Todos estos lobos caben dentro de mi habitación

Donnovan Yerena

 

Temerle a una habitación vacía es un recordatorio constante de la fragilidad de los ojos. Dentro de las paredes, acechan los miedos más cercanos a nosotros y viven dentro hasta que, un día, deciden no hacerlo más, y se presentan. Salir de una pared sin previo aviso es una terrorífica manera de morir y de matar. De cazar y de ser encontrado. 

Cuando era pequeño, tuve entre mis libros una colección especial de cuentos infantiles del Siglo de Oro. Era una edición preciosa, pasta dura y el borde de las páginas estaban pigmentadas con un dorado ocre que contrastaba con el blanco de la hechura. Los cuentos estaban ilustrados con delicadeza y cautela, trazos finos y colores pastel. Sin embargo, había algo inquietante dentro de tanta supuesta dulzura, el temor de ser encontrado y de verse reflejado en las historias es mayor que el miedo a vivir debajo de un mundo de monstruos. 

El cuento de “Los tres cochinitos” abría con una escena ilustrada en la que estaban los tres cerditos pequeños y regordetes en torno a un árbol, resguardándose de una figura negra y peluda, en dos patas y con overol de cuadros, con las manos demasiado largas y unas fauces tan abiertas que sentí se comería mi inocencia de una sola mordida. El lobo feroz no sólo soplaba y derribaba casas débiles, se mudó a mi cabeza y comenzó a habitarme sin permiso. 

Una figura antropomorfa es una amenaza inminente, un miedo latente, una semejanza animal que nos recuerda de la bestialidad que nos formó. Recuerdo la ilustración que más me atemorizó durante años: el lobo feroz escondido detrás de un árbol, con las manos entrelazadas (escondiendo secretos), con la lengua de fuera y el hocico regocijado de saliva, tan líquida que escurría por su cuerpo dejando una finísima capa de brillo a su pelaje obscuro. Sus ojos eran dos esferas blancas interrumpidas por dos canicas negras de olvido, su objetivo: tres casas habitación tan vulnerables como yo. 

El cuento de los cerditos florecía ante mis ojos de siete años como las jacarandas al borde de la carretera, cayendo una a una al pavimento crudo y siendo arrolladas, degolladas, mutiladas, por cientos y miles de autos y transeúntes furiosos. Hambrientos de hambre. El lobo feroz fue todos los autos, todas las personas, todos los ojos, todas las manos que me tocaban y todos los sueños que me asaltaron en incontables noches. 

La primera noche que soñé con él fue salada, me fui a dormir con la lengua escaldada. El sueño fue recurrente durante varios meses: 

Yo en situaciones cotidianas, en el súper, en mi cuarto a punto de dormir, en la cocina de casa de mi abuela, en el baño de la escuela, en la calle de mi casa, todo transcurre con tranquilidad, como siempre. Las personas a mi alrededor parecen no percatarse del malestar que sube por mi garganta hasta hacerme salivar y que hace que las mandíbulas me duelan. Ya viene. No tarda en llegar. Siempre le toma menos de dos minutos en llegar hasta mí, mientras el mundo se va deteniendo y el tiempo se endurece al mismo tiempo que mi cuerpo, que se queda en el suelo. Expectante. Mi voz se evapora y lo único útil que resta en mí son mis ojos, dos canicas que son espectadoras del estreno de una película de terror eslovaca. Sólo puedo escuchar su voz, gigante y con un timbre agrio. Se acerca a mí, el overol le queda cada vez más corto, se le ajusta con fuerza en su cuerpo peludo. Dice que me va a llevar con él, la lengua se le escapa de la cárcel que son sus colmillos y un arroyo cae sobre mí. Inmóvil, a su merced, despierto. 

Este sueño se repite de vez en cuando, con ligeras variaciones. Antes me asustaba mucho y me costaba demasiado regresar a dormir. Mi madre siempre me decía que tratara de preguntarle qué era lo que quería, por qué me venía a ver sólo a mí y que me enfrentara a él. Lo que ella nunca supo es que soy evasivo, no confrontacional, y soy dos veces más pequeño que todos los lobos de mi cuarto. 

En el bosque todos somos azules 

La figura del lobo feroz me atormenta desde el día que nací, a veces siento que es injusto que un niño deba sentir la incertidumbre y el constante miedo de ser devorado y masticado y deglutido. Pero Wislawa Szymborska piensa lo contrario, en el libro Lecturas no obligatorias encontré un pequeñísimo ensayo sobre la importancia de asustarse. En él habla de la autenticidad de la narrativa de Christian Andersen y la manera en la que aborda el miedo y lo grotesco en sus cuentos infantiles, de los finales tristes y de hablarle del mal a los más pequeños. 

Los niños también se asustan, lloran y mueren. La infancia a veces es cruel e injusta, muchas veces el lobo sí llega y devora, mastica carne suave y eructa cada vez más ligero. Según Noelia Mangione, el miedo comienza a emanar a partir de los seis meses de vida, los bebés empiezan a temerle a las alturas, a los extraños y a la oscuridad, a lo desconocido. Sin embargo, es hasta la etapa preescolar que los miedos infantiles evolucionan ya que se incrementan los estímulos que generan miedo. 

Es aquí donde la imaginación estimula gran parte de los miedos: nacen los monstruos, los fantasmas y el temor por algunos animales. De este proceso y de la combinación de dos miedos (monstruos y animales salvajes) nace la temida figura del lobo feroz, y al tener la capacidad de separar las representaciones internas de la realidad objetiva, el miedo se vuelve aún más realista y específico. 

Por supuesto que podemos hablar de la figura del lobo feroz a través de la literatura y la cultura popular, oral y escrita, y cómo ha aportado a la mitificación y el desarrollo del prototipo que es hoy el lobo feroz; sin embargo, quiero volver a Wislawa, porque siempre es bueno regresar a Szymborska: “La furia procede de una limitación emocional e intelectual y es la única forma de pobreza por la cual se debe sentir aversión”. El lobo feroz no debe ser temido por el simple hecho de querer ser malo, su malicia debe ser reconocida como un intento bestial de ser humano, y ser humano es aterrador. 

Amigarse con un ser dentado hasta las amígdalas 

Por mucho tiempo tuve pesadillas, de hecho la última que recuerdo fue apenas hace unos meses. El escenario es el metro, estación Zaragoza. Yo bajando las escaleras/mosaico/sol, alguien espera en el descanso. La luz es tenue y amarillenta, una ligera llovizna remoja el aire con azafrán. Él está sentado, esperando pacientemente. Lleva un suéter tejido a mano, pero su pelaje se empecina en escapar de él, quiero huir pero no hay tiempo, ya me ha visto. Se levanta y gira hacia mí, debajo de su piel grisácea habita otra piel amoratada y deslavada. Unos ojos huecos sostienen los dos pequeños agujeros de la máscara, sus manos son más blancas que las mías, se toca las orejas, se pone en cuatro, empieza a musitar, a gruñir; comienza a danzar con todo el cuerpo, se le hincha el pecho y la noche lo abraza en el momento en el que empieza a aullar. 

Peachfuzz, the friendly rabbit

A pesar de haber vivido atemorizado gran parte de mi vida, el género de terror es mi favorito en películas y mi favorita es Creep (2014) de Patrick Brice. Irónicamente encuentro en esta película el miedo en esencia, mi mayor temor cobra vida en Mark Duplass (Josef), creando para sí mismo un alter-ego llamado Peachfuzz. Una máscara de lobo, quizás para Halloween, es suficiente para cambiar de cuerpo, de identidad. Para dejar de ser humano. 

Josef revela en algún punto de la película el momento en el que nació este alter-ego, una situación violenta, grotesca y animal, en la que dejó de lado su empatía para dejarle paso al instinto animal que según él, existe dentro de todos nosotros. En esta conversación que tiene con el segundo personaje de la película, Aaron, podemos ver lo que pasa detrás de los ojos de un humano animal, de un hombre lobo, de un depravado instinto. No quisiera arruinar la experiencia de ver esta película por primera vez, así que recomiendo ampliamente que apenas termine este ensayo, vayas a Netflix a asustarte un poco. 

Josef es catarsis para mi cuerpo, Peachfuzz es la muestra de que el miedo es instintivo, nos permite sobrevivir y mejor aún, aprender a vivir. Quisiera vivir en un mundo en el que no existiera un ser humano llamado Josef y en el que los lobos que matan por instinto estuvieran lejos de mí, pero no. La realidad asusta, vivir me da miedo y creo que, por eso, he llegado hasta mis veintidós años entero. La ironía no termina y la película me dejó una manía que no he soltado, Josef entona una cancioncita para invocar al lobo que va algo así: 

“Hello, my name is Peachfuzz, I might look like I’ll eat you up, but I’m as friendly as a rabbit, and I make a very good friend”

La verdad es que no, no es un buen amigo. Sí te comerá. Y ahora acostumbro a llamar a Viliulfo, mi perro, silbándole esta canción. La ironía a veces me asusta. 

 

 


 

Donnovan Yerena. De Morelia, capital del estado de los pescadores. Estudiante de Letras Hispánicas fuera del agua. Formó parte de la segunda generación del Centro de Creación Literaria de la Casa del Libro de la UANL. Anteriormente obtuvo el primer lugar en el Certamen de Literatura Joven Universitaria UANL con un cuento sobre añoranza y té. En la actualidad, con eso sobrevive en la gran ciudad de las montañas. Certero creyente de que todas las historias son peces pero solo aquellas que se escriben, jamás serán pescados.

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