Carmen Carillo Sanmiguel
El celular es una novedad renovada y perdida a través de los años, que quizá no me hubiese gustado conocer. No es de mi agrado exagerar, a veces me sale bien y, reconozco que cuestionar la relevancia del celular puede parecer un poco fuera de lugar. Me refiero a cerrar mi mundo, anular el uso de este aparato a partir de consecuencias que he podido observar. No creo que sea tan terrible.
Hace tiempo llegó al trabajo un señor, venía con la idea de querer realizar una compra en línea sin el celular, computadora o cualquier otro aparato, sin poner nada de mi información, por favor, quiero hacer la compra aquí, pero en línea, porque es un producto que no tienen en la tienda, solo lo venden en línea y yo no quiero poner mi número de tarjeta. La solución parecía simple: tener el producto físicamente y ya está, pero de acuerdo con la lógica dentro de la era digital no cuenta, tiene que ser a través de un sistema. A pesar de que aquel señor pusiera en palabras lo que quería y se comprendiera con facilidad este proceso de compraventa planteado, la realidad es que únicamente se podía realizar por medio del navegador de un móvil o del computador en donde su información personal quedaría plasmada. Una extraña burocracia digital, nada de otro planeta. No sé si el planteamiento anterior es un verdadero problema, pero yo soy fan de las causas perdidas y encuentro interesante este conflicto. Tu identidad en un espacio diferente.
El primer medio de comunicación tecnológico con el cual me fue posible dibujar una línea imaginaria por donde pasaban las palabras fue el teléfono de casa, hasta la fecha así se le conoce porque es alámbrico. Generalmente esa línea imaginaria era trazada de mi vivienda a la de las vecinas o de mis tías. Siempre debía estar conectado a un enchufe de corriente eléctrica. Tenía un cable con forma de cairel que colgaba de un lado al teléfono y del otro lado a la base rectangular en donde estaban las teclas. Ese cordón solía tener falso contacto y, si estaba mal embonado no era posible la llamada, se podía intuir que estas eran las razones del fallo y de que no pudiésemos comunicarnos satisfactoriamente. Aunque también podía ser porque no pagábamos el recibo.
Recuerdo que al hacer llamadas contaba con cierto protagonismo: una persona dictaba los números para realizar la marcación. Podía sentir la textura de los botones, muy diferente a la pantalla táctil, no había un deslizar sobre el espacio plano, era más una presión curiosa y divertida para mi edad. Al dictar los números debía prestar atención y escuchar atentamente, esto era debido a que el teléfono en ese tiempo no tenía pantalla para confirmar el marcaje correcto. De lo contrario, lo peor que podía suceder era llamar a otro lugar o que la grabadora programada respondiera el número que usted marcó no existe, favor de verificarlo, gracias. Antes de Alexa o Siri estaba la contestadora del teléfono, la precursora de los objetos que responden.
Tenía yo como cinco años cuando el teléfono de casa apareció, su uso era poco y el servicio de Teléfonos de México funcionaba bien, menos caídas o fallas en su sistema.
Tiempo después, casi a la par del teléfono alámbrico, conocí al teléfono móvil, sus principales usuarios eran mamá y papá. Formaba parte de los paseos y salidas de mi mamá, pero a veces se le olvidaba. Vi de cerca al Nokia 5110 cuando cargaban su batería o cuando realizaban llamadas, parecía más un performance que un acto habitual. Era un rectángulo pesado, solían llamarle ladrillo y, también hacían el comentario de caer desmayado o descalabrarse si uno de esos te pegaba en la cabeza; se caracterizaba por una pequeña antena y algunas herramientas para entretenerse: el juego de la viborita, tonos de llamada, botones con sonido al ser presionados o la luz fosforescente en la pantalla para el modo nocturno, se podían escribir mensajes, visualizabas lo que presionabas. Así conocí el texto escrito en el móvil, allá por 2002. El teclado era todo en uno; cuatro letras por botón, debías presionar repetidamente para llegar a la indicada. El mensaje tenía un límite de palabras. Podías seleccionar un tono al momento de recibir una llamada, parecía una manera de identificar tu móvil, identificarte a ti: es mi celular el que suena, escuchaba seguido.
Respecto a la marcación, estaba la agenda de contactos. Había que dictar una vez números, pero no era necesario realizarlo de nuevo, podías guardar el contacto y visitarlo cuando quisieras realizar una llamada.
Era un teléfono que necesitaba buena señal para poder comunicarse, levantaban el celular al cielo o se movían de un lado a otro. Una buena comunicación por el móvil era sinónimo de agarrar señal, estoy agarrando señal, decía mi tío cerca de la nopalera en casa de mi abuela. Mi experiencia con este móvil fue con lo que observaba y escuchaba de los adultos, para mi edad todavía era un objeto muy delicado, jamás lo usé.
En mi registro le siguió el Nokia 1100, rondando el 2004. Tenía una linterna como herramienta nueva. A diferencia del anterior era un celular pequeño, sin antena y sin apariencia de ladrillo. Recuerdo que al encenderlo aparecía una imagen en ese lienzo fosforescente: una emulación a La creación de Adán, dos manos a punto de tocarse hacían alusión a su famoso eslogan “conectando personas”. Tenía los mismos tonos que el anterior, funciones similares: la agenda, mensajería, la viborita, el mismo sonido al presionar los botones, se podría asumir que fue la fachada del celular lo que principalmente había cambiado, pura estética. Para el mundo de la tecnología, al parecer el mayor cambio que pudo generar fue la necesidad de atender la comunicación a larga distancia. Se convirtió en el celular más vendido de la historia. Para mis hermanos fue el objeto de la discordia porque todos queríamos jugar a la viborita y encender la linterna.
Años después, en mi pubertad, me aproximé a mi primer celular. Fue un salto a lo colorido y a creer que poseía algo importante. En realidad no había un uso comunicativo porque no solía ponerle saldo. Era más como un juguete, tenía cuatro focos que se activaban al reproducir un tono. Por si fuera poco, el Nokia 3220 tenía gráficos a color, la imagen que veía al encender el teléfono era de unas manos reales en digital. Era un celular con cámara, tomaba las fotos más borrosas posibles, y lo mejor de todo, es que tenía una carcasa desmontable a la que se le podía agregar un diseño, como una funda primitiva.
En mi línea temporal de los móviles hay una pausa para llegar al smartphone. Los últimos tres años de la primaria hacía uso del celular Nokia con luces, pero en realidad era de vez en cuando, tenía otras maneras de pasar el rato y no era algo que formaba parte importante de mi cotidianeidad. Pasé parte de mi infancia de una manera que me provoca querer regresar el tiempo para comprender las actividades que excluían por completo al teléfono, actual representante oficial de la comunicación. ¿Qué tanto hacía antes?
Considero que a partir de aquí comenzó un terreno de identidad, crecí con los inicios del celular, aprendí su evolución porque estaba en todas partes, aunque en realidad no sabía nada a fondo acerca de programación, software, memoria, gigabyte o la configuración ideal de un teléfono móvil. Lo que he ganado, o me parece que es un ganar, son las nuevas formas de comunicarnos, de conocer el medio y, de adaptarme a él. No sé si esto es un beneficio necesario, si gané algo en realidad, es para mí como un: henos aquí, ya hago uso de un móvil, ya lo necesito para orientarme y ser, ¿cuál es el problema o el engaño de esto? Me toca aprender a ser representante del lenguaje creado en mensajería, a través de llamadas, redes sociales o creación de contenido. A veces pienso que yo le pertenezco al teléfono, estoy atada a su uso de una manera sutil, natural e inofensivo.
Walter Benjamin en su libro “Infancia en Berlín hacia 1900”, describió algo similar a lo que quisiera decir, como si fuese una emoción o sentimiento descubierto, algo en común, una pasión universal:
Imponente sentía cómo me arrebataba el conocimiento del tiempo, deber y propósito, cómo aniquilaba mis propios pensamientos y al igual que el médium obedece a la voz que se apodera de él desde el más allá, me rendía a lo primero que se me proponía por teléfono.
En 2009 los anuncios de televisión tenían una nueva propuesta no tan lejana a las antes planteadas: marca, prestigio, innovación, gente ocupada e importante, personas adultas que pueden adquirir algo así, otra vez identidad. Un comercial de Blackberry tenía una canción que sonaba: soy ejecutivo y tengo un smartphone, es para trabajar pero yo también con mi smartphone me quiero divertir… bajo mis mails, Facebook también…
Los primeros indicios de dualidad en el teléfono inteligente: nos mantiene al día con nuestras actividades de trabajo, pero también cuenta con entretenimiento y ocio, como si en algún proceso fisiológico estuviésemos incompletos, anómalos, el celular nos complementa. La línea directriz se presenta, entretenimiento y ocio es poco, necesitamos mantener nuestra mente ocupada y desocupada al mismo tiempo, ¿cómo le explicaría a Walter Benjamin que ahora llevamos el celular hasta el baño?, el Norovirus y E. Colli es lo de menos. Usamos el celular cuando no sabemos de qué hablar o cómo mirar a los ojos a los demás, no tengo los argumentos precisos, solo sé que así es. Usamos Maps para llegar a un lugar destinado o nos perdemos más; la cámara para capturar lo inmediato y compartir; qué hicimos ese día, con quiénes estuvimos, una memoria personalizada. Lo necesitamos en el bolsillo derecho, en la mano como una nueva extensión, con la carga de batería completa para tener nuestra mente tranquila, de no ser así, buscamos un enchufe o pedimos un cargador.
Benjamin, W. (1982). Infancia en Berlín hacia 1900. Alfaguara.
Carmen Carillo Sanmiguel. Es egresada de la Facultad de Filosofía y Letras de la UANAL y becaria del Centro de Creación Literaria.