Los murciélagos vampiro se besan con la boca llena de sangre

Lupita Zavaleta Vega

 

Mis ojos se encontraron con su propio reflejo. Me gustaba ver la manera en que las esquinas negras de mi delineado los volvían más grandes. Levanté la barbilla. Parpadeé lento. El glitter tintineó con la luz del baño, mis pestañas parecían postizas. Entreabrí los labios y mis dientes brillaron en contraste con lo que quedaba del labial rosa. Puse una mano en mi cintura, donde el lazo del vestido negro empequeñecía mi cuerpo. Me tomé una foto y se la mandé a M. “Qué bonita!”, contestó, “como te la estás pasando?” “¡Muy bien!”, mentí. Como cada año M me había dicho “no tienes que ir si no quieres”, y yo le había respondido “ni modo de quedarle mal a S”. Cambié de posición en el espejo. Al menos disfrutaba tener ocasiones para vestirme así. 

Me quedé más tiempo en el baño, medio seduciéndome y también medio escondiéndome en el espejo. Afuera, entre las canciones ochenteras que le gustaban a S, se me hacía difícil mantener la conversación con sus amigas. Una quería que me acordara de no sé qué fiesta de preparatoria en la que S se había desmayado. Otra me dijo que su pareja no le mandaba su ubicación en tiempo real. Sentí mi energía escurrirse pensando en qué era lo que querían oír. Vi una gota de vino escurrir en el cristal de la copa, les pregunté si sabían que la saliva de algunos murciélagos tenía un tipo de anticoagulante. Siguieron hablando entre ellas, casi sin mirarme. Aburrida, llegué a ese baño con las paredes tapizadas de flores y donde la araña de luz me proyectaba en sombra, extensión de mi vestido. Entró una de las hermanas de la cumpleañera y perdí mi escenario. 

El baño estaba en la segunda planta del lugar que S había rentado para la fiesta. Para ir al salón principal, había que bajar unas escaleras antiguas. Arrastré la mano en el barandal de madera, con la otra sostuve el tul de mi vestido. Bajé despacio, asegurándome de que los tacones se apoyaran bien en cada escalón. De repente un flash. Se me cayó el acto por unos segundos. K estaba recargada en el barandal de la escalera, no supe si revisando las fotos que ya había tomado o haciendo pruebas de luz. Ladeó la cabeza, ¿cuánto tiempo había pasado?, su cabello ya formaba una cortina sobre su cuello. 

Sentí el calor del vino que cubría casi todo mi cuerpo. Empecé a exagerar mucho mis movimientos. Dos escalones bajé como si bailara el can can. En el descanso puse una mano sobre mi frente, un desmayo al ritmo de la música, que ya había transicionado hasta nuestra adolescencia “Rosa Pastel”. Cuando me di cuenta que ella no me estaba viendo, ni con sus ojos ni con su cámara, me reí de mí misma. 

La saludé y me tomó una foto, en la que estoy segura que cerré los ojos. No me la quiso enseñar, dijo que era su ventaja para mantenerme secuestrada. Se aburría muchísimo en las fiestas. Empecé a caminar detrás de ella mientras coreografiaba a la gente para las fotos. Me limité a sonreír y a saludar con la mano.   

—¿A quién conoces aquí? —me preguntó.

—A la cumpleañera —señalé a S que brincaba de un lado para otro repartiendo shots. S le extendió la botella a su hermano, levantó la cara y abrió la boca. Parecía que alguien le había achatado el rostro, mientras su lengua recogía lo que había quedado de alcohol en la comisura de sus labios. Me llegó una oleada de nostalgia. Ya solo la veía un día al año. A veces nos contestábamos las historias de Instagram. Yo posteaba mucho sobre mis clases y mis horas muertas en la oficina, supongo que eso le daba igual. Ella solo le ponía fueguitos a mis fotos nocturnas. Yo le mandaba estrellitas a todas sus selfies. No habíamos tenido una conversación hace mucho tiempo. 

K fue a dar un par de rondas más y yo me quedé a un lado de la mesa de postres. Mordí un cupcake de zarzamora, con la boca bien abierta para salvar el maquillaje. Me pasé la lengua entre los dientes, buscando semillas de fruta. Las arrastré hasta mis muelas, las escuché tronar antes de tragármelas. Me preocupó que mis dientes siguieran manchados, pero no pude verme en el teléfono antes de que K volviera. 

Ella me extendió la mano para bailar. El sonido ondulado de la introducción de “Ojitos chiquititos” me arrastró la cadera. En el primer “te embrujó su sensual hechizo”, ya le había dado la espalda a K, esperando que la percusión nos juntara los cuerpos. Puso sus manos sobre mi cintura y pegó sus labios a mi oreja, yo estaba lista para mojarme con lo que iba a decir, pero solo susurró que tenía un poco de crema pastelera en la barbilla. Deslicé mi pulgar desde la comisura del labio hasta mi cuello, donde desaparecía la textura pegajosa. Me llevé esos rastros dulces a la boca. 

K se rio pero no se apartó de mí. S apareció y empezó a cantar “que bien se siente que te eche el diente”. Las tres bajamos hasta donde nos dieron las rodillas. El vestido rojo de S se derramó sobre el mío. Tuve que hacer un gran esfuerzo para no agarrarme de ninguna de las dos cuando empezamos a hacer círculos en la cadera y volvimos a subir. 

S me gritó “¿Cómo te la estás pasando?”. Le dije que bien pero no supe si escuchó mi respuesta. Entre la música medio distinguí las preguntas “¿todavía… por el centro?” y “¿viste que se va a separar…?”, no escuché el nombre de quién. Yo solo asentía. Detrás de mí, K ya estaba moviéndose por su cuenta. Me separé gritando que tenía sed.

K me acompañó por otra copa. Di un trago y dejé que se acumulara en la punta de mi lengua. El sabor me contraía la boca como en un beso dado al aire. Creo que solo por eso me gustaba el vino, y por las marcas rojas que me dejaba en las grietas de los labios. K me dijo que nunca se habría imaginado encontrarme ahí. 

—¿Por? —le pregunté. Aunque sí lo entendía. Las amigas que le había presentado no eran de mandar invitaciones con un mes de anticipación, con un estricto dresscode, para su cumpleaños. Le conté a K que era el único momento en que podía ver a mi amiga, que en ese momento se tambaleó hasta nosotras. 

—Te extrañé mucho —dijo S rodeándome con sus brazos —ya hay que vernos más seguido. Dije que sí. Me miró a los ojos. Ya no éramos las mismas de antes. K se disculpó por haberse distraído conmigo. S le dijo que no se preocupara, que de todas maneras ya nadie estaba presentable para las fotos. Se alejó para abrazar a otro grupo de mujeres, que creo que también fueron a la prepa con nosotras, pero no podía recordar sus nombres. Las obligó a hacer la misma promesa que a mí.

K dijo que le gustaba mi vestido. Pensé que debía arriesgarme y preguntarle si quería ir a tomar algo en otro lado, pero cuando estaba a punto de hablar S regresó hasta nosotras. 

—No le creas nada de lo que te cuente —S ya estaba arrastrando las palabras. 

—Creo a mí nunca me ha dicho una mentira —contestó K. 

—¿De dónde se conocen?

—De Tinder —K sonrió. S no pudo ocultar una mueca, su nariz se arrugó tanto que me pregunté si se atoró en el piercing que iba de un lado a otro de su puente. 

—Yo la conozco de toda la vida. Por eso no le creas —repitió mi amiga— sobre todo si te dice algo de mí.

Empezó a sonar una canción que no pude reconocer. S abrió mucho los ojos y corrió a la pista para cantar. Un grupo de chicas la rodeó, formaron una especie de cueva a su alrededor colgándose unas de otras. 

K quiso saber la historia entre S y yo. Yo no sabía bien qué contarle. Nos conocíamos desde primaria. ¿Sí? O desde kínder, los recuerdos se me difuminaron. Mi mente flotaba en su lentitud. Mi mamá nos recogía a las dos de la escuela. Estábamos todo el tiempo juntas. A ella le gustaba el pastel red velvet y a mí el de tres leches. Las velitas y los deseos de cumpleaños se celebraban en mi casa. 

Una vez hicimos llorar a una niña en la escuela y nos llamaron a la dirección. Creo que le tiramos la lonchera desde las escaleras del último piso. No sé si fue S o fui yo, en ese entonces lo que hacía una era extensión de la otra. Antes de entrar a la oficina, S pidió permiso para ir al baño y yo no paraba de ver hacia la puerta. La directora me observó fijamente y yo solo quería que mi amiga me diera la mano. “Eres muy dependiente”, me dijo la directora. Yo no supe qué hacer con esa falta de aire que sentía lejos de S. No la invité a mi casa por unos días. Dejé de buscar los rituales que le había prometido, porque desde que habíamos visto Practical magic, ella quería buscar una manera de volvernos hermanas de sangre. 

—¿Y luego qué pasó? 

—Nos distanciamos —me encogí de hombros.

—¿Y tuvieron algo?

 —No, para nada —respondí rápido, me había sorprendido la pregunta. Me quedé pensando un rato y seguí negando con la cabeza. No podía atinarle al momento exacto. Nos vi de niñas, luego de quince años, ella siempre rodeada de personas. Mi cuerpo creció en curvas y en silencio. El de ella conservó la voz y una delgadez de infancia. Era la misma pero más larga, y sus ojos enormes se disimulaban cada vez más sumidos en su rostro. 

Al principio el plan era mudarnos juntas para la universidad, no me acuerdo por qué al final ella decidió quedarse. Me empezó a punzar la cabeza, un poquito, a lo mejor me estaba cansando del ruido. Le pregunté a K si pensaba irse muy tarde. Me dijo que sus horas acababan después de que partieran el pastel, que estaba programado para dentro de treinta minutos. 

—Espérame y nos vamos juntas —pidió. Yo sonreí y desvié la mirada. Me encontré con los ojos de S, que bailaba un poco tiesa al otro lado del salón. 

K y yo estábamos tratando de decidir a dónde ir después. De reojo, adivinaba la presencia de mi amiga avanzando lento, hacia nosotras. Desde chicas, yo podía sentir la mirada de S en mi espalda, el contacto de un dedo fantasma haciéndome cosquillas. Cuando se quedaba a dormir en mi casa, me despertaba así. 

—No le creas nada de lo que te diga —las piernas de S ya no la obedecían del todo. 

K trató de cambiar el tema, le preguntó cómo había encontrado esa casa. “Es de mi familia”, contestó ella. Yo no le creí. Su familia tenía mucho dinero, muchas casas, pero yo no recordaba haber estado ahí antes. S me tomó de la mano y la vi pálida en comparación con mi piel. Le agarré un dedo y lo apreté, por costumbre. La sangre se movió bajo la presión, después se acumuló de nuevo. 

—¿Y tu novio? —preguntó, quitando su mano de la mía.

—En mi casa —le contesté. Creo que S esperó alguna reacción de K, pero ella no se sorprendió. Desde que nos conocimos, hace varios meses, yo ya le había dicho que tenía una relación abierta. S dijo que llevaba esperando años a que me casara con M. Nosotros nunca le habíamos dicho que planeáramos hacerlo. Luego agregó “me la voy a saltar, el próximo año mi fiesta va a ser de cumpleaños y mi despedida de soltera”.

La felicitamos. Yo no había visto a su novio ese día, ni en sus historias últimamente. Todos los dedos de S, que envolvían su copa, estaban desnudos. Vino el silencio de una conversación que no logró empezar. Me puse nerviosa y otra vez dije lo primero que se me vino a la mente.

—¿Sabían que los murciélagos vampiro se besan con las bocas llenas de sangre?

—¿Cómo sabes esas cosas? — K se rio y me miró los labios.

—Todo se lo inventa, ya te lo dije —S estaba molesta. Antes le gustaban mis datos curiosos. 

—Es que sigo muchas páginas de animales. 

—¿Y te lo creíste?

—Lo busqué y resulta que es verdad, o sea no se besan pero es más fácil explicarlo así, comparten sangre para fortalecer sus vínculos. 

S negó con la cabeza y cambió su copa por otra. Dio un trago y le creció una sonrisa en la cara. Se acercó más a K.

—¿Sabías que yo fui su primer beso? —señaló en mi dirección. Fruncí el ceño. 

—No te creo —le dijo K. 

—De verdad que sí. 

Yo eché la cabeza hacia atrás. Un recuerdo atravesó la bruma de mi mente. Cuando éramos niñas, a veces jugábamos con las cortinas de mi casa. Las poníamos sobre nuestro cabello, como si fueran un velo de novia. Cerré los ojos. Sentí los segundos de un roce sobre mis labios. ¿Los de ella? Un roce podía ser también el viento que entraba por la ventana. La miré y vi sobre ella la foto del pasado, S doble. Jugué a encontrar las diferencias: la sonrisa de ahora estaba hecha solo de labios, los dientes apretados boca adentro. No supe si su mentira se estaba imponiendo a mi memoria. De cualquier manera, yo nunca había relacionado esos juegos con mi primer beso. Las dos me miraron esperando mi respuesta. 

—Yo no me acuerdo.

—De verdad que sí, por eso no me sorprendió cuando salió del clóset. 

No es verdad, pensé yo, en realidad se había puesto muy rara la primera vez que llevé a mi novia a una de sus fiestas. Puso de pretexto que no la había contemplado en el número de invitados. A mi novia ni siquiera le dirigió una mirada. “Pero te avisé y me dijiste que estaba bien”. Ella dijo que no era cierto y esa había sido la primera vez que ya borracha le dijo a todos que yo era una mentirosa. En mi cuerpo me dolió el silencio que vino después de esa noche. Extrañarla era como un ruido diminuto, un chillido al fondo de las imágenes de nuestra infancia juntas. 

Alguien dijo: “¿y el pastel?” Se me revolvió el estómago. Subí las escaleras lento. Me incliné en el baño, lista para vomitar, pero no pasó nada. Le escribí a M que tenía razón y que debí haber dicho que estaba enferma, en lugar de venir a la fiesta. “entonces ya vienes?”, no le contesté. Me eché agua en la cara. La música que repetía la misma nota, reforzaba la sensación de que el lugar entero daba vueltas. No debí haber tomado tanto. Me vi la cara. El color de mis labios había cambiado. Parecía que estaban rotos. Me di cuenta que ese detalle quedaba muy bien con mi vestido, a lo mejor lo podía usar de nuevo para disfrazarme en halloween de algún tipo de condesa sangrienta. S entró al baño y me preguntó si había sido raro que le contara tantas cosas a K. 

—Sí, un poco. 

—Es que como nunca lo hemos hablado —me contestó. 

Se detuvo. Parecía que su torso y sus piernas no querían ir al mismo lugar. La vi tambalearse. Me moví en cámara lenta y sin poder sostenerla, cayó junto a mis pies. Intenté levantarla. No sé si lo logré o si ella tuvo que escalar mi cuerpo. Sus labios también estaban manchados de vino. Y me imaginé que de muchas otras bebidas. Logré rodearla con los brazos. El momento volvió a desdoblarse, su aliento era el soplo del presente y el olor de antes. De repente, una casa abandonada por años, la humedad terrosa del aire. Sus ojos me imantaron hasta dejarme cerca de su boca. El contorno entreabierto de sus labios, el vacío adentro rojo. Me moví. Sentí en mi lengua el borde de sus dientes. Astillados luego lisos. Más pequeños. De leche. Abrí los ojos. Una tela blanca escurriéndose detrás de su cabeza. 

—¿Cuándo?

Sus manos subieron por mi espalda. Un escalofrío serpenteó entre nosotras. Su mejilla sobre mi clavícula. El afuera volvió a sonar, amortiguado por las paredes del baño. Le dije que estaba borracha. Salí con ella. Se la entregué a la primera persona que vi, pero mis brazos tardaron en liberarse de su peso. 

K me estaba esperando. 

—¿Pasó algo? —me preguntó.

S no me soltaba los ojos.

—No, nada —lo creí cuando lo dije. 

Nos fuimos juntas. Fuera del trabajo K era más ruidosa. Se reía a carcajadas de una historia que me estaba contando. La cabeza me dolía. Esperé que el agua me quitara la mancha roja del mareo. K empezó a acariciar mi pierna, a un lado de la suya. La vi hacerlo, pero yo era piel adormecida. Miré alrededor, el bar estaba oscuro, casi vacío. En alguna parte de mi cuerpo, el residuo de la mirada de S. Creo que pasaron horas. No pude dejar de pensar en lo mismo. ¿Y si al año siguiente no me llega una invitación?

 


 

Lupita Zavaleta Vega. (Oaxaca de Juárez, Oaxaca, 1997). Escribe narrativa inspirada en su lugar de origen. En el 2019 fue parte del International Writing Program’s Women’s Creative Mentorship Project. Obtuvo el Master in Fine Arts in Spanish Creative Writing por la Universidad de Iowa, donde además fue parte del consejo editorial y luego jefa de redacción de la revista Iowa literaria. Ha publicado en las revistas Este PaísTierra Adentro y Bayou Review; así como en la antología bilingüe Movimiento perpetuo Volumen III: Frontera (Iowa City, 2022). Actualmente es becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas.

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