Donnovan Yerena
Me es difícil hablar de ti. Se me cansan los dedos estos días de finales de semestre, me es difícil hablar de cualquier cosa en realidad. Pensar en ti es cansado, incluso cuando mis maestros te traen a colación, te vemos lejos, inalcanzable. Nací en un estado muy alejado al tuyo, por lo que apenas llegué y te vi erguido en la facultad, quise saber qué habías hecho para llegar ahí. No mentiré, tu lectura es pesada y sustanciosa, es tan referencial como personal. Eso es algo complicado de alcanzar, lo autoreferencial da miedo. Te expone a tal punto que todos pueden ver en tu desnudez, las astillas de tu cuerpo y de tu historia. Pero tú, Alfonso, con una voz tanto narrativa como poética tan libre y organizada, logras un balance inconmensurable. Leí tu Cartilla Moral y algunos de tus cuentos más prolíferos, incluso un cuento sobre venganza literaria, pillo. Pero no fue hasta que llegué a tu libro Parentalia: primer libro de recuerdos (1957), que pude verte cerca y reconocer que, así como yo, fuiste hijo.
Fuiste un hijo amado, deseado y bien valorado, al menos eso nos cuenta la historia y los hechos que la preceden. Bernardo, tu padre, fue un gran comandante, un líder nato, un hombre universal y más importante: fue el mejor de todos los padres; o al menos eso es lo que constatas tú en este libro. Y qué nos queda a nosotros tus lectores más que creerte: imaginar la escena de dos hombres apenas diferenciados por la estatura y el tiempo en la tez, hombro con hombro, compartiendo un mismo corazón latiendo al compás del saber y regocijándose en amor.
Leyendo tu libro puedo decirte que me lastima no haber tenido la misma experiencia paternal que tú. Me llena de tristeza imaginarme a tu padre siendo feliz mientras te tapa la mitad de la cara para imaginarse toda la grandeza que sus antepasados han insertado en tus labios, en tus mejillas, y tú te hinchas de orgullo porque te ve y te hace presente. Y yo me quedo aquí, escribiendo sobre ti y queriendo haber sido tú, haber podido ser aquel al que le tomaron la cara y le taparon los ojos para regocijarse en su propia sangre azul cobalto.
Disculpa mi abrupto inicio, tengo un nido de avispas enmarañado en la cabeza aún, sigo intentando escribir esto sin sonar grosero, o engreído. No quiero que pienses que pongo la paternidad de Bernardo en tela de juicio por mero resentimiento con mi propio padre, aunque tal vez, sea la espina en mi pie que siempre me motiva a escribir.
Lo único que espero, Alfonso, es que este ensayo sirva como un registro de mi búsqueda de respuestas sobre la paternidad no asumida. Que se constate tu verdad, y la de tu padre querido también, para que todo aquel que llegue a este texto pueda parar y reflexionar, ¿de dónde viene mi padre? ¿está realmente donde quiso estar cuando era joven? ¿seré un buen padre? ¿perdonaré alguna vez a mi papá? Y si lo piensas, cualquier persona que genuinamente quiera, puede ser un padre.
Desglosaré esta búsqueda en capítulos pequeños que alguna vez fueron fragmentos de memorias tuyas y mías e incluso de pensamientos que he tenido en algún momento y ahora los presento ante ti y converso con tus anotaciones, con tu primer libro de recuerdos, Parentalia. No es esto un tributo, velo tal vez como una alegoría al gran padre que tuviste y que nos has hecho conocer.
Raíces de latón
“Antes de reír despierto yo he comenzado a reír en sueños”, abres tu primer capítulo citando a San Agustín y pienso: antes de llorar escribiendo yo he comenzado a escribir en tu memoria. “Algunos filósofos han soñado que la Creación –el hijo– no es más que un diálogo entre el Padre y el Espíritu Santo, una sacra conversazione”. (p.15).
Si tan solo mi padre pensara que la Creación de mi carne es comunión divina, se hubiera quedado a verme crecer y a sostener mi cara entre sus manos para ver si soy espejo o si soy una olla de latón. Pero le nací comal de barro. Y tú, Alfonso, le naciste esfera de mercurio, resplandeciente reflejo de lo que tu padre algún día fue, cuando su padre lo miraba y se imaginaba que algún día el gran Bernardo reinaría el mundo, como todos los Reyes.
Me gusta pensar que fuiste feliz en vida, que tu sangre bicolor no fue un problema. Bien dicen que “en México lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc” (p.16), y mejor lo dijiste tú: “el único verdadero castigo está en la confusión de las lenguas, y no en la confusión de las sangres.” (p.17) Creo que sí fuiste feliz porque tus palabras lo confirman, el arte de la expresión fue tu medio para realizar plenamente el sentido humano. El ejercicio literario se te volvió agencia trascendente que invade y orienta todo el ser. Pienso igual que tú, la coherencia solo se obtiene en la punta de la pluma, y también en la boca del corazón. ¿Has pensado en qué pensaría tu papá de eso? El mío probablemente diría que preferiría escuchar la misa de las seis que mi cantaleta pretenciosa.
Primero viene el algodón y luego la calma
Qué acertado fuiste, Alfonso, al reconocer el orden materno (p.19). No quisiera poner en la mujer la presión primaria de la maternidad, pero la sociedad lo hace ya. La vida es injusta, pero las madres la padecen doblemente. Las mujeres en tu vida abundaron, tu madre, tus abuelas, tus primas Ochoa. Margarita, María, Aurelia, Otilia, Eloísa, Lupe, Eva, Amalia. (p. 34-35) Todas son un árbol con raíces, raíces de lodo y tabique que construyeron casas y crearon hogares que cuidaron hombres que hicieron leyes que salvaron pueblos que morían de hambre, o quizás la historia fue diferente para ti, no sé. Lo que puedo intuir por los siguientes capítulos de tus memorias es que fuiste un hombre lleno de mujeres, un hombre que se cimentó entre faldas y trenzas atributos de salud, como las de tu abuela Juana, mujer fuerte y “más valiosa que los rubíes” (p.27). ¿Qué habría sido de ti si tu padre se hubiera parecido al mío? ¿Seguirías siendo Alfonso Reyes? Tal vez serías Alfonso Sapién, el Sabio. O como yo, que sigo siendo Yerena por el anhelo de algún día llegar a ser parte de mi padre, es una incansable necesidad de la que poco he de conseguir, pero me mantiene cerca de él.
Dios amarillo pollo canario paja sol
¿Qué será de nosotros entonces si, por alguna razón, pudiéramos escoger nuestro nombre? ¿Resignificaría nuestra historia? Quizás dejaríamos de ser hijos de nuestros padres y nuestros apellidos escribirían la historia ficticia de nuestro nacimiento. Si hubieras sido Alfonso García probablemente serías veracruzano y tu escasa ascendencia japonesa te llevaría a interesarte por la cocina oriental. Hubieras crecido para ser dueño de García’s Sushi Factory, pionero en la producción de dumplings de volovanes fritos, todo un éxito del siglo XX.
Disculpa mi atrevimiento. A veces me gusta pensar en qué sería de mi vida si no me apellidara Yerena Briz e imaginarme que viajo por la cordillera del continente contando los granos de sal que encuentro en la arena para mostrarle al mundo que Dios existe. Si te cuento todo esto, es tal vez porque me falta mi padre.
Don Aurelito
Qué curioso que el capítulo que está dedicado a tu madre comience con la aseveración: “yo nunca vi llorar a mi padre”. (p. 22) ¿Ahora entiendes lo que digo? Lo injusto que es ser madre, lo desgastante y poco gratificante del oficio. No te preocupes, que yo hago lo mismo, cuando quiero escribirle un poema a mi madre de alguna manera siempre termino hablando de mi papá, de su silueta vacía que he tratado de rellenar con poemas de Luis Cernuda y escarabajos que encuentro debajo de la cama.
Los padres no tienen la capacidad de llorar, no se les han terminado de formar los lagrimales. Es una condición médica, lo he comprobado. Tal vez por eso a Bernardo le costaba tanto y no lo viste, pero seguro en las noches lo intentaba y se pellizcaba fuertísimo los cachetes hasta dejarse un rubor casi morado que pensabas era producto de su alegría torrencial, “aquella vitalidad gozosa del héroe que juega con las tormentas, como nunca lo sorprendí postrado; como era el buen pedernal que no suelta astillas sino destellos”. (p.22-24)
Los varones no lloran, su llanto aniquila.
En cambio, tu madre nació con el don de las lágrimas, y aunque aseguras que el llanto, lo que se entiende por verdadero llanto, no era lo suyo. Apenas se le humedecían un poco las mejillas. Como dices, a la mexicana, le gustaba una que otra vez hurgar en sus dolores con cierta sabiduría resignada y eso era lo que unía su corazón al tuyo: un mismo latido de sufrimiento.
Las madres lloran, heredan los mares.
Las guayabas de mi abuelo
En algo puedo decir que soy más afortunado que tú, y si me lo permites, me regocijaré y lo celebraré anchamente en este apartado. Yo sí tuve la oportunidad de conocer a mis abuelos. Lo que para ti fueron bustos en la sala de invierno para mí fueron pasteles de elote y guayabas que me atiborraban la panza cada que veía a mis abuelos. Y conocer a mis abuelos me ha abierto un mundo que tú no hubieras podido imaginar. No te culpo, y por favor no me culpes a mí. A ti te tocó un padre presente, a mí me tocaron abuelos vivos. No por mucho tiempo, mi abuelo murió en un accidente cuando yo tenía siete años apenas. A mi abuelo lo mató un camión de jitomates. Duré algunos años sin comerlos porque pensaba que habían sido culpables de su muerte. Se llamaba Jesús Alberto Briz Figueroa. Él fue para mí lo que para ti fue don Bernardo. Mi abuelo no fue general, ni gobernador, ni nada de eso. De hecho, fue piloto aviador, y en cierto truco mortal, llego a perder el control, pero al final hizo un vuelo. Y anduvo de explorador en un lejano país y obtuvo su cicatriz de alguna garra de león. Y fue poeta de amor y de la guerra mundial, un carpintero faquir que te arreglaba hasta el pelo. Y anduvo de pescador en el Atlántico cruel y andaba siempre con él yo no sé qué gran capitán que combatió un huracán que no cabía en el cielo.
Pero si mi abuelo acaso fue algo de lo que te conté, da por seguro que mentira no es, pero no se acerca nada a la verdad. Es quizás, una canción de El David Aguilar que adapto a la memoria que tengo suya o la que este oficio me ayuda a crear. Por eso te digo que entiendo por qué dedicarle libros y poemas enteros a Bernardo, las palabras borbotean cuando uno extraña a alguien. Y disculpa si me atrevo a dudar, ¿qué padres tendríamos todos si pudiéramos escribirles nuevas historias y jurar que fueron hombres de buena fe y dedicados a su ser papá? No sé, tal vez tú sepas de eso un poco más que yo.
Ahora me parece pertinente reflexionar sobre el cambio que ha habido en la historia sobre la paternidad. Tu padre fue un gran general y el mío un simple apicultor, no que sea mejor una cosa que la otra pero, sin pensarlo, hay una diferencia muy grande entre los dos. Me pregunto si su paternidad fue deseada. Digo, realmente las personas despiertan un día y dicen, hoy quiero ser papá. Es difícil elaborar para mí sobre este tema. Tú crees que Bernardo un día se despertó y se dijo a sí mismo: luego de mi gran éxito con la ley de exención de impuestos, creo que quiero un hijo. Probablemente sí, porque tuvo nueve. Me conmueve leerte tan entusiasmado, esperando que un día tu padre se consagrara a escribir sus memorias de cuando regresó de Europa, pero cómo iba a doblegarse ante el deseo tuyo, un muchacho sin experiencia (para colmo, “picado de la araña” y que vivía siempre en las nubes). (p.56). Cuando te leí así, tan frágil y sumiso, tan yo, supe que ese debería ser el título de este ensayo: las raíces a veces son de nube, son frágiles y se pueden difuminar en un diluvio. Los padres no sólo son raíces, deben ser tronco, follaje y fruto, por supuesto no todos lo serán, así que me limito a decir que son parte del origen de la vida.
Siguiendo con todo el cambio sobre las paternidades, recuerdo que Luis Bonino argumenta en “Las nuevas paternidades” que, para que exista el padre debe haber un hijo que le reconozca y, así como hay hijos no reconocidos, también hay padres que no lo son. Esto tiene que ver en gran medida, a las prácticas culturales de cada sociedad y si contextualizamos tu vida y la mía en un país como México, donde el patriarcado moldea la estatura del padre y la anchura de la madre, podemos afirmar que los hombres posponen su cercanía sin sentirse culpables al respecto o acusados incluso. Pueden sentirse proveedores sin estar ni moral ni físicamente en la cotidianeidad de los hijos. Existen entonces “padres ausentes, presentes, abdicantes, huidizos, irresponsables, desinteresados, reaparecidos, tradicionales, ambivalentes frente a nuevos modelos o igualitarios”.
No digo que Bernardo haya sido mal padre, y no afirmo lo contrario. Puedo decirte que para mí, ficcionalizar mi relación con mi padre me ha ayudado a consolidar una figura paterna literaria que me sirve como guía cuando escribo. Quizás tú hiciste lo mismo, o no. No seré envidioso.
De gobernador a miembro AA
“Hablando, hablando, mi padre volvía a ser quien era”. (p.57). El mío también, Alfonso. El día que lo vi subido en el pódium del centro Nueva Luz en Buena Vista, Michoacán, conocí realmente a la persona que dice ser mi papá. Habla tan rápido que todos corrían detrás de sus palabras para que no se escaparan, el cuarto se llenaba de culpas y arrepentimientos, de un leve reconocimiento de mi existencia, pero por lo menos, pude verlo. Escuchar a mi papá hablando en sus reuniones de Alcohólicos Anónimos me regresa a mi padre, así como escuchar las sencillas charlas de la siesta te regresaban ileso a tu padre. Rescatas en este capítulo algo con lo que me identifico personalmente, Bernardo se hizo amigo de Rubén Darío y algún día le consagró una página en La Nación de Buenos Aires, comparándolo con los capitanes romanos de Shakespeare. Pues bueno, con temor de ser pretencioso, puedo decir que, cuando se sube al estrado y toma la palabra,
mi papá es Rubén Darío.
Memorias solares
Hoy te celebro a ti y celebro a tu padre Bernardo. Hoy me reconcilio con el fantasma que es mi padre, con el poema de Luis Cernuda en el que lo he convertido, perdono cada parte de él que no está aquí. Hoy espero que usted, lector que ha llegado hasta el final, retome entre sus lecturas a Alfonso Reyes, que recuerde que en la memoria habitan peces lunares que esperan ser descubiertos por unos ojos de sol, como los de Bernardo. Hoy te leo en estas memorias que son tan tuyas como mías. Ahora yo escribo sobre mi padre, que es una colonia de escarabajos kafkianos y poemas sueltos. Tú siempre le escribiste a tu papá que fue un gran coronel, uno de los grandes Reyes. Un padre solar, inequívoco y cósmico en construcción. Y me doy cuenta, observando este ejercicio tuyo, de lo indispensable que es pensar críticamente en nuestros referentes en torno a la figura del padre, y qué mejor, que sean padres presentes, carnales, tiernos y solares.
Donnovan Yerena. De Morelia, capital del estado de los pescadores. Estudiante de Letras Hispánicas fuera del agua. Formó parte de la segunda generación del Centro de Creación Literaria de la Casa del Libro de la UANL. Anteriormente obtuvo el primer lugar en el Certamen de Literatura Joven Universitaria UANL con un cuento sobre añoranza y té. En la actualidad, con eso sobrevive en la gran ciudad de las montañas. Certero creyente de que todas las historias son peces pero solo aquellas que se escriben, jamás serán pescados.