Nos transmiten los miedos, no la sabiduría

Sofia Valenzuela Fuentes

Desde pequeña me gustaba sentarme en la mesa de las grandes, donde mi mamá y mis tías tomaban el café en la tarde, porque prefería escuchar sus conversaciones que jugar a las muñecas con las demás niñas. Escuchaba atenta en ese espacio de complicidad entre mujeres, donde se tejían lazos y se hacían los cuidados en común, un paliativo de cuidar en solitario. Se hablaba de la pesadez de la maternidad, de la falta de apoyo de los papás, de las escuelas, del cansancio y, muy frecuentemente, de los partos. Había un factor en común: sus partos habían sido la peor experiencia de sus vidas. Se hablaba de dolores y cuchillos, fórceps y anestesias, cuneros y separación. La incertidumbre reinaba en cada uno de los relatos. Sin ser muy explícitas, relataban historias borrosas, con espacios en blanco y llenas de dudas. La tía a la que el doctor le brincó encima de la panza para apresurar la salida y tuvo un desgarro de tercer grado; la otra tía que responde entre risas que para no pasar por eso ella mejor optó por una cesárea programada; mi madre a la que le pusieron mal la epidural y se le durmió todo el lado izquierdo en lugar de la parte de abajo, las dos historias de la matriz extripada en el mismo momento del parto del tercer hijo sin consultarlo con ellas, sólo con sus maridos, sin contar las horas que estuvieron separadas de sus criaturas recién nacidas sin entender porqué. No se diga la plática de los partos ajenos, las historias se ponen peor y terminan en escenarios fatales. 

 

Hoy que disecciono estas conversaciones me doy cuenta que todas sufrieron algún tipo de violencia obstétrica. El factor común en estas historias es la desinformación y la pérdida de soberanía sobre sus cuerpos. Alguien más decidió por ellas, alguien en quien ellas confiaban y quien no respetó su voluntad. En todas estas historias las mujeres se desprendían de su saber y su sentir y se lo entregaban enteramente a “los que saben”. Eso sí, todas las historias terminaban con “es la peor experiencia de mi vida, pero me trajo la mayor felicidad”. Y por esa felicidad somos capaces de borrar todas las violencias y las omisiones a nuestra voluntad. Terminamos agradecidas porque de alguna manera, los doctores salvaron nuestra vida y la de nuestra bebé. Cuando en la mayoría de los casos, no había riesgo previo a entrar al sistema mismo, riesgos que el mismo sistema médico nos provocó. No hay peor abuso que el de invisibilizar nuestra voz y nuestra voluntad y borrar nuestros saberes.

 

La niña de 10 años que escuchaba esas historias, lejos de obtener información útil de cómo nacen los bebés, aprendía que era una actividad digna de una película de terror, donde era válido que un médico se apoderara de su cuerpo e hiciera lo que quisiera con él. Crecemos con el miedo a parir, a que algo salga mal y sobre todo, crecemos con la idea de que no sabemos parir, de que no podemos solas. Los partos no son nuestros, son del sistema de salud medicalizado, patriarcal y capitalista. Hemos crecido llenas de miedos y generación tras generación hemos perdido la sabiduría que acompañaba este momento. Como mujeres nos hemos encargado de transmitir el miedo alrededor de los partos, pero no es nuestra culpa. 

 

En la breve historia de la obstetricia, las mujeres somos un objeto de estudio, no partícipes en la generación de saberes. Desde las mujeres embarazadas desaparecidas en 1540 para diseccionar sus cuerpos a modo de investigación, hasta la persecución de las mujeres que estaban dedicadas a asisitir los partos (Geoffrey Chamberlain, From Witchcraft to Wisdom: A History of Obstetrics and Gynaecology in the British Isles, 2007). La obstetricia no tomó en cuenta la sabiduría que por siglos se había desarrollado, se les tachaba de brujas y chamanas a las parteras quienes eran un obstáculo para el dominio de la medicina en los partos. Por eso los miedos. Nadie quiere jugar con la vida de su bebé. ¿Por qué hay una dominación médica sobre un proceso fisiológico como es el parto? ¿Por qué la obstetricia es un campo que surgió desde un punto de vista masculino y no ha sido reapropiada por las mujeres? 

 

Las enfermedades y la mortandad en el nacimiento han disminuido desde entonces, sí, pero no está demostrado que sea por la mejora del sistema obstétrico ni por la medicalización del parto; sino por las condiciones de salud en general, alimentación, vacunas, salubridad e higiene. La misma Organización Mundial de la Salud (OMS) recomienda no medicalizar los partos sino acompañarlos y respetarlos. 

 

Sin embargo, el acompañamiento del parto no se puede medir en métricas del capital. Las parteras, unas verdaderas devotas del bien nacer, pueden durar hasta 50 horas o más acompañando un parto. ¿Cuánto cuesta la hora de la partera? ¿Cuánto cuesta su devoción, su cariño, su entrega, sus desvelos? ¿Cuánto cuesta ese masaje con aceites y hierbas de olor? ¿Qué hay de los cuidados externos de sus hijes por las múltiples horas que se ausentan? ¿se incluyen en la cuenta? ¿La responsabilidad de cuidar el bienestar y sobrevivencia de dos vidas fuera de un sistema médico tiene precio? La respuesta es no. Todo esto, en un hospital se habría traducido en una cuenta sin piedad y con cinco ceros o más. Incluso existen hospitales donde firmas que después de las 12 horas de trabajo de parto, se realizará una cesárea. El tiempo de los médicos vale más que el de una mujer pariendo. Los centímetros de dilatación son números con minutos y segundos imposibles de negociar: no importa si una mujer dilató de 1-8 cm en una hora, pero tarda horas en llegar a 10 o si una mujer tardó 15 horas en llegar de 1-4 cm, pero pasa de 5-10 en media hora. Las parteras no hacen tactos y no se guían por centímetros sino por observación de la madre y los signos vitales del bebé. Los cuerpos somos tan diversos y las mentes, los miedos y los bagajes emocionales aún más. No podemos medir con el mismo estándar a todas las que parimos. Las parteras no lo hacen. Ellas se basan en la normalidad y la baja intervención. Los embarazos y el parto son procesos fisiológicos en la vida sexual y reproductiva de la mujer y, por tanto, no precisan de un médico sino de alguien especializado en la salud de la mamá.

 

El parto se trata de confianza y de intimidad. Los hospitales están diseñados por hombres y para la comodidad de ellos mismos, las posiciones para parir están impuestas también para el confort de los médicos que reciben a las criaturas. Parir acostadas no es fisiológico, necesitamos de la gravedad y del movimiento.

 

El parto en casa es un espacio autogestionado que responde al maltrato de las instituciones médicas hacia las mujeres y los recién nacidos. Las parteras navegan en un territorio no definido. La salud pública no avala a las parteras como una opción de parto, si se quiere acceder a un parto en casa es por medios privados. Incluso las aseguradoras no cubren los gastos por no entrar en un hospital, los honorarios de las parteras no son deducibles. Parir en casa significa también dificultad para acceder a certificados de nacimiento en comparación a cuando se nace en hospital.

 

El parto en casa es rebeldía y es reivindicación del poder parir y de la sabiduría de las mujeres para asistirlo. Pero no se trata de aspirar a que todas tengamos partos en casa, se trata de que el sistema médico, público y privado, nos garantice el mismo respeto que cuando lo hacemos dentro de nuestro propio hogar. Hay mujeres que se sienten en total confianza y tranquilidad entrando a un hospital, hay mujeres a quienes les da pavor la simple idea de ingresar en él. Hoy en día varios hospitales cuentan con salas para parir de forma respetada, las cuales son más costosas y, al ser pocas, corres el riesgo de que estén ocupadas el día de tu parto. Parece una mala broma. ¿Significa que en el resto de las salas para parir (las que no son de “parto respetado”) firmas que estás de acuerdo en ser sujeta a violencia obstétrica? Debemos aspirar a des-sistematizar los partos para que en el quirófano, en el pasillo o en la habitación se nos garantice que nuestra voluntad será respetada. Que se respeten nuestros deseos, nuestros tiempos, nuestros cuerpos, que no nos separen de nuestros bebés. 

  

La liberación femenina tiene varias caras. Desde lavadora eléctrica y pañales desechables hasta pastillas anticonceptivas y partos “sin dolor”. Muchas de estas novedades nos han llevado a poder ocupar espacios que antes no teníamos, asientos en lugares de toma de decisiones que a su vez mejoran nuestras condiciones laborales, sociales y de derechos. Sin embargo, nuestros cuerpos han quedado fuera de la ecuación. Desde el entredicho bíblico y punitivo en el que las mujeres cargamos con la maldición de parir con dolor, una cesárea programada suena a libertad, suena a darle la vuelta a la sumisión que por siglos tuvimos las mujeres para por fin poder parir sin dolor de la mano de la medicina moderna. De lo que no hablamos es de cómo llegaron esas ideas a nuestra cabeza. La Biblia, los libros de medicina moderna y de obstetricia, en su mayoría escritos por varones, hablan del dolor que hemos de sentir al dar a luz a les hijes, pero no hablan de que el dolor no es igual a sufrimiento. Dolor en el parto es igual a guía para la protección de nuestro propio cuerpo, dolor es alerta y es acción. 

 

Yo decidí tener un parto en casa y con esta decisión no vino una liberación absoluta ni una eliminación de estos miedos que carga consigo el parir. El cuestionamiento de amigos y familiares puso en duda mi decisión una y otra vez. “Con tu cuerpo haz lo que quieras pero con el de tu bebé no”, me decían al compartir mi deseo de parir en casa. Surgen juicios automáticos cuando se pone sobre la mesa que queremos decidir algo alterno al sistema médico. Irresponsable, temeraria, hippie, pobre, pero sobre todo domina el juicio a la irresponsabilidad. Mi amigo médico anestesiólogo me escribió verdaderamente afligido por mi vida y la de mi bebé: “Si es por dinero, no te preocupes, yo te regalo mis servicios de anestesia… Yo he estado en muchos partos y no quieres estar en tu casa, te lo digo yo.” Las historias de terror volvieron a aparecer, esta vez sobre partos en casa de conocidas muy lejanas o sobre cuántas mujeres morían en el parto el siglo pasado (muchas veces basados en películas y novelas). Esta vez las historias se hicieron más espeluznantes haciendo ver los hospitales como el lugar más seguro del mundo. Ante estos juicios y ante las reiteradas dudas sobre mi decisión, nunca dejé de ir a mi ginecólogo, tenía miedo de apostarle todo al seguimiento del embarazo a las parteras. Incluso cuando empecé la labor de parto, lo primero que hice fue llamar al médico y tuve un deseo de correr al hospital a que alguien más se hiciera cargo de mí. La respuesta instantánea de emergencia surge de las películas que hemos visto toda la vida, sumado a las historias que nos han contado desde niñas. “Tómate una aspirina y trata de descansar que mañana va a estar pesado”, me dijo el médico de lo más despreocupado. Era la primera vez que mi cuerpo pasaba por esto y necesitaba más empatía. Tuve mucho miedo de hacer válida mi decisión de parir en casa ante lo desconocido. Duré toda la noche toreando esas contracciones a las que tanto me habían enseñado a temer, y no eran tan malas como me las imaginaba. Ese dolor que decían se sentía a muerte, lo llevé como montaña rusa. Me encontré frente a mis miedos y me reconcilié con ellos, me di cuenta que no eran míos sino de las miles de mujeres que habían vivido violencia obstétrica. Estaba a salvo, estaba en mi casa y al amanecer no tuve dudas, le dije a mi pareja que llamara a las parteras. Esta bebé nace en su casa. 

 

Mis dos partos han sido en casa y han sido las experiencias más fuertes, poderosas y reivindicativas de mi vida. Nunca he tenido tanta determinación sobre mis decisiones, ni poder sobre mi cuerpo como esos días. Yo no parí en casa por ser mejor o más mamá que las que paren en un hospital. Yo parí en casa porque tuve la suerte de llegar a las manos correctas y escuchar las historias correctas. En mi historia, la primera vez que escuché sobre un parto en casa fue una historia de mucha paz, poder y amor. Yo quería una igual. 

 

Nos han enseñado a tenerle miedo exactamente a aquello que tiene el potencial de liberarnos. La maternidad es esencial en el feminismo. No solo se puede disfrutar de la maternidad y ser feminista sino que hacerlo es una reivindiación pendiente y urgente. Siguen habiendo parámetros muy establecidos en las anteriores olas feministas, cuando la lucha fue por la conquista como mujeres más allá de la maternidad. Esta lucha la comparto y venero pero en esta nueva ola quiero ir añadiendo nuevas luchas, luchas por las madres, por nuestra autonomía y nuestra forma de parir, nuestro sistema de cuidados y nuestro bienestar y el de nuestros hijes. 

 


 

Sofia Valenzuela Fuentes. Es arquitecta por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO) y maestra en Arquitectura de Paisaje por la Universidad Politécnica de Cataluña. Ha trabajado en diversos proyectos de urbanismo y espacio público en la oficina de Proyectos Estratégicos y de conservación de bosques urbanos en el norte de Londres.

Actualmente se desempeña como profesora de Arquitectura de Paisaje en el ITESO y como mamá de María y Lucio, desde donde ha lanzado el proyecto de Mamá Urbana: una iniciativa para cuestionar y recuperar el espacio público de las ciudades para las maternidades, las niñas y niños y los cuidados, generando redes y estudios urbanos.

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