El perpetuo andar

He sido toda aquella ave que se desliza por el viento cuando los crepúsculos se ciernen con fuerza y dejan a toda alma sola entre los colores que se han de oscurecer cuando las lunas proclamen la noche y los ecos nocturnales se hagan de voz que se escabulle por todos los caminos. He tenido todos los nombres, he sido todas las cosas. He sido animales, hombres y mujeres. Surcado mares enteros en búsqueda del sentido, he navegado cuantas nubes mis alas me han permitido y caminado por patrias en las que mi lengua pareciera ser extranjera desconocido. Me he visto en la necesidad de adoctrinar dioses nuevos con todos sus credos. De principio no me afectaba en lo más mínimo, esta inmortalidad y perpetua rencarnación me daba algún ánimo, algún consuelo como aquella llama serpenteante entre el túnel negro. 

Pero se volvió una insoportable levedad, una lucha eterna de la que ya no escapo. Hoy, si podría decirse hoy, o lo que el presente significase, rondo en forma de algún animal que en cuatro patas busca asentarse en la hierba fresca. Pronto seré un hombre que morirá en el campo de batalla, una mujer que se desliza veloz entre las sábanas o algún insecto aplastado cuyo destino resulta ambiguo; sin interés y sin importancia para el mundo. Como menciono, al principio, me resultaba en cierta forma placentero. Luego se volvió insoportable, terminó, todo este proceso, por convertirse en una constante pregunta. ¿Cuándo terminará? Cuándo abriré los ojos y me reuniré en algún cielo o infierno. Y cuando llega el fin de una de mis infinitas vidas cierro los ojos esperando con deseo el fin de un ciclo que arrastro conmigo. Entonces cuando me visualizo entre los campos beatíficos un llanto sale de mis labios, una mirada me estudia milimétricamente y entonces concluyo; he vuelto a nacer. He vuelto a ser. En otra época, en otra vida. Y los nombres de aquellos que recuerdo con nostalgia se vuelven memorias silenciadas de momentos que no han de volver, de pasillos que no se volverán a cruzar. 

Comprendo, entonces, que conoceré nuevos nombres. Que tendré nuevas formas de ver la vida, que me adentro a una época de la que no conozco nada, a menos que ya haya vivido en ella. Y cuando volví a nacer mi llanto calló. Los ojos de la madre y el padre se asombraron al contemplar como su hijo que llega al mundo entre quejidos se estremece en silencio ahora. Los observo y ellos me observan. Estudian mis rasgos, miran mis parecidos. Sacan conclusiones sobre mis facciones y los parentescos familiares. Pero esta escena es un retrato conocido. Otros ojos, otros labios y miradas me han sido lanzados con el mismo cariño, con el mismo afecto. Y, me pregunto, si seré el único de los condenados a saltar una y otra vez en donde los caminos se bifurcan. 

Un deseo por hablar, por contar que esto no es nuevo para mí. Que nacer no tiene ya ninguno de los sentidos. No resulta en el milagro de la vida, es la rutina de las cosas. Es como este drama humano funciona. Me pregunto si todos estos rostros que me acompañan sufren de la misma condición. Si al igual que yo solo guardan silencio y olvidan todo lo que alguna  vez fue. Si dejan de lado la cantidad de días en los que han navegado por el tiempo, la cantidad de amaneceres y lunas que han visto marcharse. Por eso callo, porque pienso que ellos lo hacen. Y nadie dice nada, nadie se pregunta y se responde. Solo se ignoran los desenlaces y se finge un encanto por los nuevos amaneceres.

Entre los brazos del padre y la madre que me dirigen las más sublimes y amorosas de las miradas. Me pregunto, ¿por qué lo hacen? Si están en esta condena al igual que yo, por qué no gritar, por qué no enloquecer. Por qué no hablar sobre la forma en que hemos cambiado a través de las épocas. Charlas sobre si nos hemos encontrado ya, si estuvimos en un bar allá por el siglo XIX o aún más atrás. Tan solo miran, dejan sus pensamientos de lado. Dejan estas condenas, olvidan quienes fueron y lo que serán. Viven el momento y las circunstancias. Cuando con más interés los observaba, al padre y a la madre, comprendieron lo que les decía sin abrir la boca. Miraban mis ojos, mis labios fruncidos, mi rostro sumido en la duda y yo miraba el de ellos. Nadie decía nada. Solo aceptaban que tenían un hijo, yo aceptaba que tenía padres. Y lo que hemos sido quedaba enterrado como una memoria navegando queriendo perderse.

 


 

Osvaldo Gutiérrez Esparza. (Monterrey, 1999). Estudiante de Licenciatura en Física de la Facultad de Ciencias Físico Matemáticas en la Universidad Autónoma de Nuevo León. Con tendencias literarias mayormente al cuento. Ha publicado cuento y ensayo en revistas digitales. Ganador del segundo lugar en categoría de cuento infantil del Certamen de Literatura Joven UANL 2019 con la obra “El puente”.

Artículos Relacionados