Mercedes Luna Fuentes
Sólo una noche basta para alumbrar
el lento ascenso
en tenue pulso que retorna.
Dentro del hálito la quietud, su deseo
estalla
sin dispersar fragmentos.
Jeannette L. Clariond
Tú descubriste en sueños la facultad de nuestros dedos. Tu piel tembló ante su ardor, ante su imperio desbocado. Ellos acariciaron tus cabellos que se abalanzaban sobre la frente sudorosa, el dedo índice los hizo a un lado para beber, con la mirada, la humedad. Advertiste las marcas que aparecen y desaparecen en nuestras yemas por las mañanas, cuando no hemos amado y, habita, en cada falange, la espera a modo de carne suspendida en el muro del carnicero. Observaste cómo nos deshacemos de los anillos para tender sábanas blancas al final de las pesadillas. Esos son los verdaderos trabajos de la mujer.
Trabajo de mujer alcanzar el calor del viento de las tardes. Trabajo de mujer las pequeñas alucinaciones que nos nacen y se introducen en el cuerpo de hombre, de la bestia y de los insectos. Es trabajo de mujer el cerrar las ventanas para que la tormenta que somos quede afuera, sus relámpagos y sus truenos —elevarán siempre el polvo primerizo que ante la lluvia da a luz lodazales, donde patas de caballos acostumbrados a la fusta y a la silla de montar no podrán liberarse—. A ti, Alfonso, este trabajo de mujer te fue revelado en tu propia búsqueda.
Padeciste el trabajo de mujer, que es el nunca irse del amor porque el amor es tocar el corazón de lo vivo y de lo muerto, y ver su intermitencia palpitar en las habitaciones de raros tapices, en la raíz de la flor azul, es verlo acomodarse igual que libros en un estante descomunal.
Tú advertiste en los ojos de mujer cómo se vislumbra el lenguaje de la noche, el conocer a través de sus senos lo dicho por la naturaleza. Atestiguaste en su cristalino, al contemplarlo como un grano de sal, la caída de gotas dentro, en otra oscuridad, esa que raya la luminosidad del espejo de retrovisor y atraviesa miles de esferas de obsidiana, hermana de la tinta y de las cuñas que raspan la tierra circular, hermana de todo el ruido.
Creo haber visto dos hombres imitando a tu cuerpo alterado por nuestro espíritu. Porque tu mano registró, antes que ellos, la dilatación de nuestra alma. Fue así como tu historia sobre nosotras se esparció en lugares exclusivos, políticos, aburridos y púbicos. Empañaste, con nuestro hálito, los cristales de los grandes edificios de México y Argentina. Sucedió lo mismo en Brasil, Francia y España. Sobrevino entonces aquel recorrido —en tren, en barco y avión— de tus palabras. Por ti y gracias a ti, brilló la multiplicidad de nuestra alma en este grano de papel, en estas partículas de olas lánguidas que son las páginas.
Tu mano abrió en el norte de México una fisura con olor a Grecia. En su hondura extensa que alcanza a esta madrugada en la que te escribo, arrojada de la duermevela por briznas de inquietud, creo haber empujado cuatro redondas esferas en mi sueño, creo haberte visto escudriñando el cambio de piel de nuestros dedos: sus arrugas que aparecen y desaparecen, Alfonso. Comprobaste, en tu sueño que es el mío, que los meses no modifican la temporalidad del espíritu, que las nueve campanadas se desdoblan sobre sí mismas. Que el tiempo nos pertenece. Es trabajo de mujer saber que ayer, el segundo palpitaba en los relojes públicos, y hoy golpea pantallas líquidas y exquisitas.
Es trabajo de mujer alimentar serpientes de focos eléctricos que sisean bajo la lluvia, que descaman sus cuerpos en la cama del amante.
El trabajo de la mujer es el de la soledad: inundar en las villas y urbes a glorietas circulares con su caudal ensordecido por la música.
En el mismo tiempo donde damos a luz, donde somos un ser que da forma a sus propios cabellos y a sus carnes, en ese tiempo y su trabajo, tu alma percibió los elementos cambiantes de nuestra materia. Desde el pasado atravesaste con tus palabras al tiempo, y aun hoy su eco dice de la mujer: me pareció plegarse y formarse a las sugestiones de un hombre. Es así, somos seres/grafías que cambian a capricho del egoísmo del cuerpo de los hombres, también lleno de necesidades espirituales.
Sabes que los suspiros son magnificados al cerrar los ojos. Pero los suspiros de mujer suspendidos en la memoria del alba, te hicieron escribir, buscar la simetría en los astros y sus cábalas turgentes. Los suspiros que viajan de una mujer a otra, de joven a anciana, son un solo e idéntico atrevimiento vibrante de la carne. Somos la misma moneda: el resplandor y la muerte. Entre los suspiros emerge el calor, el habla de mujer, un lenguaje dual: al hablar la hija es la madre y al suspirar la madre es la hija.
Conoces el trabajo de nosotras: detener la mandíbula dentada del tiempo que nos nace entre las piernas. Conoces el trabajo que no detendremos, el que emerjan de nuestra piel flores que muerden, flores que besan, tallos que se arrancan a su raíz. Somos versiones infinitas de espíritu fuerte que te rodean como serpientes hasta el cuello.
Es trabajo de mujer ser el mar que vigila los abismos y recibe cadáveres de los seres olvidados, de los seres transparentes de dolor, de los seres desposeídos. Es trabajo de mujer observar en su caída la rasgadura en la piel hecha por rocas y tierra.
Es trabajo de mujer ser niebla diurna que cubre caminos, donde el andar de animal o ser anhela encontrar volcanes.
Es trabajo de mujer ser la noche: habitamos la sonrisa desde la clandestinidad. Habitamos los cuerpos desde el pálpito y desde el daño que desencadenan nuestros labios. Desde la monstruosidad de las explicaciones que musitamos en la sobre mesa.
Sobre porcelana y vino, con sillones mullidos tras de ti, fuiste el capitán de artillería sometido por nuestros rostros autonómicos. Hablamos de flores, de un viaje a París, —urgente que lo supieras—, de una explosión y una ceguera que te impidió ver el Arco de la Estrella, mas no sentir el viento sobre la blancura de tu iris quemado. Anticipamos lo que nadie desea mientras se maceraban vegetales y abríamos ventanas luminosas.
Regresaste hoy a mi sueño, a la misma hora que es la misma hora siempre, donde mujeres dan a luz al picaporte de la gran puerta de la desgracia o la maravilla.
El trabajo de mujer es crear sonidos parecidos a la duda, como si una araña de cristal estrellara contra el suelo.
Dialogo contigo en la penumbra, por las flores que no has visto —nunca verás esa especie irreal y verdadera—, por las intermitencias de la meditación que me han arrojado al óvalo de tus anteojos, donde la imaginación y la forma devela algo, como dices.
Es en el tiempo de nuestros sueños donde se liberan ensayos de fisonomía de los múltiples rostros que somos, donde se abre un cajón para el ensayo no escrito sobre el lujo frío de las cosas.
En ese espacio donde se comparten los sueños y las venas, todas están aquí, sus cabezas de luna negra viajan a las torres de un azul tembloroso. Desde ahí, arrojamos nuestros nombres incendiarios sobre el cáliz del deseo y la gracia.
Parto de esta inmensidad que conoces, donde liberaste el temor/ardor por nuestras piernas, por nuestras miradas de balcón abierto a la noche y al búho, por nuestras manos de ámbar y guirnaldas donde se erigen candelabros y espadas.
Fue trabajo de mujer encontrar el signo de diciembre serpenteando en tu frente. Fue trabajo de mujer alumbrar tu sendero, ser lámpara de aceite que ilumina el pasado y el futuro.
Es trabajo de mujer ser adivinación. Es trabajo de mujer conocer el ocaso del horizonte rojo, es trabajo de mujer tallar sobre él todos los nombres del tiempo, de la muerte y de las cosechas, los nombres de las ciudades y de talar en él todas las formas de tocar los labios, todas las formas de bendecir.
Porque tú anticipas, Alfonso, lo que saldrá de la boca de mujer como ave que se posa en tierra, como navío que encalla y altera el fondo, su mano te toca en esta elevación de la madrugada, como palpa el agua de un espejismo que son el hombre y la mujer, amantes envejecidos.
Mercedes Luna Fuentes. (México 1969). Ha participado en diversos suplementos culturales y festivales nacionales e internacionales. Es autora de yo/carnicero (Icocult, Conaculta, 2008), reeditado con traducción al árabe por el poeta Khalid Raissouni (IMC y ALDVS 2020); Elogio a la incomodidad (Colección Siglo XX Escritores Coahuilenses UADEC, 2011), el cual “se cuenta entre los libros más extraños, fuertes y fascinantes de la reciente poesía hispaonamericana”, según palabras del poeta Raúl Zurita. La mejor forma de usar un rifle (SEC-Conaculta, 2105) y La habitación higiénica, ganador del Premio Nacional Gilberto Owen 2017 (SEC, ISIC, Mantis Editores, 2019). Forma parte de Sombra roja, diecisiete poetas mexicanas (Vaso Roto 2016) representativa de la poesía contemporánea en México. Mereció la Presea Arte y Cultura 2017 otorgada el gobierno de su ciudad natal. Ha sido jefa de cultura y deporte a nivel federal, consejera cultural de Grupo Reforma. Su poesía ha sido llevada al teatro en Valencia España. Ha dirigido y producido programas en la radio cultural Libros de arena y coordinado la Feria Internacionales del Libro de su estado durante ocho años, y dirigió el programa de televisión educativa Tiempo de aprender. Ha impartido talleres de escritura para docentes culminando en publicación de libros. Dirigió un taller de creación literaria independiente Tinta Tomate durante más de ocho años. Radica en Saltillo, Coahuila. Recientemente fue incluida en el archivo sonoro Fonoteca Global de Poesía de España, presentó su último libro en el Instituto de México en España de la Embajada de México en España y representó a México en el Festival Internacional Voix Vives Toledo en 2013 y 2022. Colabora con medios con espacios culturales como Nexos, Este país, Milenio. Actualmente es miembro del Sistema Nacional de Creadores de México; asesora proyectos educativos y culturales; es docente federal y estatal; editora literaria independiente; trabaja en proyectos interdisciplinarios como SYNTEXTH (música electrónica y poesía), y el más reciente Tormenta de luz, con Alfredo De Stéfano y la Orquesta Filarmónica del desierto. Sus intereses son el arte interdisciplinario como factor positivo en la salud mental comunitaria.