Crecer es aprender a mentir

Paulina Villalpando

 

“Somos, a fin de cuentas, todo lo que dejamos caer”

Elisa Díaz Castelo

 

Recordar es, en esencia, mentirnos a nosotros mismos. La realidad objetiva se escapa de nuestra visión; con nuestro caminar llevamos los matices de nuestra experiencia, de lo que recordamos- Incluso de los recuerdos que hemos olvidado, de lo que alguna vez estuvo y ya no estará más; la ausencia. La ausencia que se traduce en la foto del día más feliz de mi vida, la fiesta de seis años con vestido azul, me convierte no solamente en la narradora de mi historia, sino en un agente externo que la observa por fuera; recuerdo la infancia pero no a través de mis ojos de niña, sino desde una figura adulta omnipresente, una mera observadora, trato de ver unos con ojos que ya no son míos.

 

Cargamos en la espalda cada historia que nos han contado, cada imagen que nuestros ojos han visto, cada palabra que hemos oído y entendido de las pláticas de adultos mientras mirábamos de reojo. Inconscientemente, recordamos la cara de la persona que vimos caminando por el centro de la ciudad, en el festival de música, en la escuela, en el trabajo, todas borboteando en nuestros sueños, cada elemento, real o ficticio, transforma la interpretación de nuestros recuerdos.

 

Completamos un mosaico de experiencias con quienes nos han mostrado el mundo, nos acompañan cosas que incluso no podemos nombrar, nuestros recuerdos se van desvaneciendo cuando tratamos de evocarlos, es una puerta que se aleja conforme nos acercamos, y ahora, como Alicia, tratar de recordar la infancia es quitar la llave del cerrojo y poder verla desde la rendija, pero no poder abrir la puerta, de ahora en más sólo hay una verdad, puede que nos hagamos demasiado grandes para pasar por el umbral, pero nunca podremos encogernos para hacerlo.

 

Cesar Tejeda menciona en La compulsión autobiográfica que al escribir autobiografía sobre la infancia, en realidad escribimos autobiografía sobre el adulto que mira la infancia. Cuando leí esto me pareció desgarrador, incluso cruel, haber vivido una infancia que sólo puedo ver por fuera, de la que sólo puedo imaginar épocas felices, ajenas, y que ahora parecen más un anuncio que vi hace años en la televisión, un anuncio con voces diferentes, con caras que ya no puedo reconocer. Mientras más pasa el tiempo, me será más difícil evocar la casa de mi padre, el pueblo donde nació mi madre, lo que se sentía al ver el amanecer en el desierto, ahora me aterra que esos recuerdos se conviertan en dejavus constantes de esperar la próxima quincena, de preocuparme por el dinero, de sentir que no hay suficiente de mí para hacer lo que quiero hacer. 

 

Por ello, en muchas ocasiones traté de ganarle a mi memoria, después de la emoción y de las lágrimas me repetía que iba a grabar ese momento en la memoria, lo que recuerdo de decir esa mentira, era enunciar esas palabras, nada más. Ahora escribo para no olvidar, para huirle a la mentira que se come mis páginas, a la que las dejó en blanco y me hace imaginar, dependiendo de mi ánimo, si el día fue feliz, o si vale la pena recordarlo. 

 

Escribo diarios para evitar que la mentira se apodere de mis palabras, así como de gran parte de mi vida. Escribí algunos en mi infancia, con letra y contenido que ahora desconozco, de haber sido valiente los hubiera quemado. Me hubiera gustado enterrar la verdad, inclusive de niña. Tal vez por ello ahora me encuentro tan confundida, tal vez he suprimido tanto que ahora, no sé lo que olvidé y mi identidad no reconoce lo que ha dejado atrás. 

 

En ese entonces ignoraba muchas cosas, como lo hago ahora, pero el tiempo no pasa en vano, retome esta escritura, casi diaria, de las cosas que me pasaban, y ahora tengo en mi cuarto cinco diarios de los últimos años, adentrarse en ellos supone la misma experiencia como quién toma un libro sin ver la portada, sin poder leer en la siguiente pasta sobre lo que trata. Esto no se repite con esas páginas en blanco que no he podido llenar, ellas, suponen una representación de la mentira, y al mismo tiempo forman parte de ella, para recordar hemos de mentirnos a nosotros mismos, de rellenar los espacios con otro rompecabezas, de forzar las piezas a encajar.

 

Y es que no me molestan las mentiras si he vivido tanto tiempo con ellas, la mayoría lo hemos hecho. En el crecimiento infantil hay una etapa en la que creemos que todo lo que nos dicen nuestros padres es verdad. Mientras engañan mienten deliberadamente, nosotros cargamos no sólo con la mentira, o en su caso, con la verdad, sino también con la culpa, el pecado y la vergüenza. Yo, por ejemplo, aprendí a mentir desde muy joven, aprendí a decirle a mi padre “no, mamá no está en la casa, no, no sé a dónde fue”. Antes había dicho la verdad “si, aquí está, no, no quiere hablar contigo”. La verdad no parecía serlo, no me convertía en la heroína de la historia, no me volvía libre. 

 

Mentir entonces no suponía lo mismo para mí. Mentir me había salvado muchas veces, y ahora los recuerdos que tengo de mí, como un vigilante examina que todo esté en orden, me veo desde afuera, imagino a la niña que fui, no puedo acceder a sus memorias, a lo que le gusta, a lo que le hace feliz. 

 

Mentimos a los niños para protegerlos, para que no duela; una mentirilla blanca, piadosa, como el dios que me juzgaba en mi cabeza y que me iba a purificar con llamaradas de fuego. Mentimos por amabilidad, para que la crudeza de la vida no sea más de la necesaria, mentimos por beneficio propio, mentimos porque es necesario enmascarar algo que duele. Por ello, puedo decir que crecer es también aprender a mentir, aprendemos a mentirnos a nosotros mismos, o a los demás. Suprimimos partes de nosotros para protegernos, nuestra identidad se forma con lo que somos y lo que dejamos de ser, con las mentiras que hemos de aceptar como verdad. 

 

Las mentiras se transforman, cambian y crecen con nosotros, decidimos que una mentira es verdad cuando la convertimos en nuestra fé. Un día mi madre llegó ya noche, yo era una niña y me preguntó qué quería cenar, había traído huevos del super, pero no me dejo comerlos, comenzó a decirme que si comía huevo tan noche despertaría con la cara chueca, fue tal mi miedo que nunca he puesto en práctica ese experimento. Años más tarde la afronté por la mentira, me dijo que no sabía, que era algo que le había dicho su padre.

 

Me pregunté entonces qué otros engaños se habían sembrado en el patio de mi casa, cuales crecen ahora mismo, y caminan por entre el desierto donde creció mi familia, cuáles habían sido transportadas con la tierra y el polvo de esa casa. Sobre todo, me preguntaba cuáles mentiras habían sido tan piadosas como para decirme que no comiera huevo por la noche, los recuerdos se desvanecen poco a poco, tratando de reconocer algún lugar y tiempo, aprendemos más de nosotros mismos, de lo que fue, de lo que ya no será. Las mentiras son caprichosas y también lo es la memoria, se presentan ante nosotros con una dualidad poética: bella e inquietante. 


 

Paulina Villalpando. (Monterrey, Nuevo León, 2000). Licenciada en Letras Hispánicas por UANL. Poeta y mediadora de lectura, le gustan los libros de literatura infantil y llora con ellos.

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