Alejo Alcocer
La primera vez que vi su rostro, yo tenía 17 años y quedé prendado de ella. No por su belleza sino por su mirada. Una mujer madura que no podía ocultar el remolino que llevaba dentro.
La película En el paraíso no existe el dolor (Monterrey, 1995), dirigida por Víctor Saca (General Terán, Nuevo León, 1951-2021) y grabada en locaciones reales, aborda la crisis del sida en Monterrey, la noche en las periferias de la ciudad, y los personajes marginados por la homofobia y la pobreza extrema. En ella, Fuensanta Zertuche aparece como lesbiana madura y desdichada en un “bar/aeróbics”, los shows antecesores de los table dance. Un mujerón de cabello corto y rostro intenso, que mira por un momento a la cámara. A pesar de que su aparición es muy breve, su magnetismo es mayor que el de los protagonistas.
Una búsqueda en internet me confirmó lo que había sentido. Fuensanta Zertuche (1945- 2015) fue una legión de pasiones, desde su nacimiento hasta su muerte. Bailarina clásica, vedette de cabaret, poeta, narradora, abogada, teatrera, actriz de fotonovela y radionovela, provocateur profesional, arsonista social que el Monterrey de los años 60 intentó controlar con una moralidad rancia y obsoleta.
Nació el año que terminó la Segunda Guerra Mundial, 1945, y pareciera que la energía y el ímpetu de la nueva era que comenzaba venían contenidos en su cuerpecito. Siempre lo tuvo claro. Su mente fue nutrida desde sus primeros años por la literatura y el arte. Sus ojos nunca fueron nublados por el conformismo. Enormes y negros, juguetones, traviesos, se querían devorar al mundo. Y se sabían capaces de lograrlo. Monterrey le quedó pequeño a su salvaje gozo y talento.
Fuensanta estaba hecha de misterio. Un enigma ante el que sucumbían directores, escritores y poetas de renombre mundial. Los de mente pequeña no resistirán la tentación de atribuir esa atracción irresistible a su físico voluptuoso. Pero los que la conocieron, dan cuenta de que lo que hacia voltear las miradas de hombres y mujeres, era el fuego descarado con que Fuensanta existía.
Todo esto queda recuperado en su autobiografía, Del glamour al asilo, publicada de manera póstuma por la Universidad Autónoma de Nuevo León en 2021. El libro recoge, además, algunas fotografías y una breve selección de poemas. Fuensanta escribió sus memorias en la última etapa de su vida, en el asilo para actores, como ella lo llamaba, de la ANDA (formalmente, Casa del Actor), en la Ciudad de México. Rodeada de otras personalidades que poco a poco iban decayendo físicamente, Fuensanta hace de la escritura su ejercicio para mantener la depresión a raya, y al gozo encendido. Lo hizo con un tono sereno, satisfecho, sin melancolía gris. Incluso los pasajes más dolorosos son sublimados con su estilo poético para remembrar:
«Mi mamá en Monterrey y yo aquí en el Distrito Federal, trabajando en la obra Querido Diego, te abraza Quiela. […] Me encantaba el Teatro, quería mucho a mi compañera actriz Vera Larrosa, teníamos muy buen público, ¡y nos pagaban! Pero la vida es así, nunca da y da; da y quita. El destino no había querido que La güera Terán se restableciera de su cadera rota, y por más que habíamos luchado, ella empeoraba mientras yo disfrutaba el trabajo. Mi mejor amiga, mi madre, se estaba muriendo; ese sentimiento lo sublimaba y lo transportaba a mi personaje.»
Poner en cronología su vida tumultuosa, pasional, dispersa hubiera sido predecible. Lo que Fuensanta hace es contar en viñetas cómo se fueron formando sus diferentes vocaciones. Y cómo se entregaba a ellas. Admite su hedonismo, pero no uno simple sino elaborado, su filosofía sobre la seducción y el amor libre y múltiple está adelantado incluso para los estándares actuales.
Fuensanta era tan fascinante que en su órbita aparecen Chavela Vargas, Los Almada, Juan José Gurrola, Julio Cortázar, Meche Carreño, Chabelo, Sabina Berman, Octavio Paz, Salvador Elizondo, Judith Velasco, etc. La lista ecléctica refleja lo incansable de su andar creativo. Sus múltiples rostros no dejan de asombrar, ¿cómo es posible que en una sola vida se pueda hacer tanto?
Comenzó a escribir formalmente a los 48 años, cuando había dejado atrás la vida nocturna y el teatro, su mayor alegría, ya no le ofrecía tantas oportunidades como en su juventud. Su estilo es casual pero profundo. Divertido, pero no superficial.
El Aula Magna de la Universidad contiene los ecos de sus correrías, de sus inicios de exploración e inquietud artísticos. De su desfachatada felicidad. Leerla es celebrar a un espíritu libre que el Monterrey conservador de ayer y hoy no pudo apagar, a pesar de los intentos de las élites por limpiar la imagen de su padre borrándola a ella.
Mientras vivió, Monterrey nunca le perdonó su libertad. Escritores contemporáneos de su época nunca le perdonaron el que rompiera con la figura tradicional y excelsa que se tenía sobre ellos. En su incansable rebeldía, Fuensanta les quitó esa pátina de prestigio y los mostró como verdaderamente eran.
Como apunta Genaro Saúl Reyes, amigo cercano, en el prólogo de Del glamour al asilo:
«Los sinsabores los padeció desde niña, cuando murió su padre, Francisco M. Zertuche, y muchas veces me comentó en un gran lamento que cómo era posible que siendo una jovencita los amigos de su padre le exigieran tanto y le recriminaran cualquier cosa que hiciera una vez que se acercó al teatro.»
No hay nada que esta ciudad odie más que a los espíritus libres. Han intentado borrar su nombre, sepultarlo en el pasado. Pero la sonrisa de Fuensanta sigue ahí, luminosa. Nunca guardó rencor ni planeó desquite. Su mayor venganza es haber sido inconmensurablemente dichosa y feliz. Quizá si hubiera visto la edición de sus memorias, habría renegado del color sepia de la portada. Su vida fue todo menos realismo beige. Como ella misma escribe: “He tenido una vida de arcoíris y pasiones mutantes… ¡Que viva la bendita rebeldía!”.
Alejo Alcocer es periodista y locutor comercial. Ha colaborado en revistas culturales como Barrio Antiguo, La Zona Sucia, Música para Camaleones, entre otras.