Elma Correa
Ah, las humanidades, ese receptáculo de confundides. En cada generación de aproximadamente quince insufribles, siempre hay una comunicóloga desorientada por las optativas, cinco vagos que se encuentran cómodos envueltos en el misterio de la oscuridad, tres que fajan, la del spoken word y la que toca los bongós, y todes, en el arrobo de la inspiración lanzan dardos de obviedades hasta confundir su rabia de pupitre con las sombras; luego, están dos que escriben sendos truños al respecto, crónica y minificción; la que propone jugar “adivina qué poeta” con plumas modernistas; y otra, la que hace una pipa con la bombilla.
Ah, las carreras en literatura, ese aspersor de bonachones y bonachonas con iniciativa. También de taxistas, bibliotecarias, promotoras, revistas fugaces, resentides del sistema, dramaturgas experimentales, colectivas poéticas, sectas y discípulas, enfermedades de transmisión sexual, profes de español, becarias del PECDA y lugares alternativos de mucha novedad multidisciplinaria, con café quemado los jueves de lectura en voz alta y ponche loco el sábado de performance.
Naces, creces, si eres afortunada ingresas a la universidad, egresas, te obligan a ser productiva, agonizas de insatisfacción a lo largo de tus mejores años, te marchitas, tus ruegos son escuchados y mueres. Integrarse a la vida laboral en áreas donde resulte posible desarrollar las competencias adquiridas durante cuatro años de formación profesional en cualquier campo de conocimiento es una proeza que cuando se logra, pocas veces es acompañada de un salario suficiente, prestaciones o seguridad social.
Frente a este panorama, hay que salir a la caza de las oportunidades. Así, la egresada de licenciaturas tales como Lengua y Literatura de Hispanoamérica, no temerá al pluriempleo ni a la vida freelancera. Será creativa, arrojada, tenaz. O por lo menos ocurrente, atropellada y necia.
Donde se necesite una redactora, una correctora, una presentadora, una articulista, una reseñista, un opinador. Donde ofrezcan galletitas y se pueda repetir. Donde haga falta una moderadora, un orador y hasta una narradora oral. La egresada de Lengua y Literatura de Hispanoamérica, consciente de la complejidad inherente en la denominación de su licenciatura, evitará líos al prójimo y siendo cuestionada sobre su educación, responderá lisa, llana, coloquialmente: “¿Eh? ¿Yo? Psss, estudié letras”.
La egresada de letras, heroína anónima de nuestro tiempo. Quita y pone tildes a destajo, ajusta comas, saca copias, borronea cacofonías, murmura a los clásicos mientras reescribe con diligencia textos que parecen dictados por una cabra subnormal a un generador de balbuceos.
La egresada de letras no persigue el glamour. Se contenta con no haber egresado de filosofía.
La egresada de letras promedio, impelida por las exigencias de la vida adulta, obtendrá un empleo de ocho horas. Vaya Beckett a saber en qué. El cheque, estrecho pero rendidor, cubrirá las cuentas, pondrá latas de atún en la alacena, algo de cerveza en el refrigerador y cartuchos de tinta en la impresora.
Pero no es suficiente para henchir su pecho: en sus bolsillos anidan todas las pelusas y en su firma no implosiona el seudónimo perfecto. Quién puede escribir la obra que la humanidad espera si no puede pagar el ocio, la recreación. La egresada de letras conseguirá chambitas. Dinero extra que le permita viajar, conocer el peligro, tener aventuras, borracheras épicas, sexo casual. La vida interior y la imaginación no pueden subirse a Instagram.
Si bien es cierto que el mercado del ensayo final va escandalosamente al alza, una de las chambitas que más demanda a la egresada de letras es el taller literario. Que otorga a partes iguales vilipendio, incomprensión y cantidades irrisorias de efectivo.
Aunque la egresada tiene capacidad, de acuerdo al plan de estudios vigente de la Facultad de Humanidades de la Honorable Universidad Autónoma de Cualquier Estado, de “desarrollar criterios y técnicas didácticas mediante estrategias pedagógicas actualizadas, considerando un compromiso ético con la comunidad para la enseñanza de la lengua y la literatura”, y posee amplia “sensibilidad hacia los fenómenos sociales del entorno y la tolerancia hacia la diversidad”, el ejercicio del taller es un evento incomprensible en sí mismo, cuyo sentido es directamente proporcional a la rapidez del trámite de pago.
Igual que Simba perdiendo la inocencia frente a su padre muerto, como años atrás lo hiciera Bambi ante el cadáver de su madre, impartir talleres de literatura en cualquier momento de la trayectoria del egresado de letras, es un rito de paso. Confrontarse con la propia estupidez y escaso talento lo volverá, forzosamente, más cínico o más piadoso: de un taller de literatura no se sale indemne jamás.
Entre el amplio espectro de egresadas de letras, sobresalen algunos perfiles. Se logra reconocer a la egresada de letras dedicada a la tortura de pequeñines que todavía no aprenden las vocales, con medios tan aberrantes como la discografía de Tatiana o, si es cosmopolita, Hanna Montana. Sí, imparte un taller comunitario pagado por el municipio.
Allá, se vislumbra una sala de lectura llena de voluntad, pero vacía de buenos libros y lectores. Sí, se trata de aquella egresada que intenta llevar a su barrio un poco de lo que obtuvo de sus maestros. El empujoncito es de Sedesol, donde hay que agradecer a un aficionado a los arrancones que no logró graduarse como técnico en computación y gana seis veces más que nuestra egresada de letras, que haya puesto a su colonia en el padrón de zonas vulnerables beneficiarias del presupuesto de cultura asignado al combate de la deserción escolar.
Más cerca de lo deseado, vemos al egresado de letras que se desempeña en el sector privado de la educación media superior, alternando sus días libres con el egresado de deportes, donde ambos arrancan más suspiros y material para puñetas que buenos enunciados, suficientes abdominales o cambio para el autobús.
A lo lejos, emerge una figura, es la egresada de letras que va llenando de piedritas el buche de su currículum gracias a las instituciones culturales. De recorte en recorte, de administración en administración, los funcionarios de la cultura han cambiado a los autores de renombre (otra dudosa categoría), por actividades que pretenden la apertura del espacio a los jóvenes valores de la comunidad, pero que buscan llenar formatos de reporte y alcanzar los números mensuales. Lo anterior, gracias a talleres que sin duda pasarán a la cumbre de los títulos, v. gr., “Del salón al oxímoron, encuentra lo que rima con caparazón”.
Si el egresado de letras tiene aspiraciones, llevó optativas de publicidad y cada semana asiste a la reunión de jóvenes emprendedores con su prima Vivi, la que salía con el presidente de la sociedad de alumnos de administración de empresas pero que en el congreso sobre el rol de las nuevas plataformas tecnológicas en el comercio del aceite de riñón de koala polidáctilo para la industria cosmética globalizada, conoció a un pasante de negocios internacionales, que además de visionario, hace crossfit; si es así, cuidado, estamos delante del mirrey de los egresados. Sus estrategias de marketing prometerán el dominio de la lectura veloz en seis pasos, a razón de 12, 873 palabras por minuto. Ofertará convertir incautos en novelistas, en tres sesiones, por miles de pesos.
Intentar enseñar a crear literatura a un grupo de seres humanos lo bastante torcidos como para pensar que pueden aprenderlo es una de las formas más nobles de causar daños irreparables. La estructura del taller tradicional, donde el instructor es una especie de falso Prometeo, obligado las más de las veces a lidiar con el exhibicionismo sentimental de grupos donde caben señoras de todas las calañas, chavorrucos que no superan a José Agustín, adolescentes que vieron On the road y creen que es una adaptación de Los detectives salvajes porque no conocen las novelas, caribobos con cerebro de chorlito, tipos opacos de dudosas intenciones. Fauna que en general, si la cosa va de leer, preferiría no hacerlo.
En el extremo opuesto, resplandece la escena de los laboratorios de escritura vivencial que privilegian lo sensorial por encima de lo intelectual. La consigna se parece mucho a un enérgico “al diablo, pensar es para los débiles, hagamos de cavernícolas”, seguido de un golpe en la mesa. La carta descriptiva, una servilleta manchada con grasa de chorizo, es un vertedero de payasadas que incluye sesión de eructos, maromas poéticas, bofetadas con trozos de carne cruda, abductonarración, psicodrama, fonemas visuales, aullidos en equipo y el asalto de espacios públicos en nombre del arte.
En la batalla por la supervivencia nada está escrito. Pero la egresada de letras ha protestado responsablemente cumplir su función para con la sociedad bajo su palabra de honor, so pena de que se lo demanden. La egresada de letras está facultada para distinguir el buen tratamiento de una anécdota y la música que subyace al verso, mas no para detener una clase en medio de un ripio y espetar a los casos perdidos que ocupen sus tardes haciendo repostería. Alguien les tiene que decir. Seguro. Esas personas no deberían dormir tan tranquilas por la noche y la corrección política no debería interferir con la honestidad.
Para la egresada de letras, los eufemismos, los sueldos irritantes, los participantes y su propio papel como instructora de cualquier cosa, son tan absurdos como la sopa de berenjena encapsulada. ¿Es preferible que se erradiquen los talleres de literatura impartidos por egresadas de letras? ¿Deberían fomentarse y multiplicarse? ¿Cuántas egresadas de Lengua y Literatura de Hispanoamérica se necesitan para cambiar un foco? ¿Sigue vacante esa plaza? ¿Es de medio tiempo? Yo estudié letras, no sé contar. Pero podemos armar un taller.
Elma Correa. Narradora. Escribe cuento y crónica. También coordina un encuentro internacional de escritores y gestiona la cuenta de Ig @habitaciones_propias, una comunidad virtual donde las mujeres del mundo comparten los espacios donde crean. Ha sido becaria del Fonca y del PecdaBC y sus textos se han publicado en diversas revistas literarias y antologías nacionales e internacionales. Tiene tres gatitos de nombres pretenciosos: Calypso, Perec y Molloy. Que parezca un accidente (Nitro/Press, 2018) es su primer libro de relatos.
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