Zulema de la Rúa Fernández
No sé de dónde soy, le respondo, ni cómo he llegado aquí…
Ella me sonríe y regresa al hardcore, a la apoteosis de cuerpos enloquecidos, a los cabellos en remolinos.
El tiempo empuja las nubes de la ventana y las canciones de Rammstein quedan en absoluta libertad para estrujar las columnas de esta casa.
Después vuelve.
Me llamo Elizabeth, confiesa, pero no pregunta mi nombre, acaso no le interesa, quizá yo misma lo ignoro.
Sus piercings resplandecen, iluminan esta sala ocupada por muchachos embriagados con acordes eléctricos.
Los riffs de guitarra se distorsionan, van cuarteando los labios oscuros de las muchachas.
Es que no sé bailar, le digo mientras me empuja hacia la multitud (esos chicos con tatuajes) que brinca desaforada.
Ahora no sé elegir entre el baile y la puerta de salida, si saltar como una loca junto a ella o silenciar mis pesadillas apocalípticas.
Bailamos, es decir, tratamos de esconder pedazos de miedo con nuestra juventud irreverente. Con movimientos uniformes de cabellos bronceados.
Comienzan sus preguntas.
¿Qué edad tengo?
Sus senos saltan saltan saltan.
¿Soy rubia natural?
Se muerde los labios.
Antes le gustaba Linkin Park y Limp Bizkit, pero ahora prefiere Led Zeppelin, ¿y a mí qué me gusta?
Sus manos deambulan por su cuerpo.
Stairway to heaven, ¿he escuchado esa canción?
Se acerca.
Las guitarras van desgastando la distancia.
Me roza.
¿Cómo es que tengo el pelo tan largo?
Se acerca más.
¿Cómo soy tan bonita?
Dos horas más tarde la música se termina, The Doors, The End.
Los chicos van saliendo de la casa, se despiden de ella.
Es tarde. Desde la lejanía llegan los acordes de un saxofón congelado.
La hora es la más terrible para esos espíritus solitarios que lloran junto a las luces de neón.
Por eso todos se despiden (la fiesta quedó buena) y vuelven a sus casas para soñar con amaneceres azules.
Ahora todos tratan de volver a casa y ella, luna ambulante sin destino fijo, pregunta:
¿Puedo acompañarte?
¿A dónde?
No sé, acompañarte, simplemente.
Nos alejamos.
La medianoche nos ve caminar sobre la línea amarilla de la carretera.
Sobre los baches de la acerca.
Sobre los pequeños muros de los portales.
Sobre los bancos de los parques.
Al final del largo viaje llegamos a su cuarto, y descubro un desorden prefabricado:
Guitarras sin pulmones colgando del techo,
grafittis de caricias en las paredes,
recuerdos por el suelo,
puertas ruborizadas.
Nada está en su sitio, ni el póster de Red Hot Chilli Peppers junto a la mesa de noche, ni las sábanas oscuras, ni la ventana de madera rasgada por Marilyn Manson.
Su cuarto es una catacumba de anhelos, una telaraña invisible, pero ella me muestra su oso de peluche, su libro de Bram Stoker, los secretos de sus gavetas, sus besos afilados.
Luego va hacia la grabadora sin dejar de mirarme y comienza Led Zeppelin, In my time of dying.
Se desnuda frente a mí.
Senos tatuados, perseguidos por sus labios perfectos de cortesana isabelina.
Pubis tatuado, entrada a la medianoche de un reloj sin minutos.
Glúteos tatuados, imperio de conjuros ancestrales.
De pronto alguien toca a la puerta.
Es mi mamá, murmura, asustada.
Elizabeth, baja la música, vas a despertar a toda la cuadra.
La música perfora puertas, techos, se cuela en los oídos, en las ranuras de árboles soñolientos.
Elizabeth, ¿qué estás haciendo? Voy a abrir la puerta.
Pero al abrir sólo encuentra la música del CD corriendo por la pantalla líquida de la grabadora, la ventana de persianas rotas totalmente abierta y el vacío de cuatro paredes abandonadas convertido en monstruo con manos de suicida.
El efímero plazo de la noche se va consumiendo en un reloj de arena.
Es tarde, pienso por última vez.
Pronto llegará el amanecer.
¿A dónde vamos ahora?, le pregunto.
Ella no contesta, sólo estira la mano, me ayuda a cruzar la cerca del cementerio.
Caminamos por calles llenas de fantasmas.
Pasamos junto a tumbas vigiladas por cristos petrificados.
Ángeles de piedra nos siguen los pasos.
Diablos enmascarados nos sonríen.
Al final nos detenemos frente a una lápida antigua.
Ésta es mi casa verdadera, me dice muy solemne.
Me inclino para leer el extraño epitafio:
NOVIA DE LA MUERTE
¿De verdad vives aquí?, le pregunto, un poco asustada.
Ella dice que sí y me mira a los ojos. Después mira alrededor y empieza a respirar muy excitada.
Su pecho es un torbellino que se desboca.
Quiero irme, balbuceo en voz baja.
Pero no puedo huir: los fantasmas me rodean, los espectros se abrazan a mi cuerpo.
Mis gritos hacen ecos en las profundidades. Rompen los ojos de las vírgenes de mármol.
Elizabeth se acerca a mi cuello mientras sus colmillos empiezan a crecer desmesuradamente y sus dedos se convierten en lombrices muertas, hilos de nylon arrastrados por la brisa.
Trata de morderme con todas sus fuerzas, de inmovilizarme los brazos.
Yo me resisto, forcejeo durante un rato, hasta que ella me mira con cara de enojo y decido dejar de luchar.
Entonces me quedo quietecita, a la expectativa, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, mirada de víctima sin salida, y ella coloca sus manos en mis hombros, comienza a morderme el cuello, delicadamente.
Al principio siento un ardor, una sensación de mariposas en mis venas, luego siento otra cosa más rara, pero tampoco me quejo.
Fragmentos de Isla en rojo. Historias cubanas de vampiros y otras criaturas letales. (2021). Selección y prólogo de Rafael De Grillo. Nitro Press y Universidad Autónoma de Nuevo León.
Zulema de la Rúa Fernández (La Habana, 1979): Ha publicado los libros Habana Underground (Extramuros, 2009) y Cuentos para huir de La Habana (Editora Abril, 2011). Entre los premios recibidos se encuentran: Premio Juventud Rebelde de décima escrita Ala Decima 2007, Premio Luis Rogelio Nogueras de Cuento 2008; Premio Ernest Hemingway 2009, Premio Calendario de Narrativa 2010, Beca de creación Onelio Jorge Cardoso 2011 y Premio Glosar a Martí 2013.