Jeannette L. Clariond
Estar dentro de una traducción es una actividad mental que amo. Me enseña a escuchar otro tiempo, otra lengua, a retroceder en busca de una raíz. Me despierta de un largo sueño donde yazgo sobre un montículo de tierra, piedrecillas y hierba suelta flotando en medio de un lago. En torno al montículo se agitan lentejas de agua, colas de zorro y flores de nenúfar. La hierba ha echado raíces que se mecen bajo el agua, creando su propia música. Las puedo observar desde el fondo, se mueven conmigo, giran a donde yo giro, se detienen en donde me detengo: ellas sostienen a escritores, lectores, traductores. Han existido desde siempre; surgieron de la semilla primera. En torno suyo, lentejas, colas de zorro y nenúfares procuran la sombra o el sol, el frío o el calor según se requiera. Así la traducción.
Samuel Beckett nos enseñó que el deber y la misión de un escritor (no de cualquier artista, sino de un escritor) son los de un traductor. El traductor tiene el deber de rememorar, devolver esperanza a la catástrofe, situar el hecho histórico en el presente, sin afectar su verdad. Sin traducción sería casi imposible acceder al gozo que procuran obras tales como la Ilíada y la Odisea, las grandes tragedias griegas, la Biblia, además del acervo de un notable cúmulo de autores. Lo digo no sin cierto temor a que parezca exagerada mi percepción: merecen ser leídos por el hecho de haber consagrado sus vidas a hacer de este mundo uno más vivible. Traemos su mundo al nuestro, pero sigue siendo su mundo. Reconozcamos que nuestras bibliotecas están conformadas fundamentalmente por traducciones.
¿Qué traducimos? El inicio de la ruptura con lo divino. Esto puede ser atribuible tanto al profeta Isaías como al novelista James Joyce. En la tradición judeocristiana el profeta rompe con Dios para llenarse de visión. En cuanto al irlandés, entra en la vanguardia al romper con su religión y volver su mirada al viaje de Ulises traído a actualidad en el año de 1922 bajo el título Ulysses. Joyce narra la búsqueda simbólica del hijo por parte de Bloom y el propósito de entregar su vida a la escritura a través de Dédalo. Aquí el inicio: «Majestuoso, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y una navaja de afeitar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se ondulaba delicadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana. Elevó el cuenco y entonó: —Introibo ad altare Dei». Joyce tuvo que haber leído, trasleído, descifrado, interpretado, escuchado en voz alta a Homero; tuvo que haber contrapuesto varias versiones de la Odisea, entendido el mundo griego, la navegación, pero sobre todo tuvo que ser el extranjero que explora durante siete años las peculiaridades más recónditas de su país, a la distancia, para escribir mil páginas de un lugar, Dublín, de la manera más humana posible. De eso trata la traducción.
Como el escritor, el traductor necesita organizar su Cosmos. En la vida de ambos existe un desorden que buscan regresar a la unidad y sólo pueden lograrlo a través de la escritura. En este sentido la traducción devuelve al lector la armonía primordial en un viaje que se abre a un tiempo que avanza en doble dirección.
Gershom Scholem alude al corazón del corazón, incordio: recordar, dejarse atravesar por la memoria. Ulises es un dublinés tratando de recomponer la catástrofe de los irlandeses. La cólera de Isaías se resuelve cuando cierra sus ojos y adviene su propia visión. El dilema moderno de la literatura es cómo puede la escritura resolver la catástrofe. Así, el verdadero protagonista del texto pasa a ser el lenguaje. La actualización de la palabra exige escucha. La preocupación principal del traductor debe ser escuchar. Lo traducido se vuelve eslabón en la cadena que es la tradición. La palabra vertida une eslabones. Cuando un eslabón suena, todos suenan juntos.
En esta analogía la música es el aceite que lubrica el contacto de un eslabón con otro, inhibiendo su corrosión. Melopeia advirtió Pound al escuchar la música de Joyce y «chop, chop, chop» respondió Walcott al ser interrogado sobre cuál versión de la Odisea había leído al escribir Omeros, con lo cual insinuaba que oía el ruido del oleaje en su natal St. Lucia al alba. El traductor no puede perder la música, vínculo entre consciencia y universo, concordia entre eslabones que alienta la arquitectura-basamento del texto.
¿Debe el traductor viajar al lenguaje del autor o el autor al lenguaje del traductor? Esta segunda opción me parece la menos deseable debido a que se excluye la escucha a favor de la imposición de lo propio sobre el aplastamiento de la raíz, y su irreparable desgarro. Ello conduciría a una sustitución de la palabra originaria por una interpretación personal, limitada. Tampoco estaría de acuerdo con radicalizar el texto hacia la lengua meta, a la expresión del país al que pertenece quien traduce. Equivaldría a intentar trasladar los acordes de la Quinta Sinfonía de Beethoven al jarabe tapatío. Una obra no es superior a la otra, tan sólo subrayo que en traducción la música juega un papel determinante en la continuidad y la perdurabilidad de una tradición.
Walter Benjamin en su texto introductorio a los Tableaux Parisennes de Baudelaire, ve la traducción como una continuación del original, como si quien traduce prosiguiera el texto de forma transparente, de manera que no se perciba como impostación extranjera (el subrayado es mío). Todo original posee la expresión de la belleza por el sacrificio, eso que aproxima la traducción a un acto sagrado, hilo hecho de carne, huesos, nervios, sangre, esqueleto, un cuerpo fonémico que podemos tocar, sentir, odiar, amar o rechazar. Un acto místico permea toda traslación, tiempo sagrado al que se regresa bajo el deseo de hallar las manzanas de oro que ofrece Gea a Hera. No hablo de la inmortalidad sino de hallar vida en la palabra, y perdure así entre nosotros. A eso alude Anne Carson cuando señala que busca dejar en Safo y en Catulo el rocío que sintió al descubrirlos, a sus apenas catorce años.
Es lugar común relacionar la traducción con la traición. Nada más alejado del lazo expresivo que procura el acto creador si cimentado en la memoria y en el encuentro de textos que renacen y florecen en otras lenguas con el fin de celebrar recogimientos urgentes para nuestro tiempo. ¿Trata la traducción de unir una lengua con otra? Mi primera respuesta es que es su segunda obligación. La primera y esencial trata de unir los fragmentos de la unidad perdida, pureza que en los libros sagrados se reconoce como «inocencia», un estado del alma libre de culpa.
Pese a que intenta trasladarnos hacia esa inocencia, la traducción despierta renovados demonios. Estaban en nosotros y en la traducción permutan bajo distintos códigos antes desconocidos. Ésa su ruina, ésa su riqueza. Los demonios nos rondan, acechan y asedian aun en el sueño, navegación inconsciente hacia un mar que nos susurra el vocablo que, por días, semanas, meses intentábamos encontrar. El sueño se torna en ese otro estado del alma que se supone emancipado de las amenazas de la vigilia. No se trata de elegir entre ser fiel y ser literal, dicotomía planteada por Schleiermacher hace más de doscientos años. Se examinan recursos integradores que condesciendan a un coito pleno, honesto, sincero entre dos lenguas, atributos del compromiso con la palabra.
Hemos dicho que se traduce para proveer unidad al caos. En toda traducción hay un misterio —por el que se unen ambas tradiciones— una ruptura que abre paso a la continuidad, la renovación. El misterio exige soledad en el tramo ingénito hacia la traslación: monstruos, ríos, pruebas surgirán y, como en todo acto ontológico, surgirá el instante de la elección. Al elegir un vocablo preciso nos elegimos y reafirmamos nuestra lengua. Al elegir renunciamos o confirmamos nuestro ser en la palabra, la renovamos dentro del contexto histórico sin nunca quitar nuestra mirada de aquella raíz bajo el agua. Despertamos en un mundo distinto sin que nuestra esencia sea alterada. La otra voz nos acompaña en el viaje.
En el principio es el sueño. El sueño precisa de noche y silencio. Sobre un montículo dormimos. La palabra nos despierta. Así brota el deseo de traducir: comunión de lenguas que asumen las imperfecciones del amor. A más amor, mayor interpenetración, más exactitud, mayor acercamiento a la palabra que el autor ha cedido como xenia. El traductor no tiene la obligación ni el deber de crear textos superiores a los originales. No debe juzgarse su trabajo por su capacidad de «mejorar» el original. Lo que el lector ideal desea es leer los textos tal y como fueron escritos por sus autores, que le sea permitido conocer el original, sin adornos ni retoques de albañilería. Toda buena traducción se apreciará real, trabajada con honestidad y asumirá las imperfecciones —grandes o pequeñas— del texto sin advertirse en su lectura el resane de los muros o la sustitución de estilos en las pilastras. Importa más atender el sonido de la cadena que une a Petrarca, Garcilaso de la Vega, William Shakespeare o Edmund Spenser y sus aportaciones para una más enriquecedora lectura de Seamus Heaney o Derek Walcott, a quienes leemos desde la música de la baja Edad Media italiana junto a sus precursores Dante y Boccaccio. Con ellos navegamos las corrientes del Arno, las caudalosas aguas bajo el puente de Londres, los lagos de la Toscana, las fuentes Uffizi que nos arrastran hacia los provenzales y su imborrable flujo Sufí.
Una mañana lluviosa de abril, mientras traducía Los salmos de W. S. Merwin, lo llamé por teléfono para despejar unas dudas. Entre otros temas me preguntó, en tono de reclamo, la razón por la cual no estaba incluido James Wright en La escuela de Wallace Stevens. Le dejé ver la razón. Al día siguiente adquirí lo que tuve a mi alcance sobre Wright. Esa misma mañana me comentó que Ezra Pound le había dicho, años atrás: «You are too young to write poetry. What you need to do is translate. You will learn a lot by reading the Provenzal poets». Fue determinante para mí escuchar el consejo de Pound a Merwin puesto que traducir, para el poeta, es tan formativo como leer. De hecho, pienso que un poeta debe traducir al menos uno o dos libros en su vida. No existe ejercicio de lectura que exija mayor destreza. No perdona merodeos ni negligencias, mucho menos lecturas ligeras. Comprendí que la lírica trovadoresca está presente en Petrarca (pasó su juventud en la Provenza asimilándola) y en Merwin y en James Wright y en su hijo Franz y en todos los poetas que se nutren de la Cábala.
Recordemos que durante su estancia en París Petrarca lee las herejías de Propercio y a Marco Fabio Quintiliano. La formación del orador del segundo me lleva al tema del poeta que camina mirando hacia atrás. El mismo Scholem escribió en alguna ocasión al teólogo Franz Rosenzweig: «La traducción es uno de los mayores milagros […] conduce al corazón del orden sagrado del que surge». Esta línea la cita Peter Cole en La poesía de la Cábala, en ímproba traducción de Aurelio Major que saldrá publicada en los próximos meses en Vaso Roto Ediciones. El filósofo vio en el lenguaje una cualidad de dignidad.
Traducimos para dar sentido a nuestro universo. Traducimos para dar a ver voces que dan orden al caos. Traducimos, como enseña James Merrill en «Perdido en la traducción», para hallar el tiempo ido, ese que se esfuerza en «…trabajar / La resurrección del cuerpo, sentido a sentido…», según leemos en El libro de Efraím, que lleva como epígrafe el terceto de Paradiso XV (65-69), donde Cacciaguida, ancestro de Dante, se dirige al poeta florentino como raíz a su rama:
Tu credi ‘l vero; ché i minorie e’ grandi
di questa vita miran ne lo speglio
in che, prima che pensi, il pensier pandi1
El espejo en el que se mira el traductor es agua que navegamos para encontrarnos frente a velados y luminosos reflejos. Al leer sentimos que alguien nos mira desde lejos, visión que se alarga, apenumbra, aproxima, aclara, avanza y retrocede. Se trata de un forcejeo del alma con el idioma en busca de un lenguaje perdurable. Después de todo nada se pierde, cierra el poeta sus estos versos: todo se transforma / en sombra y vigor, leche y memoria.
Traducir es hallarse en unión con los dioses. Ellos han atravesado mares, montes, cimas nevadas, ellos han luchado contra demonios y potencias extrañas poniendo a prueba su nervio y su Naturaleza para entregarnos un sitio en la lengua: en ello reside la fuerza del lenguaje.
Fuego y noche —dice Anne Carson— son condiciones de pureza experimental que Héctor debe atravesar para encontrar su centro. Las guerras de Homero, Joyce, Ajmátova, Walcott, Woolf o Celan desregularon las murallas entre las naciones. Precisamos de labios sembrados de sus ecos, lenguas que ensanchen su canto. Oírnos en los otros desde esa única y terrible soledad a la hora del poeta.
1 Crees en la verdad, por lo menos / y por lo más de esta fija mirada de la vida/ en el espejo en el cual, antes de que lo pienses, muestras tu pensamiento.
Fragmento de la conferencia impartida por la autora para la Escuela Municipal de Verano de la Universidad Autónoma de Nuevo León el 13 de julio de 2022.
Jeannette L. Clariond es poeta y traductora. Entre sus publicaciones destacan Desierta memoria, Leve sangre, Todo antes de la noche, Sobre la fronda y la medida, Las lágrimas de las cosas. Es traductora de la obra completa de Elizabeth Bishop y de Primo Levi. Trabajó al lado de Harold Bloom La escuela de Wallace Stevens. Un perfil de la poesía estadounidense contemporánea, volumen que le mereciera el Premio a la mejor traducción en los Latino Book Awards, celebrados en el marco de la New York Book Fair, del Instituto Cervantes de Ny. Ha recibido la Beca para traductores Banff Center for the Arts, Vermont Studio Center, Rockefeller-Conaculta Foundation. El Museo-Casa Alda Merini le otorgó un reconocimiento en Milán por 25 años de traducción de la poeta de quien ha publicado ocho títulos. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de México, es Miembro de Número de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y creadora del Primer Certamen de Poesía en Braille. En octubre de 2022 recibirá el Premio Iberoamericano de Poesía Pilar Fernández Labrador en la ciudad de Salamanca.