das Gefühl, ich müßte kotzen,” P said. I was surprised. Kotzen sounded unusually hateful in her vocabulary. | [When I read interpretations of poems, I sometimes feel as though I’m going to puke] It is not the word kotzen [puke] but the strength of the emotion behind the statement that piques the narrator’s interest, just like the guilty tone behind the word erklären. |
En los pasajes en donde el texto original se refiere en concreto a las palabras y significados, Wright deja el alemán y proporciona una traducción literal y comentario, para, según explica, confrontar al lector con el original, “en parte por motivos ideológicos, pero sobre todo porque hacer otra cosa sería ignorar la preocupación central del texto: el lenguaje”. ¿Cuáles podrían ser los motivos ideológicos de los que habla Wright?
Al priorizar la comodidad en la experiencia del lector, especialmente cuando traducimos a idiomas dominantes como podrían serlo el inglés o el español, estamos creando una jerarquía en la que el “otro”, el “extranjero” ocupa un peldaño inferior. Esto se volvería particularmente problemático en el caso de Yoko Tawada, una escritora japonesa exofónica que aprendió a hablar alemán a sus veintitantos años, y que al escribir en esta lengua no puede despegarse de una cierta extrañeza que permea el texto entero. Como si las palabras cobraran otro peso, o se repasaran largamente en la boca como una pastilla Halls. Pero no por eso habría que tratar su uso del alemán como inferior; al contrario, estará revelando cosas sobre esa lengua que un hablante nativo no habrá notado nunca. Evidentemente, un enfoque tradicional al traducir un texto como éste podría terminar quedándonos corto a todos.
Lo que llama también la atención en este libro es el aspecto casi de performance de Chantal Wright anunciándose en letras neón: LA TRADUCTORA ESTÁ PRESENTE. Sería interesante que la traductora incluyera también sus propias respuestas emocionales ante el texto, todas las asociaciones que le vengan en mente, los momentos de embelesamiento o de disgusto ante las palabras inescapables del autor, para que pudiéramos ver qué tanto influye su personalidad en las decisiones que va tomando.
Parte esencial de mi misión al traducir es estar consciente de que no soy, “un dispositivo de transferencia neutral e impersonal”, como lo ha dicho Douglas Robinson en The Translator’s Turn (1991), sino más bien “un ser literario holístico con una experiencia de género”, como lo expresa Michelle Woods en Kafka Translated: How Translators have Shaped our Reading of Kafka (2014). Al traducir, imprimo mi propia intención y mi propia interpretación sobre el texto. Esto no solo es inevitable: es una parte esencial del proceso. Todo ello debe suceder dentro del marco de un texto ya existente. Al traducir tengo que hacer uso de la totalidad de mi conocimiento: todas mis lecturas, recuerdos, traumas, intrigas, obsesiones, privilegios y formas en que he sido oprimida. Pero de manera paradójica, al mismo tiempo, tengo que no ser yo. El rango de mi experiencia, imaginación y empatía determinarán en gran medida el éxito con que manipulo al guiñol y la veracidad del mundo que voy creando, sustentado en las palabras.
Me gusta la imagen del guiñol porque hace énfasis en el carácter corporal de lo que hacemos al jugar con el lenguaje; nuestra manera de habitar la lengua. Pensemos en la postura del cuerpo, la proxémica, los gestos de las manos, o las inflexiones al hablar (y lo notables que pueden ser estas diferencias en las personas bilingües, que a veces parecen adoptar otra personalidad según lengua: un chileno/sueco que habla fuerte y mueve mucho las manos al hablar español es cálido y amigable, pero se vuelve mucho más retraído al hablar sueco).
No solo traducimos lo que está escrito, sino también lo que no está escrito. Mireille Gansel lo expresa de forma muy bella en su ensayo Translation as Transhumance (2017) cuando explica que, para ella, el acto de traducir se convirtió en “escuchar los silencios entre líneas, los manantiales subterráneos”. Y al traducir lo que está escrito, tenemos que traducir las palabras, sí, pero también lo que están haciendo las palabras; su función, en términos de registro, niveles de formalidad, modo, recursos retóricos, comunión fática… Dejando de lado la pregunta de cómo traducir cada palabra individual, hay que pensar en el todo; su función dentro del conjunto del texto. Por ejemplo, si un personaje en un texto en español le habla a alguien de usted, al traducirlo al inglés tengo que hacer uso de otras estrategias para plasmar el nivel exacto de formalidad que está usando el personaje, ya que en inglés sólo hay un tipo de segunda persona singular: you. Esto implicaría quizá hacer uso de un lenguaje menos coloquial en el diálogo, o incluir marcadores más exactos al describir su lenguaje corporal al hablar. De manera reductiva, podríamos decir que la palabra “usted” es intraducible al inglés. Pero como bien apunta Mireille Gansel, “ninguna palabra que hable de lo que es humano es intraducible”. La universalidad de la experiencia humana de dirigirse a unos y a otros con mayor o menor formalidad es la que nos permite traducir el uso de “usted” al inglés, solo que la traducción no se ve reflejada en una sola palabra. (Algo muy semejante aplica, por cierto, con las palabras “intraducibles” como las que el internet tanto ha popularizado: saudade, wabi sabi, hiraeth, hyggelig, etc.).
Cuando un personaje se comunica, hay todo un universo de microseñales que ocurren además de las palabras, que el lector podrá imaginar y visualizar aunque no estén escritas explícitamente. ¿Cómo conjurar también estos aspectos en otra lengua, que tiene otros referentes, otras proxémicas; en la que todo significa cosas ligeramente distintas? Donde incluso dos palabras al parecer casi idénticas en ambas lenguas, tienen campos semánticos e historias literarias totalmente distintas.
Pienso también en el significado más literal y concreto de la etimología de la palabra “traducción”, compuesta por el prefijo trans- “de un lado a otro” y ducere, que significa “guiar, dirigir”: poner la mano en el timón, y navegar sobre las corrientes marítimas que nos separan del Otro. Quizá el hacer del cuerpo un elemento más obvio del proceso de traducción nos sirva de recordatorio de que somos humanos, que somos imperfectos y tenemos puntos ciegos, pero también que añoramos entender y conectar con otros cuerpos, y que como tal, debemos afrontar el hecho de que hemos sido acuñados por experiencias radicalmente distintas. No es solo la lengua la que se traduce, sino la cultura entera, la época completa, la totalidad de la experiencia corporal –una tarea tan imposible como urgente. Como tal –y volviendo una vez más a la imagen del guiñol– el traductor podría imponer su propia ideología y visión política sobre un texto y aquí atisbamos la gran responsabilidad que conlleva traducir: cómo respetar y hacerle justicia a la otredad, sin hacer de ella una caricatura, sin poner demasiado de nuestra propia cosecha, sin adornar ni quitar las cosas que nos parezcan inconvenientes. El traductor, teórico e historiador de la traducción Lawrence Venuti se ha posicionado en contra de la invisibilidad del traductor, y ha resaltado la traducción como acto político. En The Translator’s Invisibility (1995), Venuti examina las maneras en que los traductores al inglés, a lo largo de la historia, imprimieron su marca imperialista y etnocentrista en una gran variedad de textos extranjeros, “editando” los valores culturales para ajustarse a los mercados editoriales o a la agenda política de la época. A nivel lingüístico, Venuti propone otras estrategias de traducción contrarias a la “domesticación” que revelen la extranjería en lugar de ocultarla. Y podríamos aplicar a la traducción las mismas críticas que se imponen en torno al canon: ¿quién decide qué se traduce, y por qué? ¿Cuál es la división de género entre autores publicados? ¿Cuántos autores LBGTQ se traducen? ¿Cuántos de lenguas y culturas minoritarias? ¿Y cuántos de las élites socioeconómicas y culturas hegemónicas?
Un ejemplo deslumbrante y avasallador de traducción como acto político es el libro No Friend But the Mountains (2018) de Behrouz Boochani, un periodista refugiado kurdo-iraní que, desde un centro de detención australiano en una isla de Papúa Nueva Guinea, escribió un libro por medio de mensajes de WhatsApp enviados clandestinamente a su traductor y editor por medio de un celular de contrabando. El libro, en traducción del farsi al inglés por Omid Tofighian, fue galardonado con el Victorian Prize for Literature, máximo premio literario de Australia. Lo cual resulta en sí una fuerte declaración política en un país notable por sus políticas racistas y su tratamiento inhumano de los refugiados, en un contexto histórico donde la crisis requiere atención urgente. En su ensayo suplementario, Tofighian detalla de manera minuciosa y sensible algunas de las estrategias que utilizó para poder hacerle justicia al texto al momento de traducir, así como el aspecto necesariamente colaborativo del proceso, con la participación de varias amistades, investigadores, traductores y escritores que apoyaron la lucha personal del autor al dar luz al texto en medio de unas condiciones de tortura casi inimaginables. Una de las intenciones del proyecto es precisamente “exponer a la prisión como experimento neo-colonial”, y posicionar la escritura de Boochani como “intervención descolonizadora”. Para poder dar muestra de la naturaleza, la estructura lingüística y la tradición poética del idioma farsi –una tradición tan distinta a la nuestra, y probablemente muy poco conocida– así como el estilo tan singular y complejo del autor, el traductor en algunas ocasiones decide plasmar las líneas en verso, haciendo uso de paralelismos, aliteraciones y sinónimos consecutivos, pero a la par utilizando un lenguaje erudito para plasmar el análisis que hace el autor del colonialismo a partir de su trabajo de investigación académica y experiencia propia. “[Boochani] comprende el colonialismo desde lo histórico, lo filosófico, y lo visceral”, explica Tofighian.
Como resultado del actual clima político, la forma en que nos relacionamos con el Otro es una de las cuestiones más urgentes del pensamiento contemporáneo. Podría decirse sin exageraciones ni hiperbolismos que la traducción es ahora más importante que nunca. En un festival literario en Malta en 2018, el autor islandés Sjón hizo hincapié en la inminente catástrofe climática, y en la importancia de la traducción de autores de lenguas originarias en nuestro proceso de descubrimiento de otras maneras de convivir con la naturaleza, que tanta falta nos hace si hemos de preservar la vida más allá de los próximos cincuenta o cien años. “Ellos tienen el lenguaje que nosotros olvidamos hace tanto”, apuntó. No es de sorprender que en las regiones del planeta donde existe mayor biodiversidad ecológica, han proliferado también un mayor número de lenguas. Y en aquellas regiones en donde los ecosistemas han sido o están siendo arrasadas, las lenguas también están muriendo.
En México, una de las incalculables riquezas son las 62 lenguas indígenas y sus 6 millones de hablantes –una población mayor que la del conjunto de varios países de Europa. Al traducir, ¿por qué le damos prioridad a los autores de lenguas europeas? ¿Cuántos autores hemos leído que escriban en náhuatl, zapoteco, yaqui, purépecha? Y antes de que me digas, querido lector, que no hay escritores en esas lenguas, quisiera recordarte de las épocas por desgracia aún muy recientes en que se decía que no había mujeres escritoras… Afortunadamente, gracias a las iniciativas editoriales como Pluralia y la creación de nuevos premios a las literaturas escritas en lenguas indígenas, poco a poco vamos teniendo la oportunidad de leer autores de las culturas originarias vivas de nuestro país. Pero evidentemente queda largo camino por recorrer.
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A propósito de un artículo de Alberto Chimal publicado en un número reciente de Armas y Letras, me tomó largo rato recordar si había leído La naranja mecánica, de Anthony Burgess en traducción o en su versión original. Quizá también en parte gracias al hecho de que mi recuerdo de la novela está tan influenciado por la película de Kubrick, tuve que hacer grandes esfuerzos para recordar que había leído la versión en español, realizada por el traductor argentino Aníbal Leal, y publicada por primera vez en Buenos Aires en 1970, pero en una edición más reciente, española, que incluye también el último el capítulo (esta vez en traducción de Ana Quijada) que inicialmente los editores en lengua inglesa habían decidido retirar en contra de la voluntad del autor, pues le otorga un final más optimista a la novela.
Al leer, veinte años después, la novela en su versión original, me doy cuenta de que trae consigo dos de los desafíos traductoriles más apasionantes y divertidos que pueden existir. Por un lado, el de la traducción de una lengua inventada, el Nadsat, que Burgess creó en base a una combinación de ruso e inglés, y por otro, el de la traducción de un abanico enormemente variado de registros en el habla de los personajes. Al crear a la pandilla criminal de Alex, el autor se inspiró en los Teddy Boys, una subcultura de la Inglaterra de los 1930s y 40s, cuyo estilo de vestimenta retro se inspiraba en la moda de la época del Rey Eduardo. El inglés que hablan Alex y sus drugos es igualmente retro y formal, y además de utilizar el Nadsat como slang callejero, se expresan con jubilosa ironía en un inglés exageradamente arcaico y floripondio que contrasta con sus actos de ultraviolencia. Cada personaje tiene su propio idiolecto, con uso de muletillas, frases particulares, etc., y las otras pandillas criminales también hablan cada una en su propio estilo. Es este curioso abanico de variedades lingüísticas el que ayuda a construir el inigualable universo ficticio que ha quedado plasmado tan vívidamente en la cinta de Kubrick. En la traducción de Aníbal Leal algunos de los elementos de ironía, registro, e idiolecto se ven difuminados, quizá a favor de mostrar un texto más terso, menos extraño, más legible en el español. Pero una traducción más moderna quizá optaría por otras estrategias más atrevidas y juguetonas. Alex podría hablar un español mucho más barroco, quijotesco, diciendo cosas como “vuestra merced” cuando en inglés dice el arcaico “thou”. Las posibilidades son interminables, y quizá ya sea hora de actualizar la traducción de este clásico.
REFERENCIAS
Boochani, B. (2018). No Friend But the Mountains: Writing from Manus Prison (Trad. del persa por O. Tofighian). Sydney: Picador Press.
Briggs, K. (2017). This Little Art. Reino Unido: Fitzcarraldo Editions.
Gansel, M. (2017). Translation as Transhumance (Trad. del francés por R. Schwartz). Nueva York: Feminist Press.
Robinson, D. (1991). The Translator’s Turn. Baltimore: John Hopkins University Press.
Tawada, Y. (2013). Yoko Tawada’s Portrait of a Tongue: An Experimental Translation by Chantal Wright (Trad. del alemán por C. Wright). University of Ottawa Press.
Venuty, L. (1995). The Translator’s Invisibility: A History of Translation. Reino Unido: Routledge.
Woods, M. (2014). Kafka Translated: How Translators Have Shaped our Reading of Kafka. Londres: Bloomsbury Academic.
[1] Retrato de una lengua
Juana Adcock. (Monterrey, 1982). Poeta y traductora. Licenciada en Letras Españolas por el Tec de Monterrey, con máster en Creación Literaria por la Universidad de Glasgow. Su trabajo ha sido incluido en publicaciones como Magma Poetry, Shearsman, Gutter, Glasgow Review of Books, Asymptote y Words Without Borders. Su primer libro, Manca, fue considerado uno de los mejores libros de poesía publicados en 2014. En 2019 publicó su primera colección de poemas escritos en inglés, Split.
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