Hablar en lenguas

Aurelia Cortés Peyron

 

«[…] Desde aquel punto los desperdigó Yahvéh por toda la haz de la tierra y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel; porque allí embrolló Yahvéh el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahvéh por toda la haz de la tierra».

Génesis 11, 8-9, Biblia de Jerusalén (1967)

 

Casi siempre reparamos en todo lo que el idioma no puede hacer, sus limitaciones, ambigüedades, dificultades y extrañezas y, aunque dista de ser la tecnología perfecta que resolvería todos nuestros problemas comunicativos (¿y por qué lo sería, siendo, como somos, tan imperfectos?), también hay cosas que el lenguaje, escrito y hablado, puede hacer. Nos reúne en torno a un objeto de límites difusos que vemos al mismo tiempo con admiración y recelo, como al fuego que alguna vez iluminó nuestras noches primigenias. Facilita transacciones y pantomimas. Como un organismo vivo, ha desarrollado adaptaciones muy peculiares a las necesidades de cada comunidad de hablantes, se ha defendido de predadores y ha proliferado en las condiciones más extrañas. 

 

¿Puede hacer transmigrar una imagen de mi mente a la tuya? ¿Una emoción, de mi cuerpo, donde quiera que resida en éste, al lugar donde se decodifica en el tuyo? 

¿Puede encarnar lo intangible y volverlo moneda de cambio? 

Sí y no. Sí, porque lo hace todos los días. Porque el ejercicio poético es renombrar ahí donde hay un hueco.

 

Por supuesto que no soy la primera en plantear estos problemas, lo cual no los hace menos apremiantes en mi vida diaria ni (espero) menos interesantes para quienes leen este texto. Cuando comencé a escribir, lo hacía para “entenderme”, un impulso natural para muchos seres humanos, aspiren o no a convertirse en escritores. Para ordenar mis pensamientos. Parece una obviedad. 

 

La escritura como herramienta es esencialmente una prótesis de la memoria. La lengua escrita es depositaria de cantidades de información que jamás podríamos guardar, barajear y seleccionar de entre toda esa maraña que habita en nuestro cerebro para usarla a tiempo en una conversación. Pensar escribiendo, para quienes hemos aprendido a usar ese código, parece lo más natural. Hasta aquí suena todo muy bien. Un gran invento de la humanidad. Lo que no resulta tan evidente es la alquimia que debe suceder entre el pensamiento y su forma final, las palabras concretas en que se expresa. 

 

Según Noam Chomsky, el lenguaje está diseñado primordialmente como un sistema para interpretar y crear pensamiento, en un lugar específico del cerebro humano. La comunicación, en pocas palabras, es un producto accidental o secundario de esta actividad. La cosa es que si le preguntas a cualquiera si piensa en palabras, la gran mayoría lo va a dudar. Pensamos en imágenes, imágenes acústicas –evocaciones de palabras, casi alucinaciones auditivas–, sensaciones; pensamos con todo el cuerpo. Y seguramente hay quienes se inclinan más por una que por otra. Tuve una alumna, por ejemplo, que un día me preguntó “¿a qué te refieres con ‘imaginar’?”. Resultó tener una condición llamada afantasía, que es la incapacidad de visualizar imágenes en la mente. Preguntaba, claro, no por la definición de la palabra sino por la sensación. Le habían dicho que recordar era para otros revivir la experiencia, volverla a ver. Intenté explicarle que era una versión mucho más tenue, carente de información, más como un sueño que se evoca en pedazos a lo largo del día y menos como entrar en una sala de cine. Yo, con la misma curiosidad, le preguntaba qué veía cuando leía una historia y me dijo que no veía nada, pero eso no significaba que no entendiera los conceptos. Ambas nos quedamos igual de intrigadas.

 

Por mi parte, aunque soy escritora, no creo pensar en palabras todo el tiempo. Al menos, no en el orden en que deben ir para ser correctas gramaticalmente. ¿Pienso en palabras clave?, ¿hablan de cosas concretas y abstractas por igual?; ¿pienso en grupos de palabras asociados por algo en común? O: ¿pienso en imágenes? Y en ese caso: ¿son recuerdos?, ¿son abstracciones?, ¿son proyecciones del futuro, necesariamente carentes de un referente real? 

 

Los bebés pueden pensar antes de aprender a hablar y muchos animales hacen tareas complicadas que implican que piensan, pero nunca desarrollan un sistema lingüístico como el nuestro. Por esto, hay lingüistas que sostienen que hay un idioma privado, particular al pensamiento y distinto de la forma en que después nos expresamos, oralmente o por escrito. Este lenguaje, a falta de mejor nombre, se conoce como mentalese, en inglés; que es algo así como “idioma de la mente”. Del “mentalés” nos traducimos al español, por ejemplo, y del español hacemos todos los ajustes que requiere una comunicación, cotidiana, literaria, de todo tipo.

 

Muchos de estos procesos, por fortuna, son inconscientes. Como respirar o el movimiento de los intestinos. Adquirir la lengua materna también lo es, hasta cierto punto. Una segunda lengua, en cambio, es uno de los esfuerzos más atléticos y conscientes que se me ocurren a nivel intelectual. Es muy diferente, por supuesto, aprender una lengua adicional como parte de tu crianza que como algo externo. En estos casos, como sabemos, la edad es crucial, si bien aprender un idioma después de los tres años o de adulto no es imposible. Este mito se puede desmentir con simplemente observar a todas las personas bilingües y multilingües que habitan el mundo.

 

Se dicen muchas maravillas del bilingüismo y muchos padres insisten en meter a sus hijos a escuelas bilingües desde pequeños. Aprender otro idioma tampoco es un remedio para el Alzheimer ni te vuelve más inteligente, como afirman a veces. De lo que sí hay prueba es de su influencia en la función ejecutiva del cerebro. Y yo añadiría, volviendo al tema inicial, te da un vocabulario más amplio para entenderte. Porque los significados están ahí en todos los idiomas pero no están cortados con el mismo molde. Las palabras que pertenecen a los mismos campos semánticos abarcan territorios distintos en cada lengua, tienen otras fronteras, por lo que mientras más idiomas conozcamos, podremos describir nuestra experiencia con más precisión, aunque sea contraproducente a la hora de querer traducirla para nuestros interlocutores. 

 

Siempre fui “buena para los idiomas”, algo que no sólo se veía como un verdadero don en mi familia, sino como un rasgo hereditario. Claro que mi hermano y yo íbamos a tener el don de lenguas. Algo que, por cierto, es tan elusivo como la idea de don divino. Por mi parte, creo que fue el amor por los patrones –encontrarlos, comprobar su estabilidad y armonía– lo que me hizo interesarme y disfrutar la gramática. Otra cosa era hablar, pero incluso mi timidez adolescente, casi incapacitante en otros ámbitos, se derretía ante la alegría exultante de descubrir y aplicar las extrañas reglas que le daban forma a los pensamientos en otro idioma.

 

Aun así, y a pesar de que estuve expuesta en la escuela al francés y al inglés, experimenté la sensación casi ominosa de querer responder una pregunta sencilla, en las clases de francés sabatinas —que duraban cuatro horas y a las que sobrevivía gracias a mi juventud y un café de máquina con mucho jarabe—, y sólo poder producir el sonido líquido y ajeno tanto a mí como a las lenguas romances de alguna aseveración en inglés. Y es que, al parecer, las segundas lenguas no tienen lugares separados en la mente, sino que se apoyan en la misma estructura. Casi literalmente, se te “cruzan los cables” cuando tienes más de un idioma en el estatus de lengua extranjera. 

 

Y sin embargo, a pesar de su dificultad, conseguir expresarte en un idioma diferente es una de las sensaciones más satisfactorias que hay, no sólo por el logro intelectual que representa, sino por la experiencia que te da de ser un poco otro o de comprender de manera más íntima a otro, usar un traje similar. Es una de las formas, para mí, más nobles de aprender no sólo de una cultura ajena, sino una lección de empatía, compasión hacia una misma y los demás, comunión.

 


 

Aurelia Cortés Peyron. (Ciudad de México, 1986). Licenciada en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Maestra en Escritura Creativa por la San Francisco State University. Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en dos ocasiones, en el área de poesía. Autora de los poemarios Alguien vivió aquí (Argonáutica-UANL, 2018) y Xicotepec. Años roble (UAM, 2022). Es profesora de escritura creativa y de español como lengua extranjera. Actualmente cursa la Maestría en Lingüística Aplicada en la UNAM.

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