La madre está cumplida

Carolina Olguín

El gran poeta José Lezama Lima mucho indagó en ese lazo rotundo que es la relación con la madre; en su poema El llamado del deseoso nos dice: “Deseoso es aquel que huye de su madre”, y luego matiza: “Deseoso es dejar de ver a su madre”, y enseguida alude a la muerte: “La madre es fría y está cumplida. / Si es por la muerte, su peso es doble y ya no nos suelta. / No es por las puertas donde asoma nuestro abandono. / Es por un claro donde la madre sigue marchando, pero ya no nos sigue”.

La caja de colores, de Arturo Cantú, emprende un viaje hecho de memoria y de honda reflexión en torno a la ausencia de la madre, que es también presencia porque ella, en su camino sin regreso, ha dejado abierta una dimensión donde, como diría Lezama, “ya no nos suelta”, “pero ya no nos sigue…”. Qué misterio en esta paradoja y a la vez qué humana sensación la de sentir que quien ya se ha ido sigue estando.  

Arturo Cantú, periodista y poeta, aquel joven que dejó la huella imborrable de una de las revistas más importantes del ámbito literario en la historia de Nuevo León, Kátharsis, es el hombre maduro que escribe las páginas de La caja de colores cuando tiene alrededor de 60 años de edad, poco después de la muerte de su madre. Sin embargo, la voz de Cantú atraviesa el tiempo para instalarse en la mirada de la infancia y la temprana juventud.

Quién diría que este niño que emerge en el hombre mayor para recordar a la madre y escribir un libro sobre ella, sobre él con ella, moriría en 2006, apenas cinco años después de que viera la luz la primera edición de este libro. ¿Será por ello que las reflexiones y el lenguaje transparente con que lo escribe reflejan una profunda comprensión de aquello a lo que todos nos acercamos ineludiblemente? No lo sé. Pero lo cierto es que La caja de colores se vuelve un paseo sosegado, lúcido y meditativo por entre los afectos y los objetos que rodearon a la madre. 

Gracias a Cantú y su prosa sencilla y emotiva, imaginamos la casa materna, la ropa de la madre a través de una fotografía, la vemos andar con el niño de la mano, como todas las madres, pero a la vez única, como todos vemos a la nuestra. La prosa de Cantú se desenvuelve tan naturalmente, tal como vemos a la madre ser la guía de las emociones tiernas del niño, desplegando una sabiduría que escapa de los discursos y se instala en las acciones más elementales y a la vez más significativas: las cotidianas, las que marcarían al niño pues, en ese momento, aunque no lo sabe, ya mucho ha aprendido.

Por ejemplo, el mundo se ha trastocado en el espíritu del niño cuando escucha de la madre la gran frase: “Todos vamos a morir”. Esta frase, y a la vez sentencia, toma tal peso y fuerza en el niño, que llega hasta la escritura de este libro, se instala en él y acentúa el tono melancólico que por momentos se impone en los sucesos narrados. La madre dice la frase en una conversación con el niño cuando él en su inocencia cree que los doctores no mueren, pero entonces se convierte en una revelación, pues con la dolorosa aceptación de la frase, el niño gana realidad y, a partir de ese momento, ya es un poco menos niño. Y cito a Cantú:

«Un niño no tiene medios para aceptar o comprender la furia de la vida, porque las nociones de límite o muerte no poseen todavía el significado ineludible que cobran con el tiempo. Lo que ocurre en el mundo no ocurre en el mundo, le ocurre a él, ocurre en él.»

Pero este asomo de melancolía no es un llamado al drama en La caja de colores, es más bien un modo de apreciar aquel mundo lleno de una belleza esencial que se ha ido, pero que persiste en la memoria; un modo que tiende más a la mirada filosófica, pues escarba en los misterios de la existencia, de la vida y la muerte, la muerte de la madre: la muerte madre.

Por estas razones, encontramos la fuerza de lo simbólico en ese gesto que narra Cantú cuando después del funeral de la madre él sale a comprarse unos zapatos. Él mismo nos da la respuesta meditada: tuvo ese impulso porque ir a comprar zapatos le evocaba sus paseos de la infancia con la madre. Y digo un gesto simbólico porque ¿qué hacen los símbolos sino representar lo ausente, traer de nuevo al presente lo que ya no está, lo que es necesario perdure? Ahora, el hombre maduro, casi viejo y huérfano de madre se transforma en el niño para despedir a la madre joven, en ese paseo donde “la madre sigue marchando, pero ya no nos sigue” y tampoco “nos suelta”, como en el poema de Lezama.

Por otro lado, ¿cómo hace Cantú para que en este libro se combine la retirada solemne hacia la muerte y el fulgor transparente y cotidiano de la vida? Creo que lo logra con una gracia de poeta, pues conoce los recursos del lenguaje, el tono, la palabra justa y el momento propicio para la observación aguda, reflexiva. Pero posee, sobre todo, la sensibilidad y además nos revela cómo ésta se configura desde el ser niño. Con esa gracia, Cantú nos coloca frente a objetos de la vida diaria, como un par de sodas de sabor (y nótese que utiliza el término norteño de “sodas” en lugar del estandarizado “refresco”), o nos coloca frente al jabón Mariposa o la vieja máquina de coser Singer, al tiempo que nos está conduciendo por los caminos donde el niño educó su sensibilidad. 

Las sodas de sabor están ahí para ilustrar la anécdota, el momento en que el niño descubrió la pobreza en una casa ajena y no necesitó ningún discurso aleccionador de la madre; el jabón Mariposa, para ilustrar cómo es que el niño aprendió de la madre a trabajar y reutilizar los cajones en que el jabón se vendía; la vieja máquina Singer, además de recordarnos el aura de aquel objeto a quienes lo conocimos, muestra las maneras en que la madre dominaba ese reino material de colores y texturas, en la presencia del niño. Escribe Cantú: “A través de la infancia, de su mano, uno practicaba una filosofía natural tangible, sorprendente y verdadera: la física de los seres y las materias del mundo”. 

Es así como la madre educa la sensibilidad del niño a través del trato fino de la madera, los tiempos necesarios de la cocina y el trabajo delicado con las plantas, y afirma el autor que de ahí nació “el gusto por los objetos acabados con exactitud”, objetos que “repiten el esplendor del mundo, retrotraen el reino de la infancia cuando nuestra madre nos mostraba el orden evidente de las cosas y el encanto puro y perfecto de lo sensible”.

Finalmente, he dicho, en otras palabras, que Cantú logra montar y desmontar este mundo de la memoria con la gracia de poeta porque, además, el poeta canta. Quién sabe si el propio Cantú se dio cuenta de que con este libro estaba cantando la despedida de la madre. En el libro nos relata cómo él y la madre solían cantar juntos por las tardes, con la casa en silencio, algunas canciones de un cancionero popular. Cantar juntos canciones con historias que el niño ni siquiera había experimentado era lo de menos, pues el canto era una evocación del sentimiento, fuera triste o dichoso; el niño iba penetrando en el acontecimiento de la música por medio del canto, el poder de ésta para despertar emociones que el niño iba reconociendo, haciendo suyas. Dice Cantú: 

«Al cantar, uno descubría el curso delicado de una materia interior que fluía en un tiempo propio, que se apoyaba en las palabras y en el ritmo pero que tenía una realidad distinta a los sonidos y los significados, y que producía una felicidad como de suspensión y encanto aun en medio de la desdicha.»

Y yo me pregunto, ¿no es este libro también “el curso delicado de una materia interior” que fluye en un tiempo propio y se apoya en las palabras y el ritmo, que suspende la felicidad y produce encanto aun en medio de la desdicha de la madre muerta? 

 

*Este texto apareció en la edición 101-102 de Armas y Letras.

 


 

Carolina Olguín. Poeta, profesora de lengua y literatura y editora independiente. Es autora de Libro de la vigilia (Abismos Casa Editorial, 2014). Sus publicaciones han aparecido en revistas como Tierra Adentro, Letras Explícitas, Revista de la Universidad de México, Armas y Letras, así como en antologías nacionales, y periódicos y revistas de Bolivia y Venezuela. Su libro más reciente es Canicular (Mantis Editores/ Conarte, 2019).

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