Vivir o colapsar: otra razón para llorar

Estefanía Cervantes

 

Túnel

Las estrellas brillan en lo más alto de ese cielo oscuro. Puedo observar claramente la Vía Láctea y apreciar incluso algunas estrellas fugaces. Siento el aire frío y fresco en la cara. El silencio reina en ese lugar. Me siento en paz. Y despierto.

 

Al abrir los ojos, regreso a mi realidad. Voy en el metro, estoy rodeada de mucha gente. En sus caras puedo notar una sensación de gran fastidio y el ambiente en el vagón se siente pesado, lleno de cansancio. Las mujeres a mi lado van durmiendo, así como yo lo estaba hace unos instantes. Todavía faltan algunas estaciones para llegar al inicio de la línea, donde tomaré otro transporte, pero entre el ruido de los ventiladores que no funcionan correctamente y un par de conversaciones que se oyen indistintamente, el sueño se ha esfumado, como mi paciencia.

 

Son pasadas las nueve de la noche, voy regresando del trabajo y llevo ya más de media hora en el tren. No avanza. Se queda detenido en medio de las estaciones por más de 10 minutos. Me empiezo a desesperar y muevo mis piernas, señal de mi inquietud por bajar y dejar de sentir el calor sofocante del vagón. Cómo quisiera correr, sentirme libre y alejarme de la multitud. 

 

Cuando llego a la última estación, la desesperación por bajar del vagón nos invade a todas las mujeres que hemos viajado en él. Por eso, al deslizarse las pequeñas puertas, las viajeras se empiezan a empujar, queriendo ser las primeras en abandonar ese pedazo inmenso de metal que te arrebata hasta la última gota de tranquilidad. 

 

Yo decido esperar e intento no ser empujada. Y es que el cansancio es tanto que incluso pienso de dónde saldrá la energía que hará que mi cuerpo se mueva y llegue a mi destino. Soy de las últimas en bajar y voy arrastrando mis pies, la espalda me duele y siento los ojos muy irritados. Mi cuerpo grita “¡Descanso!”, pero el trayecto que aún me falta ignora por completo esta necesidad.

 

Así, camino hacia mi último transporte, después de todo el trayecto que ya he recorrido y que lo he sentido eterno. Al inicio, lo hago a paso lento, pensando en que esto ayudara a que me recupere un poco. Pero después, cuando miro la hora, pienso que es una imprudencia, especialmente para una mujer en una ciudad donde la inseguridad es alta. El reloj marca más de las 10.30 de la noche y, con estos pensamientos en la mente, mis pies encuentran fuerza de algún lado y avanzan más rápido que nunca. 

 

Al llegar, veo la larga fila de personas esperando abordar las camionetas que me llevarán a casa. “No tengo de otra que esperar”, pienso. Esta ruta es la única que conozco. Me formo al final y espero por más de media hora. 

 

La demora se me hace eterna también. Ya casi no tengo pila en el celular, así que distraerme con este, escuchar algo de música o leer no son opciones. Exhalo un largo suspiro por el cansancio y, de repente, ahí formada, esperando la llegada de mi transporte, siento un gran nudo en la garganta. Y de la nada, un río de lágrimas comienza a caer de mis ojos. Algunas personas voltean a verme, pero esto no me importa. 

 

Mientras lloro, pienso en mi día. No fue malo, al contrario. La única respuesta entonces al porqué me suelto a llorar en medio de toda esa gente es obvia para mí y se resume en una sola palabra: cansancio. Me siento como cuando era más pequeña, una niña de tres o cuatro años, agotadísima después de las sesiones de juegos o de un día de escuela, que sólo buscaba cerrar los ojos y descansar. 

 

Lloro de la impotencia de no poder llegar más rápido a mi destino, de estar parada en esa fila que ha avanzado muy lento y en las casi seis horas de mi día que gasté sólo en movilizarme en esta enorme ciudad, que poco a poco, ante mis ojos, va colapsando.

 

Cuando por fin subo a la camioneta y me siento, vuelvo a cerrar mis ojos. Estoy intentando recuperar ese sueño de paz y calma, ese anhelo por no ser un cuerpo más que se mueve a través de esta metrópolis casi siempre en automático. Sobre todo, deseo con todo mi ser no volver a sentir esa sensación de asfixia y hastío. Vuelvo a soñar con las estrellas, con el silencio y el aire puro recorriendo los poros de mi piel. 

 

Demora

Mientras escribo, suena la voz de Jorge Drexler a través de mis audífonos. “Estamos vivos porque estamos en movimiento”, canta. Me pongo a pensar y surgen un montón de preguntas que me provocan unas ganas inmensas de llorar. ¿Estamos realmente vivos al movernos en esta ciudad? ¿Hasta qué punto movilizarnos a través de ella será sostenible? ¿O es que ya está colapsada y es por eso que sufrimos día a día quienes tenemos que viajar largas distancias para ir al trabajo, a la escuela, a ver a los amigos o a la pareja?

 

Ahora lleno mi teclado con un poco de mis lágrimas. Pienso en cómo durante los últimos meses hacer actividades en la ciudad y moverme a ella desde la periferia se ha convertido en un gran esfuerzo. Siempre hay mucha gente esperando también, el transporte público tarda literalmente horas y los accidentes son cada vez más comunes. ¡Y no olvidemos el gasto económico de casi mil pesos al mes sólo de pasajes!

 

Pienso en cómo últimamente estoy cansada la mayor parte de mi día. En el pesar cotidiano que recorre e invade mi cuerpo: mis pies, mi espalda y mi cuello me duelen constantemente y el resto permanece en constante tensión, hasta los dientes. Aunque celebre victorias y mis días estén llenos de alegrías, las ganas de llorar y el hartazgo de recorrer esas distancias no se van, sino todo lo contrario, se están instalando cada vez en lo más profundo de mi ser. Pienso en las posibles soluciones y en cómo sería mi vida si no tuviera que volver a lidiar con ello.

 

Pienso en que no soy la única que vive con este dolor. Recuerdo cuántas personas compartieron su sentir y lo fácil que se identificaron conmigo cuando conté sobre esa vez que lloré de agotamiento en plena fila mientras esperaba el transporte público a casa. Leía sus palabras, sus anécdotas y sentía cómo a través de ellas me mostraban su hartazgo, su malestar y su propia aflicción. 

 

Luz

Llevo casi 13 años viviendo en la periferia de la ciudad. Antes, cuando asistía a clases, esto suponía una gran ventaja para mí porque, aunque pasara gran parte de mi día en el transporte público para llegar a la universidad —a 2 horas y media de donde vivo—, aprovechaba ese tiempo para leer, para acabar tareas que no lograba terminar una noche anterior. Disfrutaba esas horas que consideraba como un descanso de mis obligaciones. 

 

Pero ahora, esas horas se volvieron en instantes de tiempo llenos de angustia y temor de no saber si voy a alcanzar el último transporte a casa porque el metro no avanza. Se llenaron de estrés con llanto acompañado porque debido a esos retrasos, no llegaré a mi destino a la hora acordada o cuando debo entrar al trabajo. 

 

Por eso, a veces me planteo y planeo huir de la ciudad a un lugar donde el verde inunde mis ojos, donde la vida vaya lo suficientemente lenta como para poderla abrazar. Donde realmente el sinónimo vivir cobre su significado. Porque si algo ocurre en esta urbe, es todo menos eso.

 


Estefanía Cervantes. Documentalista aspirante y comunicóloga por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México. Estudiante de la tercera generación de la Unidad de Investigaciones Periodísticas (UIP) de la UNAM. Obtuvo una mención honorífica en el Premio Nacional de Periodismo Contar(nos) por su participación en el trabajo periodístico colaborativo “Los Remedios: el último pulmón de Naucalpan”, publicado en Corriente Alterna. Cofundadora del sitio web Escritoras Universitarias. Colaboradora en revistas literarias como Ibídem.

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