Ricardo Garibay, la vida como obsesión literaria

Miguel Ángel Hernández Acosta

En el 97 aniversario del natalicio de Ricardo Garibay, su hija Minerva lo describió como un padre amoroso que siempre deseó que sus hijos abrevaran de la literatura. Por ello, además de acercarlos a los libros, se preocupaba por motivarlos. Ejemplo de ello es que la tarde que tocó el turno de Platero y yo, ejemplar de Juan Ramón Jiménez que habla de la vida del asno Platero, llegó a casa con un burro pequeño al que adoptaron mientras duró aquella lectura. Si bien Garibay era cariñoso, su hija también lo recordó como enemigo de las muletillas al hablar y como un hombre con una sola prioridad: su literatura.

Ricardo Garibay publicó en 1965 Beber un cáliz, una novela dolorosa y sentida que narra las semanas previas al fallecimiento del padre del protagonista. La relación filial se adivina tensa, pero el cariño del hijo-narrador se transpira en cada palabra, incluso en aquellas en las que anhela que la muerte se presente pronto y aleje esa enfermedad que va disminuyendo al héroe con el que creció. A lo largo de este libro, se conoce a un padre recio, de palabras hirientes, que trata a la familia como si fuera un dios y todos debieran adorarlo. Sin embargo, él, quien es el ejemplo a seguir, el bastión del hogar, no es sino un hombre fracasado:

 

Mi padre nunca tuvo gran cosa. Supo tanto de la pobreza, que la mera esperanza de dinero lo llenaba de preocupación. Muere casi indigente, porque sólo tiene hijos que no hallan aún la forma de ganar lo que es indispensable para vivir. Nos deja lo que le vimos: la reciedumbre frente al dolor. El dolor fue su patrimonio desde hace treinta y cinco años (Garibay, 2001: 63).

 

Nacido en Tulancingo, Hidalgo, en 1923, Garibay fue un escritor que pasó gran parte de su vida en la Ciudad de México. En ese sitio creció en medio de la pobreza, sin embargo, fue también ahí donde se formó y se aficionó por la literatura, y donde se hizo amigo de lectores voraces y maestros que expandieron el mundo que conocía “El Güero”, como le decían. Estudió Derecho, pero su desinterés por la carrera provocó que sólo presentara los exámenes y nunca se tituló, en cambio, asistió como oyente a la Facultad de Filosofía y Letras.

Interesado por vivir, aprendió boxeo y se enamoró. En algún momento comenzó a estudiar filología en el Colegio de México, becado gracias a Alfonso Reyes, su benefactor. Sin embargo, a los pocos meses descubrió que ese mundo de la teoría no le gustaba. Por ello, se presentó ante Reyes para disculparse porque no se sentía a gusto en aquellos salones de clase, a pesar de saber que no le interesaba otra cosa más que la literatura. El polígrafo regiomontano le dio una lección al joven: “No diga la literatura, quién sabe qué sea eso, acaso lo que alcance uno a leer durante toda la vida, y nada más. Lo que le interesa a usted es su literatura, la que ya ha comenzado” (Garibay, 2002: 177). De este mundo escolarizado renegaría Ricardo Garibay, lo mismo en sus crónicas y en sus libros de memorias que en sus programas de televisión en donde disertaba sobre autores y libros.

Para ganarse la vida, al llegar a la vida adulta, se desempeñó como verificador de mercados, restaurantes y centros nocturnos por parte del entonces llamado Departamento del Distrito Federal, y se encargó de retratar ese mundo en las crónicas que publicó en diversos periódicos y revistas como Novedades, Excélsior y Proceso, entre otros. Fue guionista de varias películas, pero despreció ese mundo. Incluso llegó a decir que “el cine es el lugar más innoble para ganarse, como escritor, la vida”. A pesar de ello, participó como guionista en películas célebres como Los hermanos del hierro (1961) o El mil usos (1971).

Si uno se asoma a sus libros de memorias, Fiera infancia y otros años (1982) o Cómo se gana la vida (1992) puede comprender mejor al escritor de Beber un cáliz, a ese ser desgarrado que ha preferido escribir un libro de amor y no uno de odio como el que podría haber narrado ese hijo quien describía a su papá de la siguiente forma:

 

Semejante a la noche baja una vez y otra vez mi padre hasta mi infancia. Es un negro emperador de nariz afilada y tremendas cejas, y bigotes en punta. Sus manos son de hierro y baja a cachetearme, a patearme, a tirarme de los cabellos, a hacerme bailar y defecar a cinturonazos, a vociferar sus órdenes y burlas a boca de jarro hasta bañarme en su recio aliento, que era como viento de agujas (Garibay, 1991: 36).

 

Ese mismo padre le vaticina la miseria si decide dedicarse a la literatura, pero su figura se contrapone con la madre quien, al saber la decisión del hijo, le hace prometer que la llevará del brazo cuando gane el Premio Nobel de Literatura. Sombra y luz procrearon a un ser que al mismo tiempo es consentido, arrogante e insolente. Además, chismoso. Tanto que de niño se fingía dormido para escuchar a los adultos contar sus experiencias. El propio Garibay confiesa que su manía por el chisme dejó sin comer en alguna ocasión a su familia: debido a la pobreza, junto con sus hermanas, iba a una fábrica de pan a comprar los sobrantes de la producción. El encargado del lugar, quien al parecer tenía interés en una de aquellas muchachas, les llena un costal con las mejores sobras, en lugar de las que tienen moho. Un día el niño Garibay escucha que aquel hombre le propone a una de sus hermanas llevarla a un lugar secreto. “El güero”, quien ha escuchado de sus amigos a qué tipo de lugar quiere llevarla y qué piensa hacer, le cuenta a la familia. Desde ese instante la joven deja de acompañarlos a aquella fábrica: ¿El resultado? Desde entonces sólo les daban una bolsa con migajas de pan que casi eran incomibles…

El carácter de este niño humilde y el empeño por hacer lo que le gustaba (escribir y hablar de literatura) lo llevaron a convivir con gobernadores y presidentes de la República. Esta ansia por ser reconocido ocasionó uno de sus momentos más desafortunados, de acuerdo con sus contemporáneos: ser amigo de Gustavo Díaz Ordaz en los años de la represión estudiantil de 1968. De esta relación se benefició el escritor, a quien becó el gobierno. El de Hidalgo, como mucho tiempo después argumentarán otros escritores becados por instituciones gubernamentales, apuntó: “El dinero es de la nación, no de Díaz Ordaz, y él es el jefe del Estado, es mi deudor, de algún modo” (Garibay, 2002: 277). Esto no significó, sin embargo, que dejara de escribir columnas en el periódico Excelsior, en ocasiones en contra del propio gobierno y del primer mandatario, ni que la última vez que tuvo contacto con él, lo describiera así: “No he encontrado en lo vivido a otro hombre con tan tenaz e hincada incapacidad para amar a los demás” (Garibay, 2002: 276).

Hombre de convicciones fijas, Garibay fue de pocos amigos del ambiente literario (si se considera amistad a todo aquel que se debe halagar). Lejano a su generación, expresó sus opiniones, muchas veces radicales para su época. Por ejemplo, durante una gira política se dio cuenta de que quienes festejaban la visita presidencial eran sólo hombres, mientras que a las mujeres (desde las esposas de políticos hasta la servidumbre) se les escondía en la cocina: “Y caí en que este país ha sido hecho exclusivamente por hombres, e insensatamente nos hemos privado de la otra mitad de la inteligencia. Acaso por eso tanta rudeza de espíritu, tanta demagogia y corrupción” (Garibay, 2002: 267).

Ése es el autor de Beber un cáliz, una novela narrada desde el sentir, según apuntó Agustín Ramos. Sin embargo, esto no significa sentimentalismo, sino una pasión que carcome las vísceras del autor. Este libro se nutre de una semilla cultivada con odio, resquemor y amargura, pero que florece como un canto de amor a un padre que jamás comprenderá al protagonista. Entrar en esa narrativa promete un camino asfixiante, sobre todo porque ese padre puede ser cualquier padre, y ese hijo puede ser cualquier hijo. El escritor expresa dolor, es cierto, pero en la belleza y fuerza de su lenguaje uno encuentra la salvación.

Garibay murió en Cuernavaca, Morelos, en 1999. Dejó tras de sí 10 volúmenes de sus obras reunidas (entre cuento, crónica, novela, teatro, memorias y textos periodísticos). Si hubiera de hacerse un epitafio para recordarlo, la siguiente frase que escribió a inicios de la década de 1970 serviría para retratarlo de cuerpo completo:

 

Conozco la pobreza, por donde ha transitado mi vocación, que tanto amo. Conozco la abundancia que da tirar los pocos centavos en un buen vino, en la música, en el viaje, en un lote de libros de lectura pendiente y urgente. Conozco la alegría de dar lo que tengo si alguien de los míos me lo pide. Los míos son esos que, inexplicablemente, porque sí, me han dicho alguna vez que me quieren (en Estrada, 2002: 32).

 

REFERENCIAS:

Estrada, J. (2002). “Garibay en primera persona”. En Ricardo Garibay. Obras Reunidas 7: Memoria, dos. Ciudad de México: Conaculta/Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo/Océano.

Garibay, R. (1991). Fiera infancia y otros años. Ciudad de México: Conaculta/Océano. Lecturas Mexicanas 44. Tercera serie.

_________. (2001). Beber un cáliz. En Ricardo Garibay. Obras Reunidas 6: Novela, uno. Ciudad de México: Conaculta/Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo/Océano.

_________. (2002). Cómo se gana la vida. En Ricardo Garibay. Obras Reunidas 7: Memoria, dos. Ciudad de México: Conaculta/Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Hidalgo/Océano.

 


Miguel Ángel Hernández Acosta. (Pachuca, 1978). Es autor de Misericordia (UANL / Librosampleados, 2018) y de Hijo de hombre (Jus, 2011). Maestro en Letras Mexicanas por la UNAM, ha sido antologado en libros de creación y crítica, los más recientes son La memoria cercena lo que une: Lecturas críticas a la obra de Julián Herbert (2019), Lotería. Compilación de cuento (2019) y Crítica y rencor (2015). Es colaborador en diversos medios de comunicación, editor y profesor en varias universidades.