Verde chocho verde saltamonte

Donnovan Yerena

 

El mes pasado, me lastimé las manos tres veces en un periodo de diecisiete días. Los hechos ocurrieron en escenarios muy distintos: el primero fue en la regadera, con la puerta del cancel; el segundo fue con el barandal bajando las escaleras de casa de mi mamá y el tercero fue en el estacionamiento de HEB cuando me raspé con un fierro oxidado en uno de los carritos abandonados. Las heridas se posicionaron de manera ascendente, dos en mi mano derecha y la más grande en la izquierda. 

Me sorprende la exactitud con la que se replicaron: mi piel tajada con la carne expuesta, rosadita y húmeda. La sangre no borboteó, al contrario, se limitó a llenar el espacio y separar la herida de mí mismo. Con las tres seguí mi proceso favorito de curación: enjuagué con agua y luego tomé una capa finísima de cebolla y cubrí las heridas durante tres horas por lo menos. El tiempo lo cura todo, sí, el tiempo y la cebolla son capaces de curar cualquier herida. Las mías se transformaron en tecatitas que cubrí con saliva hasta que se desprendieron y dejaron en mí marcas que estoy seguro, el tiempo no podrá curar. 

i

Mi abuela se mudó hace poco a Monterrey, vendió su casa en Morelia y contrató un camión grande, enorme, gigante, para hacer la mudanza. El proceso fue doloroso, cansado y frustrante. Esa casa resguardó a mi familia desde el primer momento que llegaron a Morelia, en búsqueda de una ciudad más tierna y pequeña. Ese cascarón que eclosionó a tres hijos, cinco nietos, un abuelo muerto y un ficus que echó raíz en la entrada. Después fue hogar de plantas, flores y helechos que mi abuela coleccionó poco a poco. Mi abuela habla con las plantas, se acompañaron en el vórtice de la ausencia y el dolor, pero florearon juntas en abril. 

Yo temía que sus plantas no fueran a caber en el camión y que tuviera que empezar a vivir en una casa sin plantas, desierta. Así que le regalé una maceta verde con lavanda y romero pero a pesar de todos sus cuidados, se secaron. Todo aquí se seca: el agua no siente, no llora; está muerta. Sin embargo, el camión era tan grande que casi entró el edificio entero. El día que la mudanza llegó y las plantas estuvieron en la nueva casa, la maceta verde comenzó a parir hojas y flores y olores y muchos colores. Como si supiera que le daba la bienvenida a un viejo amigo, que tenía que ponerse al corriente con algo. 

ii

La primera vez que supe algo sobre la teoría del color fue en segundo de primaria, mientras hacía una parada en mi receso para ir a orinar al baño. Los baños de la escuela estaban siempre limpios, los retretes tenían pastillas que limpiaban el agua y se entintaban de un color azul peltre con cada descarga, olían a lavanda y a flores tropicales. Cuando bajé mi cremallera y descargué la pálida y amarillenta lluvia, el campo reverdeció. Los colores se fusionaron creando una marea verdísima, cristalina y titilante. Me sorprendí tanto que creí dominar la colorimetría del mundo, de pronto fui capaz de construir el verde, tuve el poder de crear. 

iii

Alguna vez tuve un novio al que le daba miedo la luz fría porque hacía que sus venas resaltaran más y tomaran un tono verdoso enfermo. Te prometo que no soy un monstruo de la laguna, decía mientras pasábamos frente algún aparador o parados y encandilados en el pasillo de la combi, solamente que mi corazón es débil. Él nunca supo que sus venas verdes eran lo que más disfrutaba de estar con él, para mí era un dragón al que tenía que resguardar y preservar. Un dragón escarlata, con lengua y tacto de lombriz, húmedo y rasposo a la vez. Un dragón que se quedó chimuelo y desaprendió la lengua de los hombres. Quisiera haber podido acariciar cada una de sus venas y recordarle que la sangre es roja, no azul. 

iv

A veces me odio por dejar comida en el refrigerador durante semanas y descubrir un día que una colonia de hongos se ha apoderado de la gelatina, de los restos de avena, de los seis jitomates de la charola y de un paquete de frijoles a medio abrir. Contemplo frustrado el umbral de la puerta que alumbra media cocina, observo con detenimiento la organización floral y pienso que tirarlo sería un desperdicio. Me parece una ironía y me digo a mí mismo que en efecto, debí haber estudiado biología. Agarro una zanahoria y cierro la puerta del refrigerador, dejo al mundo hacer de las suyas. 

v

El color favorito de mi abuelo era el verde; verde botella, verde bandera, verde oliva, verde pasto, verde laguna, verde bosque, verde limón, verde sandía, verde manzana, verde mate, verde hierba, verde marihuana, verde infección, verde virus, verde té verde, verde cielo enfermo, verde obscuro, verde lluvia, verde despedida, verde señalamiento de tránsito, verde bienvenidos a Zamora, verde maestro de educación física, verde shorts domingueros, verde rana, verde romero, verde lavanda, verde astronauta, verde Rubén Darío, verde mentira, verde plagio. Todos los colores favoritos de mi abuelo fueron verdes y nada de eso importa ahora porque él ya no está. El color preferido de mi abuela es el azul, no el verde. Y eso sí que importa. 

vi

Recuerdo que un día de enero de mis primeros años me llevaron a un cerro del que se desprendía un peñasco. Mis pies eran pequeños y temblorosos, apenas aprendí a caminar mi tía ya me había llevado a conocer el monte. Acostumbré a mis pies al nudismo, a la exposición directa con el suelo, predominantemente verde. Ese día en particular, los árboles tenían frío y se recubrieron de un musgo finísimo y muy terroso, el río que pasaba por un lado se llenó de lama y de lirios secos. Ningún insecto se atrevió a salir ese día, el aire permaneció ahí, estático. A pesar de todo, subimos hasta la peña. Eran las seis de la tarde cuando el cielo se cortó sobre nuestras cabezas y el agua nos deslavó los pies, caímos todos juntos y fuimos una cascada de hojas secas, pieles amoratadas, musgos y hongos en tierra de nadie. 

vii

Hoy pienso en la verdosidad de las cosas, en la esencia que hace que todo tenga potencial de reencarnación, de renovarse y de volver a morir. El color verde me recuerda que el tiempo no alcanza, que los instantes son pasajeros y no existe nido capaz de retenerlos. Fue mi color preferido un tiempo, hasta que me enteré de la fijación que mi abuelo tenía con este color, luego me pregunté a mí mismo qué dice de nosotros mismos nuestro color favorito. El verde me sabe a muerte prematura, a añoranza y a pasto recién cortado. Cuando me siento triste y quiero pensar en qué hubiera sido de mi vida si mi abuelo siguiera conmigo, camino hasta que veo un coche verde botella y golpeo el aire frente a mí y murmuro: bocho verde, yo gané. En ese momento vuelvo a nacer. 

 


 

Donnovan Yerena. De Morelia, capital del estado de los pescadores. Estudiante de Letras Hispánicas fuera del agua. Formó parte de la segunda generación del Centro de Creación Literaria de la Casa del Libro de la UANL. Anteriormente obtuvo el primer lugar en el Certamen de Literatura Joven Universitaria UANL con un cuento sobre añoranza y té. En la actualidad, con eso sobrevive en la gran ciudad de las montañas. Certero creyente de que todas las historias son peces pero solo aquellas que se escriben, jamás serán pescados.

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