Efrén Ordóñez Garza
Nunca he llevado serenata. Ni una sola vez en mi vida me he desplazado al centro de la ciudad, cerca de la medianoche, para elegir entre mariachis y tríos vestidos de chaquetines negros o blancos, decorados con calados artesanales y botonaduras en metal troquelado, siempre a la espera junto a la calle, o alrededor de una glorieta, darles una dirección y después guiarlos hasta la casa de la persona enamorada, arrejuntarme a la voz principal de pie frente a guitarras y trompetas, hacer como si fueran mías las letras de Hermoso cariño, Novia mía, o Deja que salga la luna, y levantar la mirada a un balcón o de frente a la puerta abierta de una casa encendida en una calle a oscuras para fijarla sobre una silueta adorada.
Por supuesto, he acompañado a varios amigos en la gesta romántica de llevar «gallo». Incluso alguna vez, a los catorce años, canté en grupo con otros huercos envueltos en pantalones tumbados de pana y gorras No Fear enfrente de un puñado de chavas, amigas todas. Ahí estábamos en la madrugada, escondiendo las voces destempladas detrás de una sola guitarra y los coros de «Te quiero tanto, tanto», de OV7, porque a esa edad no habíamos siquiera escuchado los nombres de Luis Luna o Javier Solís.
Es difícil encontrar una razón por la cual no haya sido yo el tipo detrás del arrebato sentimental. Podría haber sido la falta de dinero, también la soltería por largas temporadas, o incluso, cuando pareja había, la falta de resolución. Eso en la adolescencia y durante la soledad de los veintitantos y el comienzo de los treinta. No sé si ahora sea ya muy tarde, porque, aunque casado, me suena a un acto de galantería asociada a los roles obsoletos de género, esos como siempre pagar la cuenta porque me sale más pelo o llevo barba, darle una trompada a alguien en defensa de la indefensa porque el otro atentó contra la propiedad, o el hostigamiento en público todavía disfrazado de abordaje y hasta de buena costumbre. Aunque claro, tan difícil es librarse del condicionamiento, que no imaginé un texto para ensayar sobre cómo nunca he recibido yo una serenata. Por supuesto, la serenata, además de forma musical, se concibió como el canto de cortejo del enamorado a la enamorada. No al revés. A lo mejor le doy demasiadas vueltas.
Mientras decido si algún día me aviento a cantarle desde la calle a mi esposa, o al menos a llegar con un mariachi o trío a la puerta de nuestro edificio y arrejuntarme, como dije, a la voz principal, me queda el consuelo de otra forma de cante romántico a la cual me entregué casi desde los primeros días del concubinato y he seguido en cada cambio de casa, en diferentes ciudades y en todos los momentos de la relación.
Sin habérmelo propuesto, casi por naturaleza, fui haciéndome adepto a las alboradas. Contrario a la serenata, una canción al aire libre y destinada a cantarse cuando cierra el día para resolver un pleito con la persona amada (esto según la raíz etimológica o el rincón del internet en donde se busque el origen de la forma musical y sin meterme en la historia de esta en México), la alborada, de alba, cuando amanece o raya el día, es un canto o poema de la mañana y a la mañana. Es un canto casi de lamento por la separación de los amantes luego de haber compartido la cama o el éxtasis de la unión. Es decir, es la despedida de la noche y lo sucedido bajo el cobijo de la luna y, como en el icónico poema Sol naciente (The Sun Rising) de John Donne, un reclamo al sol por aparecer para terminar con la unión de la voz poética y su persona amada:
Viejo necio, fisgón, Sol indomable,
¿a qué viene el llamarnos
traspasando ventanas y cortinas?
¿Han de seguir tu curso los que aman?
¿Por qué ha de ser el sol con sus rayos molestos quien decida el fin del encuentro amoroso?
Como sucede con la serenata, el origen es el de un tipo cantándola a una mujer y no al revés, aunque no haya una regla que impida el sentido opuesto. La alborada comenzó así, según la mayoría, en boca de los trovadores provenzales en el siglo XII o XIII, aunque luego fue evolucionando hasta convertirse en una celebración de la mañana como tal –a veces al aire libre–, o un canto también a la pérdida en general, al duelo, dejando de lado el componente de la amante dormida.
Una de las ventajas de la alborada, al menos cuando se trata de su categoría romántica y no del tipo celebratorio o ñoño, es la de cantarse bajo techo, pues si se trata de dedicarla a la amada, puede entenderse y ejecutarse así, en la intimidad de la habitación y no con la exposición del cantante a toda la cuadra, a vecinos despiertos o chavos que, pasada la medianoche, pasan horas sentados sobre la cajuela de un carro con un cartón de cerveza a un lado.
Una alborada del tipo que a mí me va dista de ser un poema en forma como el célebre de Donne (es más, ni siquiera uno informe); contemporáneo como Aubade with Burning City (Alborada con ciudad en llamas), de Ocean Vuong, inspirado en su abuela y sus experiencias de guerra en Saigón; o uno nostálgico y lamento total como Aubade for Langston (Alborada para Langston) de Rachel Eliza Griffiths, que leí hace poco. Mi forma de alborada es un canto sin sentido, cualquier canción entonada con la excusa de celebrar un día más y el buen humor de la mañana, envuelto en una sensación de seguridad, aunque eso sí, dirigido a la pareja.
Esta alborada toma la forma a veces de un éxito en mis listas de Spotify, otras es cualquier conjunto de palabras hilvanadas con tal de expresar un sentimiento y cantadas según la guía de alguna melodía popular, o al menos de las favoritas: de Nat King Cole, pasando por Sheryl Crow, hasta llegar a Pesado. Los únicos requisitos son dos o tres pasos de baile, hacer el tonto, y la conjugación del nombre de la destinataria. Para nada significa la separación, tampoco el lamento por el fin de la noche, o el mero aviso del amanecer, como algunos académicos creen que hacían los serenos desde sus torres en el medioevo, sino más bien la celebración de amanecer un día más con la misma persona. Simple, de acuerdo, pero cumple una función importante de la vida en pareja.
Es posible encontrar, en varios sitios web, la mayoría blogs cursis y sin fundamento plagados de banners con publicidad sobre mis búsquedas más recientes en Google (sobre todo tenis para correr), aunque algunos otros con más renombre, credibilidad, y respaldados por estudios en universidades anglosajonas, listas con los beneficios de cantar en pareja, en manada, en el carro, en la regadera y hasta del desahogo de desgañitarse en soledad. De todas formas, resultan tan obvios los frutos que cualquiera de estos blogs está en lo correcto.
Si bien veo difícil hallar la manera de llevarle «gallo» a mi pareja ahora, fuera de México (aunque sí que es posible encontrar tríos y mariachis por estos lares), no es algo que me pese. Esos años más bien quedaron atrás. De todas formas, nunca he sido noctámbulo, ni siquiera cuando las desveladas podían llevarse con la cabeza en alto. Como persona mañanera, y sobre todo un enamorado, vale por ahora y por el futuro cercano dejar la forma «galante» de la serenata y quedarme con las alboradas.
Efrén Ordóñez Garza. (Monterrey, Nuevo León, 1983). Es autor de Humo, novela publicada por Nitro/Press en 2017, por la que obtuvo el Premio Nuevo León de Literatura en 2014, con el título Ruinas, (publicada en su primera versión por Conarte/Conaculta en 2015). Es también autor del libro de cuentos Gris infierno (An.alfa.beta, 2014) y del libro ilustrado para niños Tlacuache. Historia de una cola (FCAS, 2015). Tradujo el libro de cuentos Melville’s Beard/Las barbas de Melville, de Mark Haber (Argonáutica, 2017). Escribió el libro de falsas biografías La maestría del fracaso, con el apoyo del programa Estímulo Fiscal a la Creación Artística, del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León. También la novela Productos desechables como becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA 2016-2017. Fue becario del Centro de Escritores de Nuevo León en 2013. Fue cofundador, editor y traductor en Argonáutica (ed-argonautica.com), editorial especializada en traducción literaria. Desde 2022 forma parte del programa de Maestría en Escritura Creativa de la City University of New York.