Diana Garza Islas
Ese planeta no habla no sólo porque es real, sino porque no tiene tiempo.
Jacques Lacan
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A veces, cuando hablamos con ciertas personas, olvidamos qué estamos diciendo, aunque el habla ocurra, y haya comprensión. Hay momentos en que el hablar se convierte en un fluido, y pareciera que ambos sujetos hablantes desaparecen, y desaparecen los objetos también. Momentos en que el habla está aconteciendo, sin que distingamos claramente una fuente.
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Hubo alguien con quien el hablar era constantemente frenado por extenuantes explicaciones mutuas sobre lo dicho. “No, no era eso, esto es lo que exactamente quise decir…” era la pauta para una pelea que se convertiría en una absurda indagación filológica. Decíamos hacer eso para entendernos mejor y porque según nos amábamos, pero en aquel gesto hermenéutico obsesivo no existía una voluntad de comunicación verdadera, sino el impulso perverso por vencer al otro por medio de la mejor explicación, la más precisa, la más apegada a la intención original de “lo que quisimos decir”, hasta que ello se retorcía y quedaba vaciado de todo sentido.
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Recuerdo, por otra parte, cómo nos comunicamos perfectamente mi amiga y yo a base de breves musitaciones y microfonemas, una vez en hongos.
Recuerdo la hermosa comunicación telepática que tuvimos alguien amado y yo, una vez en ácido lisérgico.
Recuerdo la rara y exacta y larguísima charla sin palabras que conocimos un grupo de amigos una noche embriagados de solventes.
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¿Cómo es posible que a veces podamos comunicarnos de forma compleja sin mediar palabras y en otras ocasiones, a pesar de la híper especificación, no logramos entendernos jamás?
Tal vez porque para comunicarse verdaderamente, profundamente, hay que entregar el lenguaje propio sin miedo a perderlo. Trasvasarlo sin haber un continente.
Algo parecido al amor.
Como hablan dos extranjeros en un tercer idioma que no es ninguno conocido.
O como se comunican los animales con los animales humanos.
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A veces, decía, durante el hablar algo sucede, una suspensión de la noción de ser sujeto o alguien separado. Como si se estuviera siendo expelido, como si el cuerpo todo fuera ojo y boca y todas las cosas del mundo a la vez. El yo cede espacio a una forma de hablar en que las palabras ya no se escuchan ni se dicen, sino que empiezan a sernos.
Tomemos de ejemplo el habla en el espacio psicoanalítico, localicemos ese momento en que la analizante se escucha a sí misma, ya sin poner atención al armado narrativo, arquetípico, lingüístico, semántico. De pronto, ella se escucha, se reconoce en esa corriente, no importando ya lo que está diciendo ni a quién, nada sino el decir mismo. Entonces, el continuo flujo del habla revela el esplendor de su vacuidad. La hablante se recibe.
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Dicen que hablando se entiende la gente. Pero tal vez no se trata de entender, ni de comunicar algo, sino de comunicarnos. Y aún necesitaríamos una palabra para designar el puente entre la comunicación y la comunión.
Y no, porque para realizar eso no se necesita de palabras, acaso reconocer que esto es la vida: una incomunicación constante que no la salva palabra alguna, pues ellas justo la hacen más honda. Y es por esa diferencia, por lo que nunca va a unirnos, que la comunión es posible.
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Reconocer que estamos hablando solas. Aunque nunca hablamos solas, pues no es el sujeto quien habla cuando hablamos solas.
—El habla habla, escribió Heidegger—.
Hablar sola, como las piedras. Olvidemos que es síntoma de locura y recordemos que el soliloquio puede ser, al contrario, la cura a la excesiva humanidad.
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Hace poco recibí una suerte de contestación póstuma de alguien que amé. Yo lo había buscado para recuperar nuestra interlocución, en otro tiempo tan bella, y él respondió rechazándome.
De esa respuesta a nuestra última charla, entendí que él no deseaba hablar, no sólo no conmigo: ya no en absoluto. Fue ahogándose. Negándonos la réplica. Se retiró, con el gesto de los verdaderos escritores, destruyendo su habla, anudando su cuello hasta la asfixia.
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Y resulta obscena e ingenua mi interpretación, pues no hay nada qué decir de la muerte, como tampoco del significado del hablar, su para qué o porqué.
Sin embargo, provisionalmente diría que es conveniente insistir en el habla por razones de sobrevivencia.
También porque los actos de habla hacen realidad y es urgente hacer otra realidad. Es urgente hechizarla. To spell: hacer hechizos por medio de fórmulas lingüísticas. To spell, que significa también pronunciación. (Recordemos que los misterios iniciáticos sólo podían ser entregados oralmente porque el acto mágico es un modo de entonar.)
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Recordemos también que el proyecto metafísico occidental es el de la voz que significa, comunica, dice cosas. La fundamentación epistemológica de este paradigma acentuó el razonar y el sentido, en detrimento del sonido y el resonar. ¿Podríamos nosotras pensar en un habla que signifique desde estos otros polos? ¿Desde la sola entonación? ¿Desde el timbre? ¿Desde el ritmo de lo dicho?
Para que la experiencia de este tipo de habla pudiera ser vivenciada en su dimensión total, sería necesaria una aproximación epistémica al mundo distinta de aquella que privilegia la lexis y el logos. Necesitaríamos entender el sentido, y el sinsentido, de otra forma.
De lo que no se puede hablar hay que cantar, nunca dijo Wittgenstein.
Pero nosotras podemos imaginar la materialidad sonora de la palabra como sustento de la significación. Y podemos intuir que lo que hace sentido no es sólo el cómo suena sino la materia misma que produce este sonido, podemos imaginar que el sentido pasa también por lo sentido.
Lo sentido: aquello que carece de posibilidad para explicarse por el lenguaje, aquello que no se sujeta al binarismo de la lengua. De ahí que una de las más complejas formas del sentir, la experiencia mística, se disuelva en la paradoja de no poder expresarla, en ese no sé qué que quedan balbuciendo.
¿Y no está acaso toda habla, no sólo la experiencia mística, marcada por ese balbuceo, por ese intento de decir? ¿No es verdad que cuando hablamos siempre quisiéramos decir no precisamente eso?
Aquello que queda fuera del lenguaje es lo que justo desearíamos decirnos.
Lo real, es decir: aquello que no es tocado por el lenguaje.
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Pensar en una posición epistémica en que el sentido esté dado por el ritmo en lugar de la semántica, significaría abrazar a este monstruo de lo real. Similar al terror y el goce de la música, que no significa nada.
Otras historias de terror: que cuando la voz se separa del goce de cantar y se da cuenta de que está haciéndolo, aparece la voz del padre como separación de la entidad unaria. Ciclo del humano: nacer, crecer, decir: esta voz es mía. Comienza el ciclo del autor, la ficción del mundo binario.
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Un día le pregunté a mi hijo:
—¿Tú de dónde crees que viene la voz? ¿crees que es tuya?
—No, viene de aquí, del espacio, respondió tocándose el pecho.
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Recuerdo: A veces, cuando era niña, de pronto todo empezaba a palpitar y las cosas perdían su dimensión y yo misma era esas cosas palpitando. No podía determinar si un objeto era más chico o más grande ¿respecto a qué, si yo misma me sentía parte de esa masa creciente y menguante? Episodios problemáticos, pero sólo en tanto quería referirlos.
El habla y la epistemología que imagino tal vez podrían dar cuenta de acontecimientos como éste, aunque eso implicaría una disolución de la identidad, una despersonalización, implicaría aceptar que el discurso ocurrirá a pesar de nosotras, más allá de nosotras y —paradójicamente y no— siendo nada más que nosotras.
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Recuerdo también esta sensación: la de saber que siempre había tenido la experiencia de ser esto, la experiencia del “estoy aquí existiendo el existir”. No me sentía llegada al mundo, sino con una conciencia eterna del estar consciente. Recuerdo darme cuenta de esto antes de tener necesidad de decirlo o de saber que existía la posibilidad de decir.
Cuánto he deseado a veces ese estado: no saber hablar.
Infans: infancia: como se le dice al que no habla —no aún.
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Mi primera memoria: Tenía tres años de edad y mi madre me enseñaba a escribir. Yo, en el piso, con una pluma de tinta verde. Recuerdo escribir algo, ir a enseñárselo, y preguntarle: ¿esto qué dice? Y ella respondió: no dice nada.
Insistí: ¿pero entonces cómo se habla?
Su respuesta: es que eso que tú escribiste no se puede decir.
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Esa frase se convirtió en el epígrafe de mi vida.
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Lyotard distingue lexis como voz articulada, enunciación, aquella que tiene significaciones, un emisor y un destinatario. La phoné, en cambio, es la voz cuyo sentido radica en el tono y el timbre, aquello que no tiene dirección, lo que está manifiesto, ahí, lalangue. Para Freud, lexis y phoné corresponderían, una y otra, a la representación y el afecto.
Es probable que yo creyera a esa edad que cualquier garabato, palabra o no, debía tener una manera de pronunciarse, y que esa manera precisa de decir ese garabato era ya su significado. Que no se me diera ese sonido, me dolió.
Pero cuando yo preguntaba por el significado de lo que había escrito demandaba otra cosa, no el significado, no la representación, sino el afecto. Yo reclamaba un sentido, sí, pero tal vez necesitaba sólo que la voz de la madre no desdeñara esa demanda. Que laleara, que miaumiara, que gruñera. Sentir eso.
Reconozco que me he narrado en retrospectiva a partir de esta falta, que me he significado en un ímpetu (inconsciente al inicio) por darle lugar a esa habla —a esa escritura— que no se puede decir, pero que justo desde esa imposibilidad de hablarla, ya está manifestándose.
He apostado por inventar una infans, no como regresión a esa idílica babel, sino en el intento de fundar un escenario donde pueda hacer sentir este más-allá-del-sentido. Eso que intuimos todas.
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Desearía convocar a esta infans.
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Podemos imaginar un habla así, que prescinda de palabras, un habla formada de balbuceos, glosolalias, tonalidades y periodos rítmicos, pero tampoco es eso lo que deseo. Es simple hacer sustituciones en un mundo de binarismos. No se trata de suplantar la estructura del sentido semántico por la estructura del ritmo, eso es provisional, mientras nos desasimos de la ilusión de las estructuras estructurantes.
¿Cuál es el decir que hay en el habla y que no tiene que ver ni con lo que realizan ni la lexis ni la phoné? ¿Qué otro tipo de comunicación podría existir que no requiera de esos recursos de articulación, de voz y signo? ¿Una comunicación telepática? ¿Qué tendríamos que hacer para que ocurran esas experiencias sin-habla que a veces suceden con las drogas o el amor?
Qué tendríamos que hacer para llegar con el habla a un lugar sin voz. Sin vos.
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Pongamos de ejemplo la escritura asémica. Obviando el goce del garabato, el auge del gesto asémico da cuenta de una necesidad colectiva por hacer sentido de otra forma. En esta época, marcada por un oscuro vaciamiento de sentido a causa del exceso de palabras, la escritura asémica puede leerse como una alternativa epistémica que, por vía de lo ilegible, hace posibles otras formas de percibir la realidad, más allá del régimen de la semántica.
¿Podríamos trasladar el gesto asémico al ámbito del habla? Dicho de otra forma: ¿podríamos trasladar la experiencia del poema, su decir lo que no se puede decir, a la experiencia de la vida cotidiana? ¿Sería posible abrazar esta incomunicación estructural?
¿Y cómo responderíamos a ello éticamente? ¿Cómo asumir esta vía sin que la falta de sentido unívoco conduzca a justificar la violencia?
Pienso que, a diferencia de otros seres vivos, lo específico de los sapiens es que nuestro lenguaje ha sido pactado, avalado y delimitado por una élite que detenta el poder. Por ello, es importante renunciar a la humanidad, es decir, al modo específico en que el pensamiento se realiza en este mundo, marcado por una violencia original: el desgarre que fundamenta la acumulación como asimiento de lo otro, en respuesta a la ilusión de individualidad.
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La escritura asémica nos cimbra en la posibilidad de lo no dual. A través de ella, se actualiza una fusión del cuerpo con lo dicho, nos acerca a la desarticulación que implicaría la sumersión en “lo real”, nos permite tentar ese abismo.
Es un ejercicio estético que, preservándonos aún de la angustia de lo que verdaderamente sería entrar en lo inapalabrable, nos incita a desprendernos de lo humano para afirmarnos en nuestra condición de seres.
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Un primer movimiento para asumir un habla asémica sería determinar a dónde dirigir nuestro impulso pleural, nuestro aliento. Podríamos intentar, como dije al inicio, entregar el lenguaje, sin temor a perderlo. Intentar fundirnos con el habla, renunciar al nombre.
¿Cómo asumir la despersonalización que implicaría hablar y existir desde el continuo, donde/cuando el binarismo haya sido superado?
No hay respuestas únicas, pero intuyo que se trata de un deslizamiento metafísico, se trata de asumir algo como una mística atea, se trata de un desplazamiento hacia el amor —por no tener una mejor palabra.
Se trata de una forma de lograr estar fuera del lenguaje. Se trata de hacer algo que no sabemos cómo hacer, pero debemos empezar a hacerlo, fuera del pensamiento y la escritura, porque este, el lenguaje, no es ya el hábitat.
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Un habla así, una infans así, entraña una migración dimensional.
Sabemos que, a nivel cósmico, no existe tal cosa como un yo, ni el tiempo como cosa.
Se trata, entonces, de dejar de tener tiempo para ser fuera del tiempo.
Se trata de hablar solas.
Para darnos cuenta que nunca hemos estado o sido solas.
Se trata de hablar dejándonos ir:
de hablar hasta dejar de ser humano
y empezar a ser planeta—
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Esa sería mi infans deseada.
Diana Garza Islas. (Santiago, Nuevo León, 1985). Ha publicado Caja negra que se llame como a mí (2015), Adiós y Buenas tardes, Condesita Quitanieve (2015) y Catálogo razonado de alambremaderitas para hembra con monóculo y posible calavera (Conarte, 2017). Parte de la obra comprendida en ese ciclo aparece en su antología En el fondo todo poema es yo de niña mirándola (2018). Como parte de otros proyectos ha publicado las plaquettes Primer infolio de las vidas reunidas de Almería Smarck (2021) y La czarigüeya escribe (2014). Actualmente es pasante de la maestría en Teoría Crítica en 17, Instituto de Estudios Críticos con un proyecto de investigación-creación sobre escritura asémica y dibujo abstracto. Es coordinadora del Laboratorio Interdisciplinario de Investigación y Prácticas Artísticas LIMINAL en el Centro de Investigación, Innovación y Desarrollo de las Artes (CEIIDA), en la UANL.