Lázaro Izael
Mamá,
el campo
yo corría como si un perro enorme pudiera ser una jauría un perro enorme que rasgara una
mandíbula que perseguía mis tobillos una ágil ensoñación una gacela diminuta como las cabras y
esas crías de pezuñas no
me ponía de pie cuando los perros me rodeaban y las paredes de
madera parecían estar rasgadas desde arriba y el techo
mamá,
no había más que estrellas ciervos girando alrededor de mí
me veían ofrecida como un retazo en la dentadura carroñera por encima
y era yo
un hondo pozo
una noria inanimada
un profundo estanque
no había luz
me ahogaba como se hunde el cobre
hasta ser muy verde
más intenso que tus ojos
Mamá, el sueño no era mío
como un tripulante miraba todo
lo que se venía hacia ti
como una pesadilla recurrente
algo resonaba
también tu corazón
y no quería no
no de esa forma
y tú no podías despertar
y el sueño
siempre volverá a estar ahí
[…]
tenías tú la edad que tengo ahora veinticuatro
y no podías salir
como a veces yo tampoco
nos escuchabas andar por la escalera
movernos también en la cocina
espulgar dentro de nosotros
también nuestras cabezas
a dónde ibas
cuando estábamos afuera
y queríamos o no que regresaras
qué hacer con dos criaturas creciendo al lado
qué hacer con sus colmillos
los dientes de leche
con esta punzada
que no me deja en paz
sé del asco la repugnancia por deletrear en sílabas
y responder por milésima vez la misma pregunta
mamá, por qué
y por qué
mamá,
por qué
como si no bastaran sus bocas abiertas
para interrogarme
para qué mi lengua cediéndoles lugar
esa distancia que yo tampoco reconozco
no lo sé
y hago fuegos artificiales con la luz
explicándome a mí misma
en qué momento los dejé entrar
así
por mi cuerpo suturado
abriendo capas de mi piel su sangre
mirarlos dormir
y comprobar que aún respiran
que siguen respirando
miro sus dedos por el resquicio de la puerta
sus murmullos y los ecos
de sus pies
una pequeña tos en sus gargantas
la fiebre
que los hará volver a mí
por más que me niegue a cubrirlos
con paños húmedos
a dar de nuevo mi voz por lo que siempre me interrogan
y no quiero traducirles más el mundo
no el mío
el que veo florecer emponzoñado
que se eriza sobre mí
no quiero dejarlos entrar
no sus manos diminutas
no sus ojos
no mi cuerpo de res rendida
no
[…]
herrar las yeguas
también las mulas
herrar como el cuerpo se equivoca
sin misericordia
hundir la carne en el breñal
en esa tolvanera que el viento prende fuego
y todo fuego se ilumina como río que pasa
así las bestias que se niegan a ser marcadas
así las pezuñas hundidas
así la crin oscura las cuatro patas amarradas
para poder subir el peso de tu cuerpo
para sostenerlo
para cerrar la boca a pesar de los dientes que podrían
morder la mano
que a todos aquí da de comer
Ana,
llegaste al rancho de tus tíos
a la casa grande de alcobas elevadas
como yo al campo éste en el que entierro las uñas
tratando de lavar tus ojos
Ana, te escucho detrás de la puerta
el gesto mudo de tus labios
veo la manera en que muerdes la aureola de tus pechos
hasta sacar la sangre
la forma en que lavas en el río tu entrepierna
tallándote
como se talla
la piedra
como se talla una quemadura
y tus cabellos recogidos
el vientre tuyo abultado
la infantil forma de tu cara
y tus dientes
que a pesar del tiempo aún
uno de leche
te hace ver más niña todavía
Mamá,
las puertas de la casa se desploman
estoy junto a mi hermana
y los dos
somos como esos gazapos
que encontraste detrás del calentador
te lo digo no fui yo
yo no pude
tomar esas criaturas
y ahogarlas en la tina
y ella por más que tiene las manos
de un tornado enfurecido
no asfixió su boca
su mohín triturador
no, por más que su pelaje suavecito
nos diera mucha risa
no concentramos la vida de sus cuerpos en silencio
esa manera de ignorarse
en nuestras manos
la vida en el puño
lo que uno ama
el golpe de sus cráneos
abatidos por la piedra
[…]
del tío aún recuerdo el olor de sus manos
aquel vinagre de sus dedos
como flores que se recogen en la sierra
y tapó tu boca
para que nadie más los escuchara
por más que le temieras al final
viste sus ojos como una lumbre extinta
y te ciñó con fuerza
parecía que fusionaba un cuerpo
y tú agachaste tu cabeza entre la almohada
como un fósforo que roba
por un momento la lumbre a aquella oscuridad
sentiste las paredes recargadas
encima de tu altura
como un tránsito de horas
por encima de las piedras
como montar a pelo
te quedaste tiesa
y no entendías qué era eso más allá que aún ardía
eso que esa noche tú entregabas
y que yo ahora
no puedo hacer que se detenga
mi hermana al fin está dormida
pero yo me quedo despierto
escuchándote
fuiste por momentos la hembra de aquel macho cabrío
dilatándote a sus ojos
te abrías profundamente frágil
como si las espinas te hubieran agarrado
con sus ganchos
la sutil capa de tu carne
como si en medio de aquel terreno
de esa bruna espesura fuera tierra firme
a lo lejos
tu sangre
pompa escalorada
de dorados perfiles
herida abierta
de tu sexo
sangre
que la tierra árida
bebía como un púrpura de aurora
mezclada al campo
en su marrón oscuro
era en fin que todo florecía
un desierto hecho por ti
de muchas flores
las hierbas malas
con sus pétalos mecidos por el aire
las veías aplaudir
[…]
qué es ese sonido
que jadea en mi garganta
esa respiración
de hombres sucesivamente
esa forma en que encubres
el resquicio de la puerta con una manta
que no protege del sonido
[…]
pero cómo aclaro
cómo desprendo
de nuestro sueño
el sonido maquinal
que nos engendra
cómo hago para no despertar
para no querer mirar por debajo
para dormir toda la noche
Ana, el nombre
ahoga a borbotones
hace la naciente del ojito
que todo esto distribuya
que se alimente el ganado
que se dé la cosecha
Ana, el nombre
concentra en sí los días ardientes
la luna
que es femenina
tu pubis
aún sin vello alguno
y qué difícil es después volver a sentirlo así de suave
Ana, el nombre
como si llevara un estate quieta
resguardada
como si nadie viera ese ven
y álzame tus ojos
Ana, el nombre
esa fauce
una lumbre
clara
restregada
en tu cuerpo
como un baño de pirul
así
qué harás con él
ahora peregrino
qué cambia
y cómo es que piensas olvidar
que todo esto
presentido
está en tu carne
Izael, L. (2023). Mamá, el campo. UANL, pp. 11, 13-16, 18-20, 23-25, 27-28.