Zyanya Dóniz Ibáñez
¿Cuáles son entonces los diálogos estéticos y éticos, a los que nos avienta el hecho de escribir, literalmente, rodeados de muertos?
Cristina Rivera Garza
A primera vista, puede parecer extraño comparar dos textos procedentes de circunstancias tan distintas, separados por más de 80 años entre cada publicación. Pero una mirada más atenta permite poner en diálogo los textos de dos autoras atravesadas también por dos guerras, la Revolución mexicana y la Guerra contra el narcotráfico, desde dos lugares marginales a las narrativas centralistas, Parral y Tamaulipas.
Cartucho: Relatos de la lucha en el Norte de México, aparece en 1931 y se inscribe en lo que la historia de la literatura mexicana ha llamado “Novela de la Revolución”. En la compilación que hace Antonio Castro Leal en 1958, y donde se nombra por primera vez al género como tal, se incluye también este texto híbrido en el que, de acuerdo a Joaquín Aguilar Mora en su prólogo a Cartucho, “se funden la singularidad autobiográfica, el anonimato popular, la relación histórica, la transparencia literaria y la crónica familiar” (Aguilar en Campobello, 2000: 17).
Cartucho narra, en 33 estampas, fragmentos o fotografías, como se les ha llamado, la Revolución desde la perspectiva de una niña que presencia el paso de las tropas villistas por su pueblo. Menciona Avechuco Cabrera que, en una entrevista con Emilio Carballo, Nellie Campobello admitió que la intención de Cartucho era “vengar una injuria” (Avechuco, 2017: 72), la injuria del desprecio con el que se hablaba de los villistas y el lugar al que había sido relegado Pancho Villa en la narrativa oficial de la Revolución mexicana. No obstante, el libro no tiene pretensiones de validez histórica, no hay una aspiración, digamos académica, de fijar ciertos hechos sino “sacarle brillo a una figura vetada” (Avechuco, 2017: 74). Dicho de otra forma, el texto de Campobello es una larga réplica, una respuesta a la “historia oficial”, a la vez que un re-hacer de la misma.
Por otro lado, Antígona González se escribe en 2011 en Tampico, Tamaulipas. La génesis del texto parte de una conversación entre la actriz Sandra Muñoz y la autora, Sara Uribe, en la que Muñoz le pide que escriba un monólogo que retomara la Antígona de Sófocles, pero adaptada al contexto de lo que estaba ocurriendo en esos años en Tamaulipas. Uribe menciona que “el hecho que detonó mi escritura fue el descubrimiento, el 6 de abril de 2011, de las fosas de San Fernando”. Antígona González es el relato fragmentario y polifónico de la búsqueda del cuerpo desaparecido de su hermano, en el contexto de la Guerra contra el narcotráfico. El texto parte de una estrategia de des-apropiación y re-escritura de textos anteriores como El grito de Antígona de Judith Butler, La tumba de Antígona de María Zambrano, Los fuegos y Antígona o la elección de Marguerite Yourcenar y Antígona Vélez de Leopoldo Marechal. Al igual que Cartucho, es un texto híbrido, uno que incluye rasgos del teatro, fragmentos de textos periodísticos, pasajes líricos y recupera las voces de los familiares de desaparecidos. El texto cierra con una dedicatoria: “A todas las Antígonas y Tadeos, a los miles de desaparecidos en una guerra injusta y, por supuesto, inútil. Sin justicia no hay descanso posible. Ni remanso alguno” (Uribe, 2012: 113). Partiendo de esto, Antígona González también es una réplica en ambos sentidos, una respuesta a la violencia y un re-hacer de textos anteriores.
A pesar de que son textos distintos con estrategias narrativas propias, tanto en Cartucho como en Antígona González existen trazos que permiten tocar uno y otro y vincularlos a partir de criterios literarios, estéticos y discursivos. Para contrastarlos se proponen tres elementos a partir de los cuales se hará el análisis: la narradora-testigo de hechos violentos, la forma en que estos se narran y el lugar de enunciación desde el que se narra y escribe la violencia.
Narradora-testigo
Tanto Cartucho como Antígona González están narrados por una voz femenina. Una niña que atestigua a los villistas que atraviesan su pueblo y una mujer en busca del cadáver de su hermano desaparecido, respectivamente. El género de la narradora ya implica una ruptura con el orden. Tradicionalmente, la violencia se ha narrado por y desde una posición de enunciación masculina y/o extradiegética. Una de las críticas más sonadas durante la publicación de Cartucho es que Campobello estaba escribiendo “literatura de hombres” (Manuel Pedro González). La representación de la violencia en ambos textos difiere de otros de su mismo género, narrados por hombres-adultos, porque está atravesada por un contrapunto femenino y fragmentario, ¿cómo vivieron, ellas, las guerras desde los márgenes de la lucha?
La narración en Cartucho es esencialmente lúdica. Esto se contrapone a la seriedad y pesimismo con que se narran los hechos violentos, sobre todo dentro del contexto de las novelas de la Revolución. El espectáculo de la violencia está presente todo el tiempo y los lectores acceden a él a través de los ojos de una niña. “Ciertamente la obra no escatima detalles a la hora de describir a los caídos en la guerra; por el contrario: se regodea en la expresión de los muertos, en el color de las vísceras y la sangre, en el hedor de los quemados” (Avechuco, 2017:79). No obstante, Cartucho también permite que se descubra la subjetividad de los soldados. El grupo villista se aborda desde el interior de su dinámica y no partiendo de nociones ajenas.
Para la niña-narradora, la Revolución y la violencia que esta conlleva no representan una novedad, sino que son un estado frecuente y habitual. Por eso, la narradora no condena las prácticas violentas ni intenta explicarlas, esta cosmovisión implica, entre otras cosas, “un acercamiento a la violencia despojada de tabúes y prejuicios” (Avechuco,2017: 82). Una de las estampas más memorables “Desde una ventana” se centra en la relación que la niña-narradora establece con el cuerpo de un fusilado que se encuentra afuera de su ventana: “Como estuvo tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, caído hacia su izquierda con las manos en la cara, durmiendo allí, junto de mí. Me parecía mío aquel muerto” (Campobello. 2000: 37).
Menciona Aguilar Mora que con aquella distancia infantil “la narración denunciaba y ridiculizaba los juegos de los adultos donde se mata, se ejecuta prisioneros, se asesina, se masacra con una legitimidad que no tiene otro sustento que la supuesta seriedad de la edad madura” (Aguilar, en Campobello, 2000: 19).
Por otro lado, Antígona González toma su nombre de la tragedia de Sófocles. En el texto de Uribe, esta es una mujer que, a través de su propia historia e intercalando las voces de otras y otros, relata la búsqueda del cadáver de su hermano Tadeo desaparecido en Tamaulipas. Tadeo es también su interlocutor (ausente) en el texto: “No querían decirme nada. Querían huir de la ciudad. Por eso muchas casas están abandonadas, las puertas tienen candados pero adentro aún hay muebles, porque en la huida sus habitantes… ¿Ves la ironía, Tadeo? Ellos sólo quieren desvanecerse y que los últimos ojos que te vieron no los miren” (Uribe, 2012: 17).
Antígona-narradora es un personaje alegórico, es la sinécdoque de quienes no encuentran a sus parientes mientras que Tadeo es, a su vez, todos los desparecidos.
En este texto el espectáculo de la violencia está ausente, al igual que los cuerpos. La violencia no se manifiesta a través de fusilados o tripas o soldados muertos, como en Cartucho, sino en el vacío y en el silencio: “No querían decirme nada. Como si al nombrar tu ausencia todo tuviera mayor solidez. Como si callarla la volviera menos real. No querían decirme nada porque sabían que iría a buscarte […]. Nuestro hermano mayor y tu mujer diciéndome que Ninguno había acudido a las autoridades, que Nadie acudiría, que lo mejor para todos era que Nadie acudiera” (Uribe, 2012: 22).
La narradora trae la voz de otros a la materialidad de un texto compuesto de desapropiaciones mientras que, a la vez, asume la posición de enunciación en estos: “ella no tiene lugar pero reclama uno desde el discurso”, “¿Quieres decir que va a seguir aquí sola, hablando en voz alta, muerta, hablando a viva voz para que todos la oigamos?” (Uribe, 2012: 27). Williams menciona que Antígona González encarna la desolación colectiva, la vulnerabilidad y la precariedad de aquellos que sufren una doble pérdida: la ausencia del cuerpo de un ser querido, por un lado, y el sentido inexplicable de abandono e invisibilidad condicionados por la indiferencia de un estado destripado (Williams, 2017:10).
En ambos casos las narradoras no son protagonistas de la violencia, pero la atestiguan y son atravesadas por ella. En los dos también se da una suerte de colectividad con las voces de otras mujeres. Muchas de las historias que cuenta la niña-Nellie no son producto de su experiencia directa, sino anécdotas que ha escuchado de su mamá o de otros personajes. A partir de estas, ella realiza la función social de articular la historia de otras personas y termina reproduciendo una cosmovisión colectiva (Parra, 2005: 55). Por otro lado, en Antígona González esta colectividad se da directamente en el texto con la consecuente subversión de la función del narrador como el eje único de construcción de significado. Otras personajes-hablantes atraviesan el texto: “Soy Sandra Muñoz, vivo en Tampico, Tamaulipas y quiero saber dónde están los cuerpos que faltan” (Uribe, 2012:14) o “Le di la bendición. Me dijo: ‘luego vengo mamá’. Después supimos que no había llegado el autobús. Imagínese. Está casado, tiene tres niños y una niña. Me la paso pensando en él. Tristeando” (texto de Sanjuana Martínez publicado originalmente en La Jornada, Uribe, 2012: 83).
Lugar de enunciación
El lugar de enunciación de ambos textos es doblemente marginal: primero porque se percibe la violencia desde la voz femenina, actores marginales en la guerra, y segundo, porque las narraciones se localizan fuera del centro nacional: en Chihuahua y Tamaulipas específicamente. Tanto en Cartucho como en Antígona González se habla de una violencia ligada a un territorio.
En Cartucho, Campobello ofrece la voz de los subalternos, mujeres, niños y niñas, pero doblemente subordinados dentro de la narrativa oficial por relacionarse con los villistas. La versión oficial de la Revolución supone para Campobello “el resultado de una revisión interesada del pasado” (Avechuco, 2017: 70) por lo cual, cuando menciona los relatos oficiales, no los categoriza como historia sino como leyenda o mito. Por ejemplo, en la dedicatoria, “A Mamá, que me regaló cuentos verdaderos en un país donde se fabrican leyendas” (Campobello, 2000: 5). El término ‘cuento’ se toma como verdad histórica porque son experiencias propias mientras que las ‘leyendas’ implican, en este contexto, un artificio, una pre-fabricación que legitima el poder del centro.
Cartucho se ubica en los márgenes de lo hegemónico, tanto geográficamente como en un posicionamiento estratégico de enunciación. De esta forma contraviene las voces que habían establecido una narrativa “oficial” de la guerra revolucionaria. La niña–Nellie se inmerge en un universo que entiende el conflicto de forma distinta, una forma más regional y colectiva. El texto resalta la importancia de la comunidad “cuya voz habla y teje lazos de solidaridad de diversa índole, pero siempre inquebrantables” (Vanden Bergue, 2013: 89). La voz de la colectividad es la que se oye en los rumores, en las leyendas y en las palabras que escucha y transmite Nellie, quien opta por la marginalidad como estrategia de defensa y ataque.
Asimismo, Antígona González se sitúa en el centro, pero también en el margen de la guerra contra el narcotráfico y en su frontera. Aunque ambos son igualmente violentos, no es lo mismo una narración sobre fosas clandestinas en San Fernando, Tamaulipas que una sobre los secuestros en la Ciudad de México. La misma Antígona debe posicionarse en este límite para narrar la desaparición “ella está muerta pero habla” (Uribe, 2012: 27). El lenguaje mismo se trastoca por la violencia. En un artículo publicado en Pie de Página, Sara Uribe hace una crónica de su mudanza a la Ciudad de México después de vivir los años más crudos de la guerra en Ciudad Victoria:
A la par, el lenguaje también comenzó a desaparecer y a aparecer: a mutar. El lenguaje se negó a quedarse inerme. Así, los narcos fueron los malos, los malitos, ellos; los martes de tiroteos advertidos en mantas fueron los martes negros; las balaceras y persecuciones intempestivas fueron fiestas: ya empezó la fiesta, hay fiesta por mis rumbos, decían, por no decir, por no nombrar, porque el peso del lenguaje, la consistencia exacta de un sustantivo, podía derruir la realidad, el sentido, el mundo entero de ciudades y personas que jamás se imaginaron vivirían para ver sus calles llenas de muertos (Uribe, 2017).
La identidad del Noreste
¿Qué significa escribir hoy en ese contexto? Menciona Cristina Rivera Garza que México inicia el siglo xxi como antes el xx: “padeciendo la reformulación de los términos de la explotación capitalista y reconfigurando también los términos de su resistencia, igual que en la Revolución de 1910” (Rivera, 2013: 20). ¿Qué ha cambiado –o no– desde la escritura de Cartucho para que pueda surgir un texto como Antígona González y que ambos dialoguen? En primer lugar, Sara Uribe lo ha dicho, la guerra misma trastoca el lenguaje y, por consiguiente, la forma en que aprehendemos el mundo. Los horrores de la Revolución se traslapan a la Guerra contra el narcotráfico. En segundo, los actores marginales de la violencia, principalmente las mujeres, siguen siendo atravesadas por esta y reclaman una voz desde el discurso. En tercero, los lugares de enunciación no son arbitrarios, parten de un territorio ajeno al centro que se ha construido por y a pesar de esta violencia. Esta marginalidad deja ver formas de aprehender el mundo muy distintas que constituyen una especie de contramemoria de la guerra. Dice Sara Uribe (2017): “Se trata de construir con palabras un sitio para la memoria. Se trata, en efecto, de nombrar los vacíos para hacerlos visibles”.
REFERENCIAS
Avechuco, D. (2017). “La Revolución narrada desde los márgenes: representaciones anómicas de la violencia en Cartucho de Nellie Campobello” en Literatura Mexicana, 28: 69-98.
Campobello, N. (2000). Cartucho: Relatos de la lucha en el Norte de México. Ciudad de México: Era.
Parra, M. (2005). Writing Pancho Villa’s Revolution: Rebels in the Literary Imagination of México. Austin: University of Texas Press.
Rivera, C. (2013). Los muertos indóciles. Ciudad de México: Tusquets.
Uribe, Sara. (2012). Antígona González. Oaxaca: Sur+ ediciones.
Uribe, Sara. (2017, febrero 25). “Estábamos en eso de salvarnos” en Pie de Página. Recuperado el 16 de febrero de 2019 de: https://piedepagina.mx/estabamos–en–eso–de–salvarnos.php
Vanden, K. (2013). Homo ludens en la Revolución. Una lectura de Nellie Campobello. Ciudad de México: Bonilla Artigas Editores.
Williams, T. R. (2017). “Wounded Nation, Voided State: Sara Uribe’s Antígona González” en Romance Notes, 57: 3-14.
Zamudio, L. (2014). “El Amor Vivificante de Antígona González de Sara Uribe” en Romance Notes, 54: 35-43.
Zyanya Dóniz Ibáñez. Es licenciada en Letras Hispánicas por el Tecnológico de Monterrey. Tiene 22 años. Es duranguense pero vive en Monterrey. Sus temas de interés son la literatura escrita por mujeres, la gestión cultural y las chick flicks. Ha participado en varios proyectos de investigación literaria y lingüística. Pero en realidad su verdadero amor es escribir. Actualmente está comenzando su primera novela.
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