Aníbal Santiago
El mediodía de un sábado como hoy en el que estoy escribiendo esto, al escuchar desde la sala que golpeaba las teclas como si diera martillazos con mis dos dedos índices, Bialy treparía por un pequeño mueble plástico junto a mi computadora, en cuyos tres cajones guardo cables de celulares abandonados, viejas clavijas, recibos de agua y luz, plumas secas y lápices sin punta.
Ahí arriba, mi gato estiraría sus patas delanteras y relajaría el lomo para ver de frente y alerta, sin pestañear, cómo yo escribía lo mismo una columna que la lista del súper. Me observaba extrañadísimo, con sus dos ojos ámbar abiertos como toronjas. Con esa mirada asombrada me hacía sentir un extraterrestre: Bialy (un gato común rescatado con sus hermanos de un callejón de Azcapotzalco) permanecía viéndome inmóvil varios minutos, y casi que yo leía su mente: “¿No te aburre hacer todos los días lo mismo? ¿De qué te sirve llenar de garabatos negros esa pantalla? ¿No sería más divertido ser marinero o incluso mostrar ropa en un Suburbia?”.
Después de un rato viéndome, subía a mi escritorio, estiraba su pata izquierda y rasguñaba la pantalla, justo sobre mis enormes letras Arial 14. Con sus garras quería borrar todo eso. “Basta, no tienen sentido esas líneas, está todo mal escrito”. Se volvía un editor tirano al que nada le parecía: “¡Borra, borra eso, por favor, o destriparé esas palabras!”, decía con su lenguaje de rasguños, duro y dale con sus garras sobre las letras que, para su desdicha, no sufrían ningún daño. Lo dejaba ser tres minutos para que soltara el estrés, y luego lo bajaba porque tenía que trabajar. De inmediato abandonaba desairado mi cuarto, en gesto de “allá tú, sigue con tu fastidiosa labor” pese a que al menos tres veces él mismo fue el protagonista de eso que yo estaba escribiendo y que se publicaría con todo y honorarios.
Hace más de tres años, cuando me doblegué ante una larguísima insistencia de mi hija para tener un gato, adoptamos y recibimos ese cachorro de tres meses que se llamó Bialy, “blanco” en polaco, la nacionalidad de mi abuelo Simón.
La experiencia de tener un animal en casa representaba para mí algo extraño, exótico, incomprensible. Aunque él era un felino domesticado como cientos de millones en el mundo, a mí me parecía que estaba abriendo mi casa a una salamandra. En mis cuarenta y varios años de vida los animales me habían resultado completamente ajenos. Si conocía a un gato de una novia me alejaba como si de un zarpazo me pudiera vaciar un ojo. Si en un parque mi hija veía un perro, decía “aaaay, qué hermoso” y lo acariciaba, aunque fuera un French Poodle yo me alejaba velozmente cuatro o cinco metros porque de un bocado me podía arrancar una nalga. Si en una tienda de mascotas veía unos hamsters jugando a la rueda de la fortuna, volteaba horrorizado como si de una madriguera saliera una manada de ratas para asesinarme.
No entendía por qué los seres humanos amaban a los animales, y alguna vez en una sesión de terapia psicoanalítica grupal dije a una compañera que me parecía sorprendente su dolor bañado en lágrimas por la pérdida de su mascota de años y años.
Edith, una protectora de animales, nos entregó a nuestro gato un día de mayo de 2019, y aclaró que había nacido a inicios de marzo. Aunque jamás presto atención a los horóscopos, pensé: “Ah, es Piscis”. O sea, era del mismo signo zodiacal que mi madre, y por lo tanto coincidiría en su forma de ser: “será un gato dulce, apacible, sensible, amoroso”. Mal cálculo, los gatos Piscis son unos inadaptados: desde el día 1, impuso su tiranía de saltos, derribos y maullidos autoritarios. “¿Con que en toda tu vida no prestaste atención a los animales? Pues bien, ahora verás”.
Bialy acabó en cinco días con mis 10 plantas (incluyendo un filodendro venenoso para gatos que ni una indigestión le causó), tiró de un librero y partió en cuatro una hermosa paloma verde del escultor Soriano con que me premiaron un reportaje en 2007, hizo jirones kilos de papel higiénico, se subió a los sillones para tirar los cuadros, rompió las cajas de cereal para devorar mis Frutilupis, descubrió el rincón donde escondía el catnip para drogarse feliz en la sala. Incluso, acomodándose en el alféizar de la sala se ligó a la gatita de la ventana de enfrente (de los vecinos); si se me ocurría correr la cortina y eso complicaba su cortejo me reclamaba interrumpir su romance con enérgicos miaus.
Al inicio no fue fácil nuestra relación, y más de una vez, desesperado porque nuestro pequeño departamento terminaba como demolido por un meteorito, me preguntaba cómo las ciencias de la mente no habían inventado la terapias interespecie para hacer más dulces sus vidas compartidas.
Después de un tiempo en que yo me justificaba (“claro, por todo esto rehuía a los animales”), Bialy fue madurando. O quizá él me hizo madurar. Su debilidad por mi persona empezó a estar fuera de proporción. Si cocinaba, se tendía en nuestra cocina para contemplarme fascinado como si estuviera frente a un chef francés y no ante un tipo que freía un huevo. Si me tiraba en el sillón a leer se estiraba en mi pecho y no podía ni pasar de página porque me lamía la cara. Si me iba a mi cuarto a ver a los Dodgers se ponía atento a mi lado frente a la tele y casi festejaba los jonrones de Mookie Betts. Cuando comía con mi hija, ocupaba la tercera silla libre para estar en medio de ambos. Y no había minuto en que no quisiera caricias en su tersa cabeza esponjosa, que frotaba en cualquier momento del día contra mi mano para que lo masajeara. Si hubiera tenido suficiente paciencia, hubiera aceptado feliz sesiones de cinco horas seguidas de caricias. Parecía que un ser acaramelado hubiera ocupado su alma, y no quedara ni un bigote del típico mito de la indiferencia gatuna. En conclusión, se volvió un fantástico amigo de una ternura y una lealtad a prueba de bombardeos, y se fue apoderando de mí. Lo quería más que muchos homo sapiens que pertenecen a mi entorno, y él quería a mi hija y al que esto escribe con una expresividad que no le he conocido a ningún ser vivo.
Pero una noche que llegué a casa todo cambió. Siempre sano, fuerte, juguetón, estaba irreconocible. Refugiado bajo un perchero que jamás le había importado, desvanecido soltaba maullidos como tristísimos lamentos. Lo agarré, le hablé cara a cara para saber qué le pasaba y su respuesta fue sus ojos adormilados, extenuados, enfermos. Lo dejé en el piso y al intentar caminar las patas se le abrieron por su debilidad. “Esto no está bien”, pensé.
En el coche, rumbo al veterinario en la madrugada, le exigí que resistiera. Respondió con el maullido más penoso de sus 3.5 años de vida. Entonces vinieron algunos de los días más dolorosos por los que yo (y él, seguro) haya pasado, entre hospitales, sondas, medicamentos, inyecciones, respiradores artificiales e incluso una operación para extraerle 20 cálculos en la vejiga. Los médicos juraron que ya sin ellos —el origen de su padecimiento— podría orinar en paz y gozar una vida de alegría y salud.
Pero no hubo modo ni siquiera después del quirófano. La misma frase oída mil veces, “Bialy no mejora”, y traslados y más traslados angustiosos a un nuevo veterinario dentro del coche con el gato agonizando —el pobre viéndonos lánguido desde otra dimensión— nos avisaron que valía poco nuestra lucha por su supervivencia. Lo último que vimos de nuestro gatito fue un animal desvanecido, respirando jadeante con cables en la nariz dentro de una cápsula translúcida, supongo que una de las naves espaciales en las que los gatitos que mueren viajan al cielo de los felinos o a donde sea.
No quiero ser lacrimoso, pero con mi hija lloramos un aproximado de cinco o seis océanos. Cómo lo queríamos.
Y entonces llega este sábado, en el que escribo en esta apenada tranquilidad, sin que nadie trepe y arañe la pantalla, ni me diga “Borra todo eso, por Dios, qué porquería, mejor acaríciame un poco”.
Aníbal Santiago. (1974). Periodista mexicano. Ha escrito en diarios y unas cuarenta revistas. Fue reportero del periódico Reforma, y la revista Newsweek en Español. Ha sido profesor en la Universidad Iberoamericana, el SAE Institute y la UNAM, de la que es egresado. Autor del libro “México, Tierra Inaudita”. Coordinó durante tres años el espacio Deporte Inaudito en Imagen Televisión y hoy es columnista quincenal de la revista Este País. Dirige el podcast «Noticias Viejas» de Spotify y YouTube. Premio Nacional de Periodismo en México en 2007 y galardonado por la Sociedad Interamericana de Prensa en 2016.