Hélène Rioux
(Traducción literaria de Roberto Rueda Monreal)
I.
[…]
Que si en aquel momento lo seguía amando, me pregunta usted. Sigue siendo una excelente pregunta. ¿Pero a cuál momento se está refiriendo usted, en sí? A ese en el que se dejó ver la decrepitud. No sé de qué está hablando usted. Demasiado abstracto, demasiado hermético. La vez donde no me hizo venir. ¿La vez? ¿Cuál vez? ¿Esta que acabo de describir u otras anteriores, más precoces? Nuestros deseos estaban desfasados, es así. Teníamos nuestros malentendidos. De acuerdo, ¿pero al final todo se resume a eso? No. Sí. No. Eso era una entre otras cosas más. Es decir, que en medio del malísimo sexo iba cristalizándose el error de nuestra vida común, si entiende a lo que me refiero. ¿Que no? Yo me encontraba en un estado de insatisfacción tan crónica, tan absoluta. Eran demasiadas cosas y eso ya era demasiado. Cada vez que iba a alcanzarme al sillón en el que yo me moría de aburrimiento, sacudía su cara cerca de la mía. Había llegado a tal grado de insatisfacción que ya ni siquiera me defendía. “Ándale, pues, ven para que ya no hablemos de eso.” Esas trivialidades son indignas de mí, intento convencerme. Lo esencial está en otro lado, invisible, y luego todas esas estupideces. Ya no hablábamos de eso. Yo me sumergía en mi novela de amor, y él, en su ópera.
No obstante, cada nuevo fracaso alimentaba mi resentimiento, ese vampiro.
Habría que empezar por saber si yo lo había amado alguna vez. Pregunta existencial, pregunta fundamental, si acaso lo fuera. Y aún así, no sé si esa sea la pregunta correcta. Y es que, detesto el tipo de preguntas que exige una respuesta categórica. Sí, yo lo amaba. No, ya no lo amaba.
Habría que empezar por el principio. Y para eso, tendríamos que irnos muy atrás, reptar por mucho tiempo entre tinieblas. Y una vez al final del túnel, con las piernas y las manos despellejadas, quién sabe con qué nos encontraríamos. Con un monstruo de las catacumbas, con un paisaje del fin del mundo. Con el cuerpo mutilado de un niño bañado en sangre.
El principio, hay que decirlo, se ubica mucho antes del arrebato. Mucho antes del amor. Mucho antes de la decrepitud.
Durante mucho tiempo, tuve la costumbre de acostarme hasta muy tarde. Un buen comienzo para un libro. Por mucho tiempo, tuve la costumbre de acostarme hasta muy tarde. Por mucho tiempo, tuve la costumbre de ir a diferentes bares en donde la cosa estaba que arde. Esto es sólo por la rima, tarde y arde, la rima fácil. Pobre. Boileau y su Art poétique, era demasiado estricto para mí. Además, los bares ni existían en la época de Boileau. O si existían, las mujeres no iban. Mucho menos de noche. Eso no es cierto, yo no era una mujer de bares. Yo era más bien una mujer arisca, solitaria, sumergida en los libros, muy ociosa. Pero me gusta decir que iba a los bares. Hasta la hora formal de cierre y hasta después, incluso, cuando ya cerraban las puertas y sólo quedaban los últimos clientes dándole de traguitos a su última bebida antes de volar hacia otros refugios. O bien, por mucho tiempo, tuve la costumbre de pasarlo en vela con los libros. Sí, esa sí era una muy vieja costumbre. Habría que empezar por el principio. Dar con el origen, con la piedra en el zapato.
Pero, antes que cualquier otra cosa, ¿a quién le puede interesar mi historia? Que alce la mano una persona, una sola, que tenga el gusto de interesarse en mi caso. Que es de una banalidad que hace llorar. Madame Butterfly pero sin música. Emma Bovary pero sin estilo. Si tan solo hubiera, no sé, un documento secreto, un muerto en el clóset, una maleta de doble fondo repleta de heroína. Si tan solo fuéramos riquísimos, unos célebres abogados o unos crueles criminales, mafiosos, terroristas, si tuviéramos alguna enfermedad incurable, algún deterioro particularmente horrendo. Pero no, en realidad, tal y como somos, me incluyo, no estoy segura de resultar muy interesante que digamos. Y hasta un psicólogo volvería a remitirme a mi casita.
“—Ando toda melancólica, doctor.
—A ver, a ver, eso es el mal del siglo. Y no hay con qué trabajar para la terapia.
—Sí, doctor, pero yo me estoy sumergiendo en la melancolía.
—Uy, uy, uy, pero, ¡qué condescendencia la suya!, pobre amiga mía. ¿No cree que la humanidad ya está afrontando problemas más patéticos acaso? La hambruna, la guerra, la tortura, el sida, digo, sólo por nombrar algunos. Tan sólo deje de encerrarse en su burbuja, mire hacia fuera, amplíe sus horizontes.
—Cuando miro hacia fuera, dejo de estar nostálgica, pero me dan ganas de vomitar, doctor.
—Distráigase, vaya al cine.
—¡Pero si el cine es deprimente!
—Tome cursos, métase a organizaciones de beneficencia. ¿Qué? ¿No hay nada que le interese?
—Es confuso, melancólico, ya se lo había di…
—Pues encuentre algo, ¡maldita sea!
—Pero es que yo me lo he pasado buscándolo desde hace mucho tiempo.”
Rosada, yo era una bebé rosada, podríamos comenzar por ahí, pero hasta de eso no creo estar segura, quizás tuve ictericia, todos los bebés se parecen, todos los bebés tienen ictericia, todas las historias se parecen. Continúo amándote, un poco, mucho, apasionadamente, hasta la locura, hasta perderlo todo. Empecemos desde el principio. Amándote continúo. Empecemos por el final, en sentido decreciente. Hasta perderlo todo, hasta la locura, apasionadamente, mucho, un poco, te amo. Te amo menos, te sigo amando, ya no te amo. Y, bueno, eso sin hablar de los matices. En francés es je t´aime o je te veux, en inglés I love you, I like you, en español “te amo”, “te quiero”. Algunos escribieron canciones sobre eso y se volvieron millonarios. Por mencionar un ejemplo. Y yo, sigo ganándome la vida con el amor. Él se la quedó mirando fijamente con sus ojos de acero. “Usted no es más que una tontita, articuló él por fin. ¿Sigue sin entender? Usted se merece unas buenas nalgadas.” Ella posó sus ojos sobre él. ¡Ah!, su ancha espalda, ¿cómo le hará para mantener en su lugar la cabeza? ¿Ve el tipo de género al que me refiero? En pasta blanda de empalagosa envoltura, la humanidad no se renueva muy rápido que digamos. Los granitos de arena se acumulan, los granitos de arena van siendo desvanecidos por el mar. Al igual que las efímeras huellas de nuestros pasos, ¿no es cierto, señor Prévert? ¡Cuánto cliché! Las angustias existenciales de los granitos de arena mientras el mar nos desvanece y mientras las galaxias giran en órbita alrededor de otras galaxias, en fin, yo no sé si de verdad pasa así, pero como que tiene sentido.
La champaña hace que me ponga triste y que Proust no pase y que mi historia no sea ninguna que valga la pena ser contada.
Yo sólo quiero tomar un baño, pero la tina está llena de agua entremezclada con salsa de jitomate. Habría tenido el semblante de estarme cortando las venas. Nada estético. Una anécdota me viene a la cabeza. Había una vez una actriz en decadencia, que habría decidido acabar con todo de manera triunfal. Luego de una última cena, sola, a la luz de los candelabros, en medio de un comedor artesonado, esta vieja gloria del cine mudo de acento muy gangoso al hablar habría tomado somníferos con champaña y luego se habría ido a acostar a su cama baldaquino, entre flores, llevando puesto el vestido de su papel más glorioso, y se habría dormido arrullada por el Valse sentimentale. Pero los somníferos y el caviar, por desgracia, no resultaron buena mezcla y sin más, en plena madrugada, ella tuvo que levantarse, titubeante, para ir a vomitar al baño. Fue la mujer que le hacía el quehacer la que la encontró al otro día por la mañana, abrazada a la taza del baño, con su hermoso vestido maculado. Eso es lo que pasa cuando el destino decide ponerse irónico.
Si tuviera el teléfono, llamaría al SOS de la angustia. “¡Ay, no! ¡Otra vez usted! Por lo que veo, esto ya no va ayudarle con su depre.”
Si tuviera instinto gregario, me inscribiría a Deprimidos Anónimos y asistiría una vez por semana para entremezclar mis lágrimas con las de mis pares. Un baño colectivo de sal. Organizaríamos concursos de historias tristes. Ya me imagino, yo, parada en el pódium a punto de arengar ante la muchedumbre a propósito de Butterfly. Tal vez me ganaría la medalla de oro.
Hélène Rioux. (Montreal, Canadá, 1949). Publicó su primera novela Une histoire gitane, en 1982. Cuenta con varios reconocimientos literarios de gran prestigio, tanto en Canadá como en Europa, como el Prix France-Québec, a lo mejor de la literatura de Quebec en Francia, por su obra Mercredi soir au Bout de monde. Como traductora literaria ganó el Prix de Traduction QSPELL, por la obra Self de Yann Martel.
Roberto Rueda Monreal. (CDMX, 1972). Férreo defensor del reconocimiento del traductor literario como autor, es politólogo por la Universidad Autónoma Metropolitana, traductor literario por el Diplomado en Traducción Literaria y Humanística del Instituto Francés de América Latina (Embajada de Francia en México) y escritor.