Andrea M. Pérez González
Cuando Cristina Rivera Garza llegó a Estación Camarón en el año 2017, ya no había nadie ahí. De la localidad fantasma al norte de Nuevo León, que el siglo anterior había tenido una vida obrera activa, quedaba solo un faro destrozado y un perro mirando a lo lejos el declive de un municipio fronterizo que no aparece ya en el mapa. Esta tierra seca protagoniza Autobiografía del algodón (2020), una novela en donde se mezclan, a partes iguales, el testimonio documental, la herencia de la historia familiar y el diálogo intertextual con otras obras.
Rivera Garza llegó a donde ochenta años antes había llegado José Revueltas. Escribió Autobiografía del algodón para la tierra que trabajaron sus ancestros, como Revueltas había dedicado El luto humano a la huelga de los obreros del Sistema de Riego No. 4. Pero detrás de esta conexión que tiene un punto de arbitrariedad, incluyendo el descubrimiento del vínculo entre su genealogía y ese desierto mancillado por distintos sistemas de producción a lo largo del siglo XX, hay una elaborada configuración de la poética que la escritora tamaulipeca ha venido trabajando desde Nadie me verá llorar (Tusquets, 1999), especialmente en su bien conocido entrecruzamiento entre el discurso histórico y el mundo de la ficción.
Pero aun conociendo la obra de Rivera Garza, nada prepara a la lectora de Autobiografía del algodón para el golpe –el arrebato– que provoca el paso del registro literal de un telegrama –el sonoro “VULNERAN CONSTITUCIÓN Y PRINCIPIOS REVOLUCIONARIOS DERECHOS HUELGA CONSAGRADOS CARTA MAGNA” (p. 42)–, amparado por el estoicismo del documento y el archivo, a la sensibilidad del lenguaje con el que se restituyen las voces y las vidas de una serie de personajes que forman parte del imaginario íntimo de la escritora:
Si pudiera, se metería en sus silencios. Si pudiera, le quitaría ese peso que le cae de repente de no sabe dónde y le desvanece la risa. Y ya te dije, José María, te lo he dicho tantas veces, cómo me gusta cuando te ríes. Los ojos te brillan y te brillan los labios, la cara entera, el cuerpo. Cuando te ríes eres la mejor cosa que le ha pasado a la vida. Si pudiera le diría algo así, pero no puede o no quiere. (2020: 13-14).
El camino migratorio que trazaron sus ancestros –las manos de ellos, los vientres de ellas– no dejó huellas. Tampoco hay nombres en sus tumbas. El anonimato de las fosas comunes y su vínculo con los estragos de la guerra contra el narco solo se puede suprimir en el terreno de la ficción. Ahí es donde somos testigos del miedo que acecha a una mujer embarazada en una tierra con agua contaminada; o de la afirmación de la vida ante la muerte de un hombre que, después de ayudar a amontonar cadáveres infectados por la gripe, hace el amor con su mujer en el cuarto de un lujoso hotel vacío por el horror de una pandemia.
Una de las vetas más interesantes de Autobiografía del algodón es la del camino que recorre la autora durante la escritura de la novela, un camino que se engarza en la narración del mundo de la ficción y la revitalización de los documentos. Como ya lo ha dicho en varias ocasiones, Rivera Garza no teme mostrar las costuras de su escritura, por lo que el recorrido que empieza en los libros –con las variadas referencias y diálogos que se establecen con José Revueltas, Gloria Anzaldúa o Jalal Toufic–; pasa por los archivos, lo que resulta en la inclusión de fotografías y telegramas; y termina en la narración de su propio viaje por las tierras que se habían convertido ya en una protagónica obsesión. El roadtrip que la lleva a descubrir las relaciones entre cuerpo y texto invitan a una lectura comprometida, pues no hay duda del impacto que la escritura de esta novela tuvo en la vida de la autora. Después de encontrar un registro documental del matrimonio de su abuelo, en donde se atestigua que estaba “acusado el primero del rapto a la segunda” (2020: 77), Rivera Garza deja sobre la página el proceso de asimilarse como parte del linaje de violencia que incluye a tantas mujeres en nuestro país:
Tal vez si no hubiera estado relacionada de ninguna manera a México, la palabra rapto no habría tenido el peso criminal y siniestro que me obligó a sentarme, primero, y a querer salir de la habitación a toda prisa después. Perdí toda capacidad de expresión y corté de tajo toda conexión con el mundo. Lo único que pude hacer por un buen rato fue caminar y esconder la cara. Caminar a toda prisa, como si tratara de huir. Escabullirme. Liberarme. Muchos meses más tarde, cuando Saúl se decidió por fin a preguntarme qué pasó entonces, aquella tarde funesta de Mérida, pude contestarle. Mi hermana murió asesinada un 16 de julio de 1990. Para mí la guerra inició ese día. (2020: 77).
Cristina Rivera Garza usa la escritura como instrumento para devolver la voz al campo que trabajaron sus abuelos, y su entendimiento de lo que constituye una novela le permite equiparar la imaginada atmósfera de dolor y calidez en donde se gestan vidas que luego se pierden, con el testimonio documental que se cuela en el diálogo burocrático de quienes las administran. Esta narración fragmentaria es la que permite que la obra reconstruya, desde distintos ángulos, la historia pública pero olvidada del algodón. Pero, principalmente, Autobiografía del algodón es una novela sobre los caminos que toma Cristina Rivera Garza para revisitar aquel enigma de la tierra fronteriza, de las existencias limítrofes, un camino que lleva a preguntarse: “¿Siempre es así? ¿Siempre andamos como palomillas nocturnas dando de vueltas alrededor de lo que nos quema?” (2020: 97).
Título: Autobiografía del algodón
Autora: Cristina Rivera Garza
Año: 2020
Editorial: Penguin-Random House
Andrea M. Pérez González. (Monterrey, 1987). Es Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y Doctora en Literatura Hispánica por El Colegio de México. En la actualidad realiza una estancia postdoctoral en el Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la UNAM, con un proyecto sobre libros impresos en el siglo XVII.
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