[Plumas al vuelo]
Jessica Nieto
Para Miranda
Una vez que aprendemos a escribir y asumimos esta acción como algo automático y cotidiano, nos resulta muy natural que el sentido de la escritura, me refiero a su direccionalidad, sea hacia la derecha y, por ende, el sentido de nuestra lectura, también. Que las letras se vayan acomodando una frente a la otra formando palabras, oraciones, párrafos, textos que se extienden de arriba hacia abajo, de izquierda a derecha, una y otra vez, es lo habitual para nosotros escribanos y escribanas occidentales, usuarios de un alfabeto también tendiente hacia ese lado de la realidad. Pero sabemos que existen otros sentidos, otras direcciones de la escritura –y de la lectura, claro. Pensemos en el alfabeto y la escritura hebreas; en los alfabetos y escrituras japonesas, el árabe, o cualquier otra escritura y alfabeto oriental –como los alfabetos bráhmicos– que no solo están compuestos de letras cuyas formas y sonidos parecieran salidos de un universo maravilloso y mágico, sino que son escrituras que van hacia el otro lado –¿o es nuestra escritura la que va hacia el otro lado?, supongo depende de a quién se le pregunte–: van de derecha a izquierda.
Por supuesto que la orientación de las escrituras y de los alfabetos tiene sus fundamentos de tipo histórico, geográfico, social, político, etc., y el sentido de su sentido es mucho más complejo de lo que yo pudiera expresar en estas pocas líneas. Pero además de familiarizarnos con una dirección hacia la cual tenderemos a escribir (me detengo un poco en este gesto de “tender” la escritura, porque ya lo usé dos veces: me parece que esta acción describe muy bien lo que hacemos cuando escribimos: desplegamos caracteres, los extendemos sobre una superficie, un soporte –la hoja, por ejemplo–; alargamos palabras y frases esperando alcanzar al otro, al lector), nos familiarizamos con una forma de ver lo escrito. Margaret Meck, académica reconocida por sus trabajos sobre la adquisición y el uso de la escritura, menciona en su libro En torno a la cultura escrita que “dado que aprendimos a leer desde que éramos muy pequeños y que vivimos rodeados de letras impresas, nos parece difícil imaginarnos un tiempo en el que no existía la posibilidad de ver el lenguaje”. Porque, claro, suena a obviedad, la escritura vuelve visible los sonidos del lenguaje que hablamos; pero no solo hace eso, porque si pensamos en los carteles publicitarios o los señalamientos, la escritura es un código que abarca incluso lo que no se dice hablando y representa ideas cuya legibilidad radica no solo en relacionar ciertos sonidos con ciertas formas –que es la forma tradicional en la que se nos enseña a leer–, sino en relacionar esos sonidos y esas formas con una realidad y un contexto específicos, con un momento y un estar en el mundo.
Como dice Meck, nacimos en un mundo plagado de letras. Aunque de bebés o de niños pequeños no sabemos leer, eventualmente sabemos reconocer esas figuras que intuimos algo deben decir. Sabemos que son letras. Además, los adultos se encargan –nos encargamos– de dejar eso claro desde el principio: estas formas son las formas de tu lenguaje. Pero hay algo que no suele dejarse claro desde el principio, y es precisamente la dirección, el sentido en el que esas formas se irán desdoblando tanto en el papel como en el entendimiento. Ahora soy adulta y no recuerdo cómo habrán sido mis primeras intenciones escriturales, pero observo en mis hijas y en otros niños, la intuición de un sentido. Y esto que sigue también lo escribo desde lo que yo intuyo de esa intuición: más o menos a los dos años o antes, depende, cuando los niños comienzan desarrollar su motricidad fina y empiezan a sostener colores, lápices, pinceles, y empiezan a hacer trazos, rayas, manchas, una de las cosas que intentan emular es la escritura. Mi hija mayor, Julieta, hacía trazos rizados, primero hacia todas direcciones. Una vez, encontré en un muro uno de estos trazos rizados que yo ya reconocía como su protoescritura, y al verlo noté que lo había dibujado de arriba hacia abajo, le pregunté el porqué de esta dirección y me respondió: “es una cabellera escritura”, porque caía, como una cabellera. Luego, y sin que alguien se lo indicara, ella sola comenzó a hacer estos trazos combinados con otros, pero en el sentido en el que solemos escribir, de izquierda a derecha, y de arriba hacia abajo, una línea seguida de otra. Cualquiera diría que fue así porque mi hija me veía escribir o porque siempre ha estado rodeada de libros, que entendió por sí misma hacia qué dirección dirigir los trazos, pero yo pienso que no. Pienso esto: que más que entender, los niños primero intuyen hacia dónde tiende la lectura del mundo que los rodea. Y esa intuición es la que orienta el trazo una vez que comienzan a dibujar escritos.
Todo esto que yo también intuyo –no soy una experta como Meck, pero igual me fascina la adquisición de la escritura–, empezó a resonarme no en ese momento sino hasta hace un año, cuando mi hija menor, Miranda, comenzó también a “escribir”. Como Julieta, empezó trazando hacia todas direcciones, pero esta vez, como tenía el ejemplo de su hermana mayor, de inmediato tomó una libreta y un lápiz, reconociéndolos como los instrumentos para escribir (Meck también menciona que “mantenemos la historia de la escritura en nuestras manos cuando usamos punzones, lápices o bolígrafos”), a diferencia de Julieta que comenzó haciéndolo en los muros. Y un día, también sin previo aviso, pasó de trazos dispersos a “escribir” en la dirección que ya conocemos. Pero los trazos de Miranda no simulan una cabellera. Seguro cada niño relaciona la apariencia de la escritura con algo distinto. Miranda “escribe” líneas ondulantes, de derecha a izquierda, de arriba hacia abajo, hasta llenar una hoja. No hace pausas, los cortes suceden cuando la hoja termina y debe moverse a la siguiente línea. Pasa mucho tiempo en este ejercicio. Una tarde, se acercó a mí con su libreta llena de líneas y me dijo: “Mira, mamá, mi escritura serpiente”. Y en efecto, los trazos de Miranda son como serpientes.
Cuando Miranda me dijo esto, por supuesto recordé aquello de la “cabellera escritura” de Julieta. Noté que ambas primero habían relacionado sus trazos escriturales –aunque no contenían letras, su intención era escritural– con algún objeto o figura: Julieta con el cabello, Miranda con las serpientes. Y el sentido de su escritura, a su vez, se relacionó con el movimiento de estos objetos: la caída del cabello y el andar de las serpientes que va marcando ondas. Ambos movimientos apuntan hacia una dirección habitual de nuestra escritura: izquierda a derecha, de arriba hacia abajo. Me pregunto, por ejemplo, cómo será para los japoneses, cómo será su proceso de adquisición de la escritura, con todas esas formas que contienen en sí mismas no solo sonidos sino imágenes completas de lo nombrado. Me imagino que debe ser como si estuvieran adquiriendo la habilidad de dibujar pequeños y lineales paisajes en hojas de libreta.
Pero nosotros también dibujamos con este alfabeto. Quizás no paisajes, pero sí cabelleras, serpientes…
*Esta columna se publicó originalmente en la edición 105-106 de Armas y Letras.
Jessica Nieto. (Monterrey, 1982). Editora, ensayista y aspirante a calígrafa. Fue becaria del Centro de Escritores de Nuevo León en 2010. Ha publicado el libro Metal de la voz. Ensayos en torno a la escritura literaria (Ediciones Intempestivas, 2011).