Carmen Carillo Sanmiguel
Sobre cómo llegar a mis destinos y lo que esto implica
En mi ciudad, estoy constantemente orillada a la espera para poder llegar a donde quiero. A mí no me gusta manejar y ni siquiera lo he hecho alguna vez, pero ya sé que no me gusta. Repudio la idea por todo lo que conlleva. En mi mente se encuentra la posibilidad de haber chocado por lo menos cinco veces, la mayoría de ellas en el área metropolitana de Monterrey en avenidas como Morones Prieto, el entrecruce que se forma en Gonzalitos –dos veces en este sitio–, Sendero Divisorio y quizá en Ciudad Satélite entre el tráfico que se forma un domingo por la tarde.
El deseo de adquirir un automóvil no lo había sostenido en mi mente hasta que me encontré con las ventajas que tiene sobre el camión y el metro, que la verdad son muchas, pues como dicen por ahí: no es lo mismo llorar en el vagón del metro que llorar en una Silverado, –aunque el dicho lo he escuchado refiriéndose a un Mercedes Benz, pero a mí me gustan más las pickups–.
El carro tiene muchos puntos a favor en relación con viajar de manera individual, un trayecto en donde no hay presencia directa, o también le llamaría pegada a otra persona. Aunque en general se pueden evitar muchas cosas al usar un carro, creo que como en cualquier otro medio de transporte, al estar en un lugar público, no se puede evitar el contacto con las demás personas. De alguna u otra manera habrá una presencia. Quizá es lo que tratan de evitar los millonarios cuando utilizan sus jets privados con sus viajes que duran de trayecto de cinco a diez minutos.
Cuando conduces el otro no se puede evitar, el que se mete a la brava, al que se le pide el pase con la mano de fuera casi a manera de súplica, el que prende la direccional cuando ya se atravesó, o el que suena el claxon un milisegundo después de que cambió el semáforo. Manejar es estar a costa de la otra persona, preferiría que alguien más tomara ese control por mí. De esta forma también estaré a expensas de las otras personas, incluso desde el inicio, pero todo a mi manera. Alguien más se encargará del trayecto por mí, y prefiero eso a enfrentar la tarea de ser quien conduce.
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He encontrado una imagen de omnipotencia en el chofer de microbús. Es el que decide si subirte, en cual parada vas a bajar “por adelante no se puede bajar, el medidor me cuenta a las personas” y, además, exige a los pasajeros que se muevan para atrás. No hay un hazle como quieras, sino como lo indica el chofer. Y estoy conforme con ello. Su omnipotencia es admirable, pues reside en cargar y maniobrar toneladas en un todo, el aparato gigantesco y las personas que van en él.
Cuando espero el camión, le espero en cierto horario, me emociono internamente cuando lo veo de lejos para que me saque de ese momento de tensión si estoy por llegar tarde a mi destino. La ruta 323 como una clase de deux ex machina; me pregunto qué habrá pasado con el camión si se tarda en llegar, me molesto cuando se pasa de largo porque otro camión ya estaba estacionado, me hago consciente de que los domingos descansan los chofis y entonces hay menos unidades en camino. Si estoy modorra la mejor manera de despertarme es cuando corro para alcanzar el camión; si logro agarrar lugar cuando tengo cólico menstrual es porque es mi día de suerte, y si el boleto me suma veintiuno lo agrego a mi colección; si el timbre no suena siempre hay alguien que se da cuenta y grita lo suficiente fuerte para que sepan que debo bajar, y eso lo agradezco mucho. Esas cosas me pasan en el camión. O también un empujón con la mochila, un golpe en la cabeza de una señora que me da una mirada lasciva, una caída que me cuesta un mes de incapacidad, una mano en la entrepierna, el acoso de un señor borracho o un hombre masturbándose en el asiento de atrás. El ruta 2, el 64 y 213 ya están ambientados con olor a orines, y en cualquier momento pueden subir el precio de la tarifa. Eso también pasa en el camión.
Creo que no hay lugar para los peatones en la ciudad, aunque esto es un sinsentido porque todos lo somos de alguna forma. Una no llega a la zona de frutas y verduras del supermercado en carro, ni a la sala del cine o a la farmacia. El traslado del cuerpo de un sitio a otro es propio.
Antes de ser usuaria de camión, metro o de un automóvil –en potencia si pudiera ahorrar para uno– soy peatona. No entiendo porqué quieren ir a 60 kilómetros por hora en un estacionamiento o por qué cuando el semáforo está en rojo yo debo ser quien tiene la precaución y asomarme a que no venga un vehículo. Las reglas y el control están desdibujadas, a diferencia de cuando voy en el transporte público. Ser conductor de Monterrey está dentro de las cosas que menos comprendo y más me desagrada de la ciudad, y también está la posibilidad de que yo me desagrade a mí misma –en potencia también si fuese conductora de automóvil–.
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Así pues, caminar por la ciudad es lo mío y también tiene responsabilidades en las que me preocupa estar presente. Evitar que me asalten no me ha salido del todo bien. Esta razón la he puesto en mi mente como una de las más importantes, motivo principal por el cual preferiría manejar, utilizar un auto como burbuja en la que me encierro. La primera vez que me pasó, recuerdo que mi reacción de lucha y huida entorpeció los planes del asaltante y me hizo pensar en que yo soy una persona que no piensa. Pude haber cedido al instante. En mi defensa, mi sistema nervioso no vio ningún arma y estaba a finales del semestre, además tenía documentos importantes en el móvil. Fue un Street Fighter en el que mi celular salió intacto. En ese asalto el saldo fue un dolor intenso de espalda porque nos tiramos en el piso a golpearnos; mi mandíbula trabada porque mordí al asaltante con una fuerza que hasta el momento no comprendo; un pantalón orinado ya que, al parecer, mi cuerpo tomó fuerza de todos los músculos que hay en él; un sujeto que se dio a la fuga.
Duré una semana sin salir de casa y tres meses con pesadillas en las que tengo un monstruo con forma de sombra encima de mí. Además, con el paso de las semanas, luego de describir y recrear el escenario en mi memoria una y otra vez, le encontré una soltura en su discurso y, por esto mismo, me parece que tiene vertientes que no terminan: la inseguridad, el estrés postraumático, la fortuna o el privilegio absurdo de poder contarlo, la defensa personal, el Código de Hammurabi con su ley de Talión, el miedo, el octavo mandamiento que aprendí en la iglesia, Maquiavelo con su fin y justificación, auxilio, el famoso hubiera, qué sigue después, buscar ayuda, morir, la primera vez que me hago de la pipí después de tantos años desde que soy una bebé, el manual de ética, sociedad y profesión de la facu, el dinero, los lujos y su divinidad visible, el enojo y la adrenalina.
La segunda vez que me asaltaron no tiene una larga historia, ya había aprendido de la primera y también alcancé a ver el filero en la mano derecha del asaltante. Es curioso pues al parecer él iba a llegar de forma sorpresiva para asustarme, pero gracias a mis técnicas también arruiné sus planes. Yo volteé antes del performance, mientras se ponía un pasamontañas. Hizo una rabieta por lo mismo y al instante me gritó que le diera el celular.
Desde ese entonces, cada que camino por la calle en espacios públicos con poca gente, siempre volteo para atrás para ver si alguien viene y, de ser así, me detengo en lugares clave para dejar que pase y yo ir detrás suyo. A veces también me hago la valiente o si no encuentro un lugar para esperar a que se vaya, después de cruzar caminos, volteo a ver desde mi lugar por unos diez segundos hasta que se haya alejado. En algunas ocasiones comienzo a correr si veo a una persona que se acerca, esto antes me daba vergüenza, sin embargo me tranquiliza bastante la idea de escapar de algo que quizá no vaya a pasar de nuevo, pero puede que sí.
Carmen Carillo Sanmiguel. Es egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la UANAL y becaria del Centro de Creación Literaria.