Confluencias V. “La idea de habitar. Germinar, mortalidad y memoria”

Lourdes Zambrano

Tu hogar no es donde naciste, el hogar es donde tus intentos de escapar cesan.
Naguib Mahfouz, The Journey of Ibn Fattouma

Después de visitar dos veces la Casa de la Cultura de Nuevo León, en enero de este año, la pregunta con la que salía de ahí era la misma: ¿en alguna época ha sido la casa un lugar seguro para la mujer? Y si nunca lo ha sido, el conferirla al espacio doméstico, ¿fue con dolo?

La antigua estación de tren se convirtió en un espacio de reflexión sobre la intimidad femenina, sobre el hogar, primero el físico y luego el figurado, a través de las obras de Miriam Medrez, Mayra Silva y Karla Leyva, quienes apelaron a la idea de habitar, en donde quedó claro que la morada es todo menos acogedora.

Rocío Cárdenas desarrolló el guion curatorial de Confluencias V. La idea de habitar. Germinar, mortalidad y memoria, la exposición colectiva a la que invitó a estas tres artistas regias, por nacimiento o adopción, de generaciones distintas, con acercamientos formales y conceptuales también distintos. La curadora lo resumió bien con la frase de la poeta y cineasta iraní Forough Farrokhzad: “Si vienes a mi casa, amor, tráeme una luz y una ventana”. La casa es un lugar oscuro.

Los vestidos invertidos de Miriam Medrez tienen un aire de atemporalidad, ella en lugar de hablar del hogar de cemento y block, habla del hogar corporal. Las esculturas de la artista me remitieron de inmediato al sarcófago, al corsé, al clóset. Pero también al útero, a los huesos, a la sangre, a las marañas y al desierto en el que se puede convertir la morada. ¿Acaso un desierto de palabras? La serie “Vestidos invertidos”, que realizó entre 2012 y 2013, dejó claro que las mujeres suelen tener una relación complicada con su cuerpo. La torre-casa con la que se iniciaba el recorrido fue construida como si fuera un pequeño edificio de tela, con una pared abierta para que se pudiera ver el interior, en donde estaba bordada la figura de una mujer, a veces en la cocina, otras en la recámara. En las decenas de nichos en los que se podía husmear sólo encontré una posición de gozo. Había algunas neutras, y muchas otras angustiosas. Resguardarse del resguardo. El cuidado al detalle y la destreza en la construcción de estos vestidos, uno de crochet, otro de yute, otros de tela bordada o de tela rellena, podían distraer momentáneamente del fondo para apreciar la forma. Las piezas podrían fácilmente conversar con las de Sarah Lucas y Kiki Smith, artistas del entorno anglosajón que también han usado el cuerpo femenino como su tema central, utilizando materiales similares.

Medrez abordó la maternidad (úteros, semillas, orificios, placentas), y el deterioro que sufre el cuerpo tras dar a luz (vejigas, matrices, huesos), o el cuerpo como protector de la vida (capullos). Fue la última escultura, una hecha con radiografías de los huesos del cuerpo, la más cruda. La referencia más obvia hubiera sido La columna rota, de Frida Kahlo, pero en el México del 2020, donde las estadísticas de 2019 sobre la violencia contra las mujeres a nivel nacional señalan que 2 de cada 3 han sufrido agresiones de algún tipo, el 48% a manos de su pareja, ya no sólo es la columna rota de Frida, sino la de miles.

Los vestidos invertidos de Medrez me hicieron preguntarme cómo habrá sido la relación de una mujer con su cuerpo en Mesopotamia, o en el Antiguo Egipto, o en Mesoamérica. Al final de cuentas, la relación que hoy tenemos las mujeres con nuestros cuerpos no sólo es nuestra, es la de todas ellas, las que estuvieron, porque pareciera como si desde siempre el hogar ha sido igual de letal. Y si no es en casa en donde las mujeres están seguras, ¿entonces en dónde es? Al ser una necesidad básica el tener un techo donde dormir, convertir la morada en la pesadilla raya en el sadismo. ¿Si el hogar no es el espacio seguro para las mujeres, entonces cuál es? Aunque la curadora, Rocío Cárdenas, señalara en el texto de apertura que utilizó el concepto de casa como espacio de nacimiento, intimidad, descanso, intercambio, muerte y memoria, fue complicado para mí encontrar ahí descanso.

Para Mayra Silva el único refugio, que no descanso, son las palabras, quizá porque para ella las palabras siempre han sido el corazón de su trabajo. La intimidad femenina dentro del espacio físico que le fue asignado, la casa, tiene un rasgo característico según Silva: el secreto. La frase “si las paredes hablaran” la lleva a una realidad material con su serie “In a desert I descend” (En un desierto descendiendo), con frases grabadas en una pared blanca, como si fuera una placa de madera o de piedra, que no resalta con ningún color, ni siquiera con el negro. El efecto es que pasen desapercibidas para quien no quiera ver. ¿Qué mensajes ocultos guardarán las casas en sus paredes? “Los mismos trucos asimilados. Y todos sabiendo la respuesta”, se lee en una de las intervenciones a muro de Silva, realizada en 2011. Pero no sólo guardan palabras y mensajes, pueden guardar incluso cadáveres. Ese recurso ha sido utilizado en series policiacas y películas de crímenes. La ficción siempre echa mano de la realidad.

Las intervenciones al muro me remitieron al siglo 19, cuando la casa era, definitivamente, el lugar de la mujer. Las características arquitectónicas del espacio terminaron de darle el toque decimonónico a la técnica. Las hermanas Dashwood compartían sus penas e intimidades en otra de las grandes protagonistas de la historia de Jane Austen: la casona de la que fueron despojadas por herencia. ¿Habrían guardado algún mensaje secreto?

Mayra Silva también recurrió a Forough Farrokhzad, incluyendo un video breve en donde se ve una pequeña libreta en la que una mano anónima escribe: “Hundiré en el jardín mis manos”, título de uno de los poemas de la iraní, así como el primer verso del mismo. Para Farrokhzad su hogar fueron también las palabras, ese refugio de libertad que no encontró en otra parte. Presa del machismo familiar y gubernamental, Farrokhzad dejó Irán por ser rebelde, por escribir sobre la libertad, una libertad que ni al patriarca familiar, ni al patriarca social le convenía. Dejó su nación, la casa, para emanciparse. Porque la mujer fuera de la casa fue una práctica con el sello del siglo XX.

La artista presentó una pieza sonora colocada, acertadamente, en las crujientes escaleras de madera de la Casa de la Cultura. De apenas unos minutos, la grabación sonora subió su grado de dramatismo gracias por el espacio físico en el que se presentó. ¿Serán portazos? ¿Golpes? ¿Martillazos para clausurar la puerta o la ventana con clavos?

La curadora decidió colocar la instalación “No puedo poner a la memoria en otro lugar”, una carretilla llena de escombros, hasta el final. Las casas también se derrumban, aunque tarden siglos, una casa no necesariamente es un bien perenne. Tampoco la prisión que ésta representa.

La contundencia de las piezas de Miriam Medrez es un reflejo de su largo camino dentro de la escultura, pues se mueve como pez en el agua en las tres dimensiones. Sus vestidos invertidos fueron los protagonistas indiscutibles del espacio. La selección de materiales, diversos tipos de textiles y tejidos, los convirtieron en lenguaje universal. Como dice la estudiosa de los textiles, Beverly Gordon: “Ser humano significa estar involucrado con una prenda”, del pañal a la mortaja. En el caso de Mayra Silva, su abordaje conceptual, el secreto detrás de las paredes, lo tradujo en soportes intangibles: una pared del propio espacio expositivo que podría haber pasado desapercibida para alguna persona distraída, o el audio de las escaleras. En el caso de los materiales utilizados por Karla Leyva fueron el extremo opuesto a lo rústico o histórico de los textiles, con piezas fabricadas con látex, fotografías digitales, pantallas de fibras sintéticas, inventos del siglo XX. Sus instalaciones más que piezas de museo, recordaban a espacios de otros ámbitos, como la sala de espera de un consultorio médico o de una clínica dermatológica, o un estudio de fotografía.

El tono, la forma y el tema que Karla Leyva escogió gritan contemporaneidad, hablan de finales del siglo XX y principios del XXI. El encierro puede ya no ser físico, puede ya no suceder en casa, pero sigue ahí; el claustro permanece y la mujer lo carga a donde quiera que vaya: es su cuerpo.

Su serie “El capitalismo de las apariencias”, de 2019, está armada a partir de moldeadores de glúteos, de mascarillas faciales doradas con colágeno, de mascarillas antienvejecimiento y para blanquear la piel. La instalación de cierre, “Capítulo I: cuerpo reflectante”, es un escenario listo para una sesión de fotos que en el 2020 ya no ocurre en un estudio profesional, sino en la sala de su casa, listo para subirse a redes sociales. Todos estos procedimientos estéticos son necesarios para tener un cuerpo de tentación, según el canon capitalista-patriarcal, que ejerce el biopoder en el cuerpo de todos, pero particularmente en el de la mujer. Ése siempre hay que regularlo, disciplinarlo, domesticarlo, mejor aún si ella no se entera que se le está simbólicamente aprisionando: debes existir así, o no existir, una situación que causa infelicidad y angustia existencial, que no es cosa menor.

En Monterrey, la violencia también se esconde en las paredes, se carga en el vientre y se exhibe en el cuerpo. El confinamiento cuasi obligado, por culpa de la pandemia del siglo, volvió a colocar el tema de la casa como un lugar de peligro, más que de sosiego. La violencia que no se acaba. ¿Cuándo será la casa un lugar seguro para la mujer? Ojalá en el futuro pueda visitar otra exposición que aborde cómo nos adueñamos de la casa, la de carne y hueso, y atestigüemos el haber encontrado un hogar en donde nuestros intentos de escapar cesaron.

 


 

Lourdes Zambrano. Periodista especializada en arte contemporáneo, diseño, arquitectura, mercado del arte, gestión y política cultural. Por más de una década ha escrito sobre el mundo de las artes visuales en México y Latinoamérica, así como sobre sus protagonistas. Ha publicado en El Norte, Reforma, Lado B, Animal Político, Revista Accent, Vertebrales.