El día en que yo nací, todo cambió en mi vida

Diana Garza Islas

 

 

¿CÓMO EMPEZAR A ESCRIBIR ESTO?

 

Tal vez así. Contando que hace un par de meses me encontré con una biografía que escribió mi hijo a sus nueve años. El primer enunciado decía de esta forma: Cuando yo nací, todo cambió en mi vida. 

 

Aunque la primera vez que leí esa línea me impactó, confieso que la había olvidado y que este año fue como leerla por primera vez. Es como si la frase estuviera imantada para producir un efecto tangible de lo mismo que enuncia. 

 

¿Qué es nacer? ¿Se nace a partir de la nada? ¿Nacer es iniciarse en vivir? ¿O se nace como una ruptura de la continuidad? ¿Y continuidad de qué? ¿De un no sabemos qué, al que podríamos llamar vida? Y esa vida no humana, supra o infra humana, otra cosa que humana, vida-vida ¿cómo es? ¿Dónde está? ¿Es esta misma vida esa vida otra?

 

Nada puede empezar, pues nada se crea de la nada, decían los antiguos. Lucrecio, Parménides, y otros cuyos nombres no recuperamos, insistían en lo siguiente: que nada comience es otra manera de decir que nada puede acabarse.  

 

Se escribe en el Poema de Parménides:  

 

Y es que ¿cómo lo que es iba a ser luego? ¿Y cómo habría llegado a ser?

Pues si llegó a ser, no es, ni tampoco si va a ser alguna vez.

Así queda extinguido «nacimiento» e inaudita «destrucción».

 

La Primera Ley de la Termodinámica y la Ley de la Conservación de la Materia postulan aproximadamente lo mismo. Ambas coinciden en este enunciado científico que nos es ya casi un dicho popular: La energía [la materia] no se crea ni se destruye, sólo se transforma. 

 

Si bien Parménides hablaba del ser, mientras que Lavoisier lo hacía de la materia y el piélago de físicos que dieron forma a los principios de la Termodinámica llegaron a las mismas conclusiones acerca de la energía, podríamos tender puentes y pensar que no hay distinción más que lingüística entre esta tríada de términos: ser-materia-energía. 

 

La materia, una de las formas de lo que no tiene una forma. De lo que es, siendo, inengendrado e imperecedero, entero, único, inconmovible y perpetuo. 

 

Si imagináramos que la materia es al cuerpo lo que el ser a la conciencia y sabemos que, según las leyes generales del comportamiento de la materia, nuestro cuerpo no puede morir, pues lo suyo es la sucesión transformante, ¿qué significaría morir para eso que se manifiesta del ser desde nuestra condición de entes? Es decir, ¿qué sería morir para la conciencia? ¿Es posible dejar de estar conscientes de estar conscientes?

 

La pregunta es absurda pues simplifica y opone conceptos que ya había propuesto eran indistinguibles, pero en tanto que escribir exige pretender que existe el uno y el dos y que de ellos nace el tres y de esa tríada los diez mil seres ilusorios, hay que poner palabras después de otras para que no perezca del todo la escritura, hasta dar con frases como estas:

 

Estoy consciente

 y eso es lo que es.

 

*

 

Safransky sobre Heidegger: El nacimiento no es algo que haya sucedido y quedado atrás, sino que sucede todavía. 

 

*

 

El cabalista Isaac Luria concibió su cosmogonía a partir de un fenómeno que denominó Tzim Tzum, que consiste en la contracción de la divinidad en sí misma para dar paso a la creación. En el origen no hubo origen: siempre existió algo, que al escindirse a sí mismo se hizo dos y entonces fue posible su vuelta al cero. Siglos después, la teoría del Big Bang propondrá que el universo se originó así, como un movimiento de crestas: de la implosión a la expansión a la re-contracción. 

 

*

 

Por su parte, Heidegger consideró el tedio como el motor de estos segundos comienzos o renaceres.  Así como María se dio a luz a sí misma cuatro veces de tanto hastío de verse al otro lado y no ser el espejo o no llamarse de otra forma. 

 

*

 

Cuando yo nací, el 20 de marzo de 1985, también todo cambió en mi vida. Me cuentan que ese año el movimiento traslacional del planeta se alteró, causando que la primavera comience un día antes. Durante mucho tiempo, creí que mi signo era Piscis, pues así lo consignaban los almanaques astrológicos. Conforme fue actualizándose la información sobre ese movimiento planetario que alteró los inicios y los términos de las estaciones, me enteré de que mi signo real es Aries. A lo largo de los años, algunas personas han afirmado que tengo totalmente las características de un signo, mientras que otras afirman lo mismo sobre el otro. Es curioso que sean signos antípodas. En algunas temporadas yo misma me asociaba a uno y a otro bando, lo que me perfilaría, de acuerdo a las caracteriologías zodiacales, como una quimera esquizoide. Luego comprendí que tener características opuestas no es contradictorio en absoluto. Así como en un planisferio vemos a Rusia en las antípodas de Alaska, pero en un globo terráqueo podemos constatar que son vecinos y casi comparten continente, de igual forma, las cualidades explosivas y ardorosas de un carnero que inicia y explora las cumbres, se funden con las cualidades acuáticas y pasivas de un pez que aguarda introvertido en las profundidades. La antinomia puede coexistir o, mejor dicho: no hay tal, pues las dualidades son momentos de un mapa que no alcanzamos a ver de un solo vistazo por nuestra condición limitada de entes. Ambos elementos son instantes de un mismo fenómeno: pues sin quemar no hay agua. 

 

*

 

Desde hace mucho tiempo es este tiempo que no es nunca el mismo tiempo. 

Desde hace mucho tiempo es el fin de los tiempos. 

 

La perspectiva finita de nuestra vida humana nos induce a creer que nuestros apocalipsis son los apocalipsis de la esfera. Lo que es verdad: el planeta sabe existir por sí mismo y regenerarse. Donde antes hubo mar, ahora hay desierto y mañana habrá mar. Para una conciencia eterna, el mar y el desierto son la misma cosa, la distinción es tan breve que no cabe hacerla. 

 

Sin embargo, es cierto que está en curso una extinción masiva en el planeta.  Probablemente no nos toque una extinción absolutamente catastrófica y final como nuestra fantasía tanática desearía, pero sí viviremos, estamos viviendo, la desaparición de especies, y próximamente de regiones, penínsulas y masas continentales a causa del deshielo, las inundaciones y el estío. Si bien es cierto que esta extinción se ha acelerado por los vicios antropocentristas, las extinciones masivas son naturales; esto habría de suceder, como ha sucedido ya, en algún  otro momento de la historia. 

 

Resulta, al menos, interesante atestiguar cómo estamos decidiendo vivir el proceso de extinción de la civilización terrestre. ¿Qué nos significa estar muriendo y lo que podría estar por iniciar? ¿Estamos dispuestos a inventar otra forma de vida? ¿A migrar a otra forma de conciencia? ¿A iluminarnos? ¿A iniciarnos?

 

*

 

Etimologías: iniciar, incendiar e iluminar provienen de la misma raíz, pues las tres comienzan con una breve chispa que destruye todo lo existente, a fin de que otra cosa aparezca. 

 

*

 

Si dejásemos de enunciar que nací y enunciáramos, en cambio, que nazco, podríamos re-significar la muerte —y el natural deseo de morirnos— como una apertura a otras formas de existencia. Podríamos pensar la muerte como un rito iniciático para que la vida continúe siendo vida. 

 

Pensemos, por ejemplo, en los ritos iniciáticos de antiguas civilizaciones, que exigían muertes rituales, e incluso muertes “clínicas”, para la transformación del niño en joven o del humano secular en chamán. 

 

En contraste, el mundo actual nos exige demasiado vivos, y de una forma paradójica: vivos, como si eso significara estar activos todo el tiempo, pero a la vez, inmutables en lo posible, para ser reconocidos como alguien. Hablo, entre otras cosas, de cómo nos identificamos por medio de un perfil, de ese ángulo preciso que muestra un segmento de las múltiples dimensiones de un cuerpo. 

 

Considero que dejar de alimentar al monstruo unidimensional de los perfiles podría encaminarnos a recuperar los matices de nuestra especie, tan influenciada psíquicamente por un metaverso monótono en que los diversos ángulos se perciben y se castigan como contradictorios. 

 

Para seguir naciendo todavía, es preciso no tener ni idea de lo que somos, elegir el vértigo de no gustar a un público que valida lo congruente, mientras nosotros lucimos amorfos, torpes, aprendices. Precisaríamos aceptarnos principiantes y absolutos desconocedores. 

 

Y ya veremos qué fragmentos recolectar luego de este desmembramiento ritual, qué nos queda aún aguardando entre el ardor.

 

DEVENIR LEMURIANO 

 

En esta segunda parte del texto comparto el resultado de una investigación sobre algunos ritos iniciáticos de la zona noreste de México. Estos rituales muchas veces ocurrían durante el sueño. Otras veces, tenían lugar durante las visiones de un trance. El resto de las ocasiones, los pasos que se indican son literales y habían de desarrollarse durante la vigilia. 

 

Para convertirse en hechicera (Valle del Guaxuco)

Al grupo de niñas aspirantes a hechicera se las deja solas en un claro del valle. Cada niña deberá hacerse acompañar de un búfalo rojizo durante cuatro días. Lo montará, permitiendo que el cuadrúpedo decida el rumbo. Si la niña es elegida por el azar, en el crepúsculo de la cuarta noche se encontrará un abismo. Han de arrojarse juntos. Si la niña ha de ser hechicera, al búfalo le brotarán alas a mitad del descenso. 

 

Rito de iniciación a la pubertad (Coahuiltecas – Tribu Comecrudo)

 

Para este rito, el niño debía internarse en la hondura del desierto, sin más compañía que la de un boomerang tallado por él mismo. Cuando el hambre se volviera insoportable, el niño pondría la vista en el cielo para elegir a un reptil volador. Con ayuda del boomerang, el niño cazaba a su presa, la desplumaba, había de preparar un platillo con estas plumas y comerlo. Finalmente, retornaba al pueblo con la carne del animal cazado, que daría en ofrenda a sus hermanos menores.

 

Para desarrollar el don de la profecía (Pueblo Guachichil)

El aspirante a profeta empezaba por dirigirse a cada ser con el que cruzase palabra revirtiendo los pronombres: yo por tú, ustedes por nosotros, él por ella y viceversa. Cuando la persona dejaba de pensar que estaba hablando al revés, cuando hablar así le ocurría naturalmente y no le parecía ajeno, el don se habría inoculado en el nuevo profeta de la tribu.

 

Para conocer la lengua común (Compartido por Cachopostales, Atastagonies y Tinapihuayas)

Uno debía encaminarse a las faldas de la sierra y permanecer en silencio durante nueve soles con sus lunas. Al rayar el décimo sol, se buscaría un caracol vivo y se lo acercaría a la oreja propia. Al introducirse el caracol en las cavidades auditivas aparecía el don. Mientras el caracol permaneciera como huésped, uno conocería el modo exacto de comunicarse con cualquier ser viviente. Como parte del pacto, se debía aceptar que cuando se dejase de tener esta comprensión, es decir, que cuando el caracol muriera, su humano moriría con él. 

 

MÉTODOS DE INDUCCIÓN A LA PARTENOGÉNESIS HUMANA

 

Mención aparte merecen los ritos de iniciación a la virginidad fértil. Podríamos pensar en la partenogénesis como el gran misterio de la vida, ese que el cristianismo primitivo sintetizó, procurando no hacer tan evidente su elemento principal: la cuaternidad de la virgen autogénica.

 

La partenogénesis ejemplifica la hipótesis luriana del origen como escisión y retraimiento de la divinidad: el óvulo se divide a sí mismo, dando origen a un ser que será él mismo aun siendo otro; genéticamente será clon de su madre. Cuando este óvulo nace, todo cambia en su vida. Es el nacer como continuidad. 

 

El misterio del nacimiento virgen ha sido preservado por tradición oral en diferentes tribus planetarias. Se sabe, por ejemplo, que las antiguas pobladoras de la Isla de Temiscira, región que, en los años en que el mar de Tetis comenzaba a ceder sus aguas y prepararse para su continentalidad, se localizó entre lo que hoy es Durango y el valle de Texas, podían alcanzar la autopreñez por el siguiente método:

 

Rito para preñarse sin varón (región Temiscira-Tepehua)

La adolescente debía elegir dos piedras doradas de río, a las que entrechocaba una con otra hasta sacarles chispa. Procedía entonces a frotarse el área vulvar con las piedras calientes. Al llegar al éxtasis, las piedras debían enterrarse. Luego, la adolescente se hacía a la montaña en busca de una visión: un cactus de hielo, horadado de brillo pegajoso. Al hallarlo, debía cortar de tajo la planta para asarla y comerla. Una vez terminado el manjar, la hembra quedaba preñada de sí. De regreso a su tribu, las mujeres la recibían con un banquete, en honor a la recién gestada niña, que todas criarían en colectividad. 

 

*

 

La historia de la partenogénesis es la historia que siempre existió. La historia de la historia es la historia de una entidad que da a luz, sin que ningún cuerpo entre en ella.

 

¿CÓMO TERMINAR DE ESCRIBIR ESTO?

 

Tal vez así. Contando que hace un par de semanas asistí a la graduación de secundaria de mi hijo. Me causó extrañeza que el ritual de graduación pareciera encaminar al púber a las relaciones heterosexuales: entran a pares, niños y niñas, con pasitos acompasados como si fueran hacia el altar.  

 

Pienso que, en nuestra vida social contemporánea, padecemos el vacío de rituales que nos satisfagan completamente. Los realizamos de forma estereotípica: acartonados casamientos, frívolos y anacrónicos pasajes a la pubertad, y ni hablar de los asépticos funerales. Luego, en contraparte, está la exigencia por “cerrar ciclos” y el mirar despectivamente los procesos abandonados.

 

Desde mi parecer, hay dos acciones que nos vendrían bien cultural y psíquicamente y que son aparentemente contradictorias: una, la de inventar ritos iniciáticos propios; otra, reivindicar el abandono arbitrario de las cosas, la renuncia como parte del proceso de estar siempre-naciendo y siempre-muriendo, como ruptura de la ilusión de que lo que hacemos debe concluirse para dar paso a otra cosa, como si realmente existiera una frontera tajante entre el agua del mar y la línea que lo  divide del cielo.

 

Y qué si simplemente nos interesa continuar, vivir un proceso y después otro, sin cerrar ciclos, ni hacer conclusiones, ni exhibir resultados, ni elaborar duelos. Hay algo sobre los finales que no me cierra. Y tampoco en los inicios logro creer completamente.  

 

Pensemos en el Arcano de La Muerte y pensemos por qué se le conoce también como el Arcano de la Inmortalidad y el Arcano Sin Nombre. Pensemos en la transformación radical del agua en fuego, y viceversa. 

 

Imaginemos cómo existirnos verdaderamente transformantes, como el ser y la materia y la energía, ya que no habremos de nacer ni de morir nunca. Imaginemos cómo seguir naciendo hasta que todo cambie en nuestra vida de nuevo, y nuestra conciencia se manifieste en otra forma.

 

Y, por último, o para comenzar, o para seguir con el problema: propongo imaginar qué rito iniciático inventar para jugar a ser como Aquel que Es lo sido, el siendo y lo-por-ser, en simultaneidad; puesto que no hay conclusiones, tampoco para este texto—

 

 


 

Diana Garza Islas. (Santiago, Nuevo León, 1985). Ha publicado Caja negra que se llame como a mí (2015), Adiós y Buenas tardes, Condesita Quitanieve (2015) y Catálogo razonado de alambremaderitas para hembra con monóculo y posible calavera (Conarte, 2017). Parte de la obra comprendida en ese ciclo aparece en su antología En el fondo todo poema es yo de niña mirándola (2018). Como parte de otros proyectos ha publicado las plaquettes Primer infolio de las vidas reunidas de Almería Smarck (2021) y La czarigüeya escribe (2014). Actualmente es pasante de la maestría en Teoría Crítica en 17, Instituto de Estudios Críticos con un proyecto de investigación-creación sobre escritura asémica y dibujo abstracto. Es coordinadora del Laboratorio Interdisciplinario de Investigación y Prácticas Artísticas LIMINAL en el Centro de Investigación, Innovación y Desarrollo de las Artes (CEIIDA), en la UANL.

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