Efrén Ordóñez Garza
Cuando evoco las imágenes de mi infancia, en la mayoría me veo en el interior de un carro en movimiento, con un fondo barrido a través de las ventanas. La banda sonora casi siempre va cargada con los hits de la época dorada del pop en español en México —finales de los ochenta y principios de los noventa— y mi consecuente confusión detonada por sus letras y metáforas: una flor de papel, el insistente deseo por ir «hacia el sur», un tipo y su primera vez mientras escucha el concierto de Aranjuez, o unas misteriosas ambrosías salpicadas de te quieros. Sin embargo, allende aquellos acertijos resueltos algunos hasta la treintena, en la película aparecen seguido otras canciones, las favoritas de mis papás, sus discos —o casetes— reproducidos desde la primera hasta la última canción cuando íbamos a la casa de mis tías o abuelas, a misa, al súper, o al Centro, o durante los viajes en carretera. Cuando los recuerdo y hago el ejercicio, siempre elijo como favorito o, mejor, el detonante de más imágenes, a Eydie Gormé canta en español con Los Panchos.
Llevo algunos años al hilo lejos de casa, aunque antes de eso otros tantos de forma intermitente, por estudio o necesidad, siempre con períodos largos casi sin contacto humano, es decir, semanas enteras dedicadas al monitor, las librerías y caminatas en solitario. En cada espacio he sentido la distancia. Si por momentos la lejanía pesa demasiado, o si un viernes por la noche hace falta levantar el ánimo, quizá sentir algo de esperanza, basta con abrir Spotify en mi teléfono o, si la pereza es tal, pedírselo a Google Nest desde lejos, y reproducir el disco. Me gusta ver la carátula en alguna pantalla mientras lo escucho, partida en dos: a la izquierda, Eydie vestida con un suéter azul, el pelo recogido en un beehive, los labios rojos y una sonrisa, y la derecha, como una pintura de Caravaggio, los tres panchos de cuerpo completo, con sus guitarras en ristre, vestidos con sacos café, dos miradas perdidas en Eydie, la tercera a la cámara. Es la misma imagen de la caja del casete aquel, y así ha quedado grabada en mi memoria. Esas noches, destapo una cerveza antes de hacer clic en play o de darle la orden al ente siliconiano, y me siento en el sillón con los pies arriba para dejar correr el disco entero.
Suena «Nosotros» y, después del retiemblo en la voz de Johnny Albino, en cuanto entran los primeros versos cantados por Eydie Gormé con su acento anglo, Escúchame / aunque me duela el alma / Yo necesito hablarte / Y así lo haré, se activan los mecanismos fílmicos y, para cuando le escucho su Nosotros / que fuimos tan sinceros / que desde que nos vimos / amándonos estamos, en seguida me vienen a la mente el tablero y los asientos rojo burdeos del Topaz negro, en el que una vez viajamos de Monterrey hasta Kansas City durante 22 horas (alguna vez partimos el viaje en dos, pero en una ocasión hicimos de seis de la mañana a la medianoche). Quizá por haber pasado tanto tiempo en aquellos viajes y de un lado a otro en la ciudad, la textura de los asientos, su olor, han quedado registrados con tal claridad en la memoria. También el borde de la ventanilla con el seguro echado abajo y una serie de formas del otro lado, ya difuminadas por la memoria. Casi nunca veo el exterior, siempre es esa misma burbuja. En cuanto evoco aquel espacio seguro, ha cambiado el humor de la noche.
El balance entre las voces de Los Panchos, un trío formado en Nueva York (este fue un descubrimiento reciente, al comenzar a escribir este ensayo), por Alfredo Gil, Chucho Navarro y Hernando Avilés, y la de Eydie Gormé siempre resonaron en mis oídos con una extrañeza imposible de explicar en mi infancia, como si el español nativo de ellos estuviera un poquito desfasado del de ella, como si las palabras de Gormé llevaran un barrido que en aquel entonces me seducía sin hallarle el motivo. Ahora vivo en Nueva York y la coincidencia me devuelve al espacio aquel. No solo eso, Eydie tomó algunas clases en el City College, la universidad pública de la ciudad, en donde ahora yo estudio una maestría en escritura creativa, y por supuesto la coincidencia me reconforta el doble.
La segunda canción, «Piel canela», irrumpe con acordes alegres. No sé si sea la favorita de Irma, mi mamá, pero se la cantaba a uno de mis hermanos, o al menos eso repite de vez en cuando, con orgullo y un dejo de nostalgia. La imagen en cuanto escucho el coro es la de ella cantándolo, medio bailando, con las manos sobre el volante del Topaz. Me importas tú / Y tú y tú / Y solamente tú / Y tú y tú / Me importas tú / Y tú y tú / Y nadie más que tú. Con esta canción voy entendiendo: si bien la sucesión de imágenes de cada canción surgen la mayoría dentro del carro, aislado del calor regiomontano, y otras en una mezcla de las casas en donde vivimos en aquellos años, algunas más son una creación de mi mente y quién sabe si reales o no, pero su efecto es el mismo.
Por supuesto, las canciones nunca se tratan de mí. A diferencia de muchas otras parte de la banda sonora de mi vida, como enamoramientos y relaciones brevísimas, en donde suenan los aplausos en el Unplugged de Bryan Adams, o los gritos contenidos en power ballads de los ochenta en discos quemados vía Napster, pero también de larguísimas caminatas en soledad con los chícharos de un iPod de pantalla con fondo azul clavados en los oídos mientras corre completo Oh, Inverted World, de The Shins, o Riot on an Empty Street, Kings of Convenience, cada una de las de interpretadas por Eydie y los Panchos se tratan de mis papás. Los insertos en esta película de mi vida se hallan a medio camino entre la invención y el recuerdo, y los incluyen a ambos cantándolas a cada uno por su cuenta, al volante, o en el comedor de alguna de las casas en donde vivimos: con mi papá detrás del humo del cigarro mientras descansa en el cenicero, él acodado sobre la silla, muchas veces con la mirada de lado puesta en mi mamá, ella con ambos codos sobre la mesa, ruborizada o haciendo ese gesto tan común de los mexicanos (imagínese con un chasquido de lengua) para minimizar la serenata, a veces «Noche de ronda», «Y…», pero otras tantas «Sabor a mí». El disco es el telón de fondo. La música y la letra de las canciones existe en medio de sus miradas, en su dinámica, en el bienestar y la sensación de seguridad con la cual el mundo queda afuera, con sus problemas y agobios, y adentro, en el comedor o en el carro, lo que queda es un hogar.
Cuando de pronto me desapergato y despego la cerveza de los labios en este viernes cualquiera, me escucho cantando, palabra por palabra, Luna que se quiebra / Sobre la tiniebla / De mi soledad / ¿A dónde vas? / Dime si esta noche / Tú te vas de ronda / Como ella se fue / ¿Con quién estás? La estrofa me saca del trance a lo mejor porque es una de las más cautivantes en la voz de Eydie Gormé en este disco. Además, nunca me había puesto a pensar en «Noche de ronda» como parte de los registros de mi memoria. Habría esperado saberme otras, nunca esta. Sucede quizá porque me aferro, nos aferramos todos, a las palabras de las canciones de la infancia para quedarnos o volver a un instante específico.
Repetimos en voz bajita o a todo pulmón, incluso en la cabeza, cada una de las canciones reproducidas cientos de veces en la infancia. Quizá nos haya beneficiado la inexistencia de iTunes o Spotify, pues son reproductoras de favoritas, de sencillos, de éxitos, verdaderos enemigos de la cohesión del disco como obra total. Ahora, cuando mi mamá canta en la casa —siempre con los audífonos puestos—, se queda las canciones para ella misma, repitiendo sus listas de favoritas, como todos tenemos, en su cuenta de Spotify. Claro, desde hace treinta y tantos años los CDs nos empezaron a chiflar con su capacidad de brincar entre tracks. Aquel fue el primer paso para obviar la cohesión del disco —aunque no lo parezca—, porque con el casete era una obligación escuchar de principio a fin, pues pasar de una canción a otra requería mucho más esfuerzo si se le compara con la fugacidad del clic. Así, habíamos de ir de «Nosotros» a «Amor», pasando por «Sabor a mí», «Noche de ronda», y «Di que no es verdad». Las aprendimos todas y no solo las preferidas. Todas lo eran. Me pregunto si ahora los niños sentados en el asiento trasero de un carro escuchan los discos completos de sus papás, si llevan sus propios audífonos, o si todo es una mezcolanza de sencillos.
Hace unos días, en el trayecto de vuelta a Manhattan desde el pueblo de South Fallsburg, en el estado de Nueva York, luego del fin de semana de Día de Acción de Gracias con la familia de mi esposa, mi suegro, sentado en el asiento de copiloto, reprodujo en su teléfono un disco de Greatest Hits de Simon & Garfunkel. Había oscurecido ya a las cinco de la tarde y mejor atendía la carretera, pero luego de unos minutos que supuse pasábamos él, Savitri y yo en silencio, escuché cómo en voz muy baja y desde el asiento de atrás, ella cantaba cada una de las canciones. Yo las reconocía todas, pero si acaso puedo cantar los versos saltados de unas cuantas. Ella nunca me había dicho, nunca habíamos hablado del dúo, de sus canciones, nunca me los había mencionado ni a sus canciones. Ni siquiera hemos hablado a profundidad de la música favorita de cada uno. Es más, pocas veces la encuentro escuchando música (lo hace en su espacio, protegida por sus audífonos). Sin embargo, este de Paul Simon y Art Garfunkel había sido el disco que escuchó durante incontables horas, como yo, sentada en el carro, en sus ires y venires entre Fallsburg y Nyack —en donde pasó su infancia— y cantarlas podía ser un reflejo, pero también un lugar en la memoria, un espacio seguro dentro de un carro, protegida del frío.
Cuando termino de escuchar el disco de la Gormé y Los Panchos y la tercera o cuarta cerveza, no me quedo con una sensación de vacío, mucho menos de nostalgia o melancolía, primero porque suelo escucharlo dos o tres veces seguidas de principio a fin, como si fuera el casete y me encontrara yo en el Topaz, de vuelta hundido en los asientos rojo burdeos luego de varias horas y otras tantas más de camino en la carretera. No siento vacío porque su efecto nunca ha sido ese, el de restarle a mi vida, sino el opuesto: devolverme el estado de seguridad, al cobijo de las imágenes de dos personas cantándose y cantándonos sin darse cuenta a mis hermanos y a mí, haciéndonos entender que, sin importar cuál sea el estado de las cosas, todo saldrá bien.
Efrén Ordóñez Garza. (Monterrey, Nuevo León, 1983). Es autor de Humo, novela publicada por Nitro/Press en 2017, por la que obtuvo el Premio Nuevo León de Literatura en 2014, con el título Ruinas, (publicada en su primera versión por Conarte/Conaculta en 2015). Es también autor del libro de cuentos Gris infierno (An.alfa.beta, 2014) y del libro ilustrado para niños Tlacuache. Historia de una cola (FCAS, 2015). Tradujo el libro de cuentos Melville’s Beard/Las barbas de Melville, de Mark Haber (Argonáutica, 2017). Escribió el libro de falsas biografías La maestría del fracaso, con el apoyo del programa Estímulo Fiscal a la Creación Artística, del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León. También la novela Productos desechables como becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA 2016-2017. Fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León en 2013. Fue cofundador, editor y traductor en Argonáutica (ed-argonautica.com), editorial especializada en traducción literaria. Desde 2022 forma parte del programa de Maestría en Escritura Creativa de la City University of New York.