Donnovan Yerena
Cada día que despierto en la laguna de sábanas en la que mi cama se convierte por las noches, admiro la profundidad de su sueño. Contemplo cada parte de su cuerpo, sus patitas peludas que vibran y parlotean en sintonía de sus balbuceos de cachorro (aunque ya no lo sea). Su pecho es tan ancho que estoy seguro de que cabe dentro un pueblo entero, por su estómago han desfilado un sinfín de premios, de croquetas y seguramente una buena cantidad de pelusa y polvo. Sus cachetes son globos llenos de grandes secretos y con su nariz he aprendido a medir el clima antes de salir de casa. Por las mañanas, la calidez de su lengua me recuerda lo que es vivir.
A Viliulfo lo amo con la grandeza del corazón animal. Y puedo asegurar que no era consciente del tamaño de un corazón que ama sin esperar. Con Viliulfo aprendí que las paredes de un cuerpo se expanden con las cosas que dejamos de nosotros en los demás: los besos, lambidas, abrazos y caricias. Todos los artefactos no corpóreos también expanden nuestro cuerpo: el aliento, la poesía, el amor y la memoria. Pienso en todo esto mientras contemplo su cuerpo de cuatro patas y su hocico revolucionario, entre esos dientes de coral se esconde la lengua que más he amado en el mundo, la que me ha contado la verdad absoluta del viento, de las nubes y la lluvia. En ese pequeñísimo músculo se encuentran todas las respuestas, todas las sensaciones y toda la ternura del universo.
Después de todo, yo recuerdo…
Recuerdo el día que llegó a mi casa, por oportuna coincidencia. Acabábamos de mudarnos de casa y mi madre había preparado una bienvenida colectiva con sus amigas y la familia. Desde temprano comenzó a trapear la casa con vinagre y canela, encendió todos los inciensos de jazmín y preparó unos taquitos de zanahoria que todos comimos con gusto. La noche llegó y el esqueleto de una casa se volvió cuerpo y hogar, nuestro nuevo hogar. Un hogar elegido es igual de importante que aquel en el que naces, pienso mucho en esto cuando veo a Viliulfo dormir en el sillón de mi nuevo departamento, tan tranquilo como cuando dormía en casa de mi madre.
Lo traían envuelto en una cobija café de felpa, era tan pequeño que quise convertirme en dragón y cuidar de sus diminutos pasos. Mi madre había accedido a que nos visitara en la nueva casa para conocerlo y ya, sin compromisos de por medio. Viliulfo fue el último perrito de una camada de tres, el último en salir y el más pequeño. Tenía apenas cuatro meses cuando lo conocí, y la primera vez que tocó el piso con sus cuatro patas sentí la fuerza del instinto, quizás primario, de siempre tocar fondo para echar raíz. De pronto ahí estaba, parado y asustado, sin saber a dónde ir. Las únicas manos que lo habían cargado lo acababan de soltar, el novio de la amiga de mi madre lo veía con recelo, sabiendo que quizás no volvería a casa con él. Hasta la fecha, le agradezco por el regalo de la compañía.
Recuerdo el momento exacto en el que lo tomé entre mis manos, trémulas y tímidas, entrelazando mis dedos sobre su barriga de cachorro, húmeda y caliente, hinchadita de inocencia. Subí con él a mi cuarto y pude ver por primera vez el descubrir de los ojos curiosos, y no puedo evitar pensar en ese poema que dice las esquinas de las calles son de papel y pasan las golondrinas doblando y desdoblando esquinas, así fue Viluilfo, una golondrina de avena que construía y destruía las comisuras de mi habitación, todo ante mis ojos.
Recuerdo la primera noche que pasé junto a él, como oso de peluche, en cuneta con mi pecho. Nuestros corazones sintieron la cercanía y bombearon sueños líquidos a nuestras cabezas, sueños de tripulaciones por los siete mares y sueños de corales y arrecifes. Recuerdo con claridad la dirección en la que corría Viliulfo en nuestro sueño, hacia el mar, el camino siempre es hacia el mar.
También recuerdo el momento en el que pregunté por su nombre, ¿Billy?, no, aunque es de pelaje rubio, mi perro no es anglosajón, VILIULFO, me dijeron. ¿De dónde sacaron ese nombre? Así se llamaba un compañero de mi hija. Esa explicación le queda corta a cada letra de su nombre. Viliulfo viene de un bosque de hongos gigantes, creció de la bondad hecha árbol, es fruto sanguíneo, animal y es mío. A veces pienso que Viliulfo es la reencarnación de un personaje de algún cuento de Banana Yoshimoto, Yûichi Tanabe quizás. La verdad es que aunque es un perro de escasos sesenta centímetros, he medido la ciudad con la anchura de sus patas.
El tiempo fue pasando y desdoblándose ante nuestros cuatro ojos, la vida se nos hizo una y las noches fueron nuestra hora favorita. Viliulfo disfruta escuchar el álbum entero de Vulnicura mientras hago tarea, se acuesta en el libro que lea como si quisiera volver a algún lugar que desconozco para mostrarme las maravillas de su mundo, me acompaña al baño y convierte el tapete en habitación mientras espera pacientemente a que la regadera termine de cantar, hace espirales en las cobijas simulando mareas que seguro ha navegado más de una vez, salta sobre mi cuerpo tendido en el suelo, a nivel perro. Soy un animal buscando cohabitar, soy su hogar y él es mi ventana al interior.
Recuerdo el día en el que me di cuenta de que mi galería se había llenado con fotos y videos de todas sus peripecias y aventuras, quisiera poder fotografiar y registrar sus sueños y a todos los lugares a los que va cuando sus ojos se cierran. Recuerdo el temor constante de perderlo, de que no vuelva y que los árboles lo escondan y desaparezca. Aún pienso en la mortalidad de mi perro, ahora que es joven, ahora que no es necesario recordar, ahora que puedo verlo, aun así pienso en su muerte, me imagino cómo será ese día y me vacío en llanto.
Recuerdo el día que llegó a casa Félix, su primer peluche/juguete/compañero. Un mono de sonrisa tenaz con un cuerpo azulado y amarillo, con un corazón que silbaba ante la menor provocación. Recuerdo haber pensado en el desperdicio de dinero que sería porque nunca había tenido apego por ningún objeto que no fuera su cobija café. Y recuerdo mi sorpresa al presenciar el momento en el que se abalanzó sobre él para darle la bienvenida y encontrar un lugar en su pecho para guardarlo ahí. Hoy Viliulfo custodia a Félix por las noches y juega con él durante el día, no permite que alguien lo lastime o inoportune. De él aprendí la fuerza de la amistad y la hermandad. De Viliulfo aprendo cada día a ser más humano, más perro, más animal.
Por eso ahora recuerdo todos esos poemas que en algún momento se escribieron, todos los versos que han encontrado hogar en unas orejas como las de Vili, que son enormes, y entiendo el amor animal que es fundamental para nutrir. Ahora recuerdo con exactitud a mi primer amor, Federico García Lorca, y como a Viliulfo, le escribo con pasión.
No importa que estés lleno de agua de mar.
Yo amé mucho tiempo a un niño
que tenía una plumilla en la lengua
y vivimos cien años dentro de un cuchillo.
Despierta. Calla. Escucha. Incorpórate un poco.
El aullido
es una larga lengua morada que deja
hormigas de espanto y licor de lirios.
Ya vienen hacia la roca. ¡No alargues tus raíces!
Se acerca. Gime. No solloces en sueños, amigo.
¡Amigo!
Levántate para que oigas aullar
al perro de la ternura revolucionaria.
Donnovan Yerena. De Morelia, capital del estado de los pescadores. Estudiante de Letras Hispánicas fuera del agua. Formó parte de la segunda generación del Centro de Creación Literaria de la Casa del Libro de la UANL. Anteriormente obtuvo el primer lugar en el Certamen de Literatura Joven Universitaria UANL con un cuento sobre añoranza y té. En la actualidad, con eso sobrevive en la gran ciudad de las montañas. Certero creyente de que todas las historias son peces pero solo aquellas que se escriben, jamás serán pescados.