Alfonso Reyes: Entre la plenitud y la oquedad en la cartografía literaria de México

Julio Mejía Valenzuela

 

Una estación del metro y varias calles y avenidas comparten el nombre de Alfonso Reyes en el área metropolitana de Monterrey. Una de estas avenidas, en el municipio de San Pedro Garza García, conduce a la Universidad de Monterrey, mi alma máter. De 2008 a 2022, fue un tramo que recorrí casi todos los días; primero como estudiante, y luego como profesor. Sólo en un par de ocasiones, en ese periodo de casi quince años, alguien llegó a mencionar la simpática coincidencia de que Alfonso Reyes representaba el camino hacia el estudio y el conocimiento. 

Sospecho que la cercanía cotidiana con el nombre terminó por trivializar el hecho. Análogamente, la ubicuidad de Alfonso Reyes (en la cartografía literaria de México) ha terminado por reducirlo al nombre de premios nacionales o internacionales, notas al pie de página, referencias librescas en medio de un discurso o un ensayo.

Para el grueso de la comunidad lectora de México, Alfonso Reyes existe como una serie de paradojas: es el escritor más prolífico de México, y el menos leído de nuestro catálogo de clásicos; escribió sobre todos los temas, y no es la máxima autoridad en ninguno; dominó casi todos los géneros, pero no produjo ninguna obra maestra. Es el encuentro entre la plenitud y la oquedad. Pese a estos contrasentidos, estoy convencido de que podría ser considerado el más vigente de nuestros clásicos. Pero hay que explorar el origen de la desconfianza que lo tiene petrificado en el canon.

Alfonso Reyes: el Regiomontano Universal. Aunque el apelativo reconoce explícitamente su origen regiomontano, más que acercarlo, lo aleja. Y no por llamarlo “universal”, sino por el hecho mismo de ser un apelativo. ¿Cuántas figuras de la literatura mexicana cuentan con un apelativo? El primer nombre que me viene a la mente es el de Sor Juana Inés de la Cruz, Décima Musa” y Fénix de México. ¿Quién más? Quizá podría argüirse a Efraín Huerta, el Gran Cocodrilo”, aunque su apelativo tiene algo de cómico, y es más cercano a un apodo cariñoso y juguetón. 

En ese sentido, Alfonso Reyes se sitúa en una categoría distinta. Se codea con Miguel de Cervantes, Príncipe de los Ingenios”; con William Shakespeare, el Bardo de Avon; y hasta con Dante Alighieri, el Poeta Supremo”. La insistencia institucional de referirse a Reyes por su epíteto es un recordatorio constante de que pertenece a una esfera distinta, que requiere de más erudición o refinamiento. Antes siquiera de leerlo, ya se nos sugiere que debemos admirarlo.

De los veintiséis volúmenes que conforman sus obras completas, queda reducido (para el grueso de los lectores) a ser el autor de un puñado de textos: Ifigenia cruel, Visión de Anáhuac, Cartilla moral, Sol de Monterrey y La cena. Aunque el catálogo se amplía entre lectores un poco más especializados, ninguna obra sobresale por encima de las otras. Quiero decir que no escribió ni Pedro Páramo ni Los recuerdos del porvenir ni Balún Canán.

¿Pero puede un puñado de textos breves justificar el prestigio literario del que goza Alfonso Reyes? Sí y no. Sí, porque dada la naturaleza de su obra, es a través de piezas sueltas que podemos conocerla mejor. Javier Garciadiego, actual director de la Capilla Alfonsina, se ha expresado en estos términos: “La mejor manera de abordarlo [a Reyes] es mediante una antología general”. Pero no, en tanto que sus textos más canónicos y representativos no apelan a la sensibilidad de la comunidad lectora actual.

Dejando de lado cierto humanismo optimista que sostiene que toda producción humana tiene un valor en sí misma, hay que reconocer que las sensibilidades cambian, que no todo mundo tiene la obligación de disfrutar de todo, y que textos que alguna vez fueron indispensables pueden perder relevancia entre el público lector. Dicho de manera más explícita: sus textos de lectura obligada son lo que más impide que el autor sea adecuadamente apreciado. Estos ejemplares,en su dominio del lenguaje, perpetúan la imagen de Alfonso Reyes como un erudito libresco, encerrado en su biblioteca para reflexionar sobre la tradición literaria.

Borges, quien siempre se expresó públicamente sobre Alfonso Reyes en términos encomiásticos —en “La ceguera”, una de las conferencias de Siete noches, se refiere a él como “el mejor prosista de lengua española en cualquier época”—, en privado llegó a soltar comentarios un poco más ambivalentes. Por ejemplo, esta joya: “Si uno abre al azar un libro de Reyes, probablemente caerá sobre algo insignificante: por un buen momento tiene muchos momentos de bobería. Pero todo está bien escrito”. No hay contradicción alguna entre el piropo público y el comentario privado. Yo, por mi parte, sostengo que la dimensión más trivial de Reyes es la más vigente.

Además de ser un filólogo y traductor que se ocupó con seriedad tanto de Homero como de Góngora, Reyes estuvo atento a las novedades de su tiempo. Algo que “se sabe” es que fue pionero en la crítica cinematográfica. Dada la relevancia actual del cine, no me parece un hecho menor. Estas son algunas de las primeras palabras que Reyes le dedicó al cine:

Ensayemos una nueva interpretación del cine. Algunos pensarán que estamos perdiendo el tiempo en niñerías. Con el “espíritu de pesadez” no queremos trato. Día llegará en que se aprecie la seriedad de nuestro empeño. Entretanto, no juzguemos ligeramente del valor de las cosas, y recordemos que la Universidad de Oxford, madre solemne, no ha vacilado en dedicar dos volúmenes eruditos —un Manual y una Historia— a otra de las musas menores: el ajedrez.

En este texto, reconoce que el cine en ese entonces (1915) era considerado un arte menor y dedicarle líneas podía parecer “perder el tiempo en niñerías”. ¡Qué alejada esa actitud de la que comúnmente se tiene de Reyes como erudito!

En otras páginas (específicamente, el “Descanso XIII” de sus Memorias de cocina y bodega), anota estas reflexiones, sobre la tendencia mexicana a usar el diminutivo al hablar sobre comida:

Seguramente que la cocina es una de las cosas más características de nuestra tierra, junto con la arquitectura colonial, la pintura, la alfarería y las pequeñas industrias del cuero, de la pluma, de la palma, de la plata y del oro. El guiso mexicano y la jícara pintada con tintes disueltos en aceite de chía obedecen a un mismo sentimiento del arte. Y se me ocurre que la manera de picar la almendra o triturar el maíz tiene mucho que ver con la tendencia a despedazar o «miniaturizar» los significados de las palabras mediante el uso frecuente del diminutivo.

Este tipo de observaciones sobre realidades “chicas”,en contraposición a la gran tradición literaria, es donde se encuentra al Reyes más vigente: al vitalista, al humorista, al miniaturista. Más que en las virtudes técnicas de su prosa, la vigencia de Reyes se encuentra en su actitud desenfadada. De vivir hoy, le dedicaría palabras al universo cinematográfico de Marvel, al K-Pop, al anime. Porque para él no había temas insignificantes.

Una antología necesaria de Reyes sería breve, incluiría textos sueltos tomados de diversas colecciones como Marginalia y Las burlas veras, y llevaría el título irónico que Borges imaginó: Tiras y pelusas. Porque es en sus textos más breves, caprichosos y juguetones, donde se asoma el Reyes que más podría resonar con los lectores actuales.

Me apena un poco escribir sobre Alfonso Reyes. Su obra no requiere de más exégetas o comentaristas, sino de más lectores. Al escribir sobre él, enriquezco la bibliografía que lo opaca. Porque, aunque su obra es monumental, también lo son las antologías, reseñas, ensayos y comentarios críticos que la rodean, como una coraza. Espero que estas palabras despierten en algún lector la curiosidad de leerlo con otros ojos.

 


 

Julio Mejía Valenzuela. (Torreón, 1990) realizó estudios profesionales de grado en Letras y en Filosofía, así como de posgrado en Ciencias de la Educación en la Universidad de Monterrey. Coordinó el Taller de creación literaria del Departamento de Difusión Cultural de la Universidad de Monterrey de 2012 a 2022. Ganador del Primer Campeonato de Spoken Word organizado por el Colectivo Slam-Poetry Monterrey, celebrado en el marco de la XXIV Feria Internacional del Libro de Monterrey en 2014. Fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León en 2016. Compiló, junto con Míkel Deltoya, la antología Espasmo: Muestra de poetas de Monterrey nacidos entre 1986-1997 (UANL, 2016). Autor del libro Balón de oro (Ediciones Atrasalante, 2019).

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