Las fiestas

Cordelia Rizzo

 

Las piñatas

Decir: “¡Viniste!”, reconoce que otra persona hizo un camino hacia ti y cumplió tu deseo de verle. Esa vez no fui feliz hasta que llegó mi maestra, Diana, a mi fiesta de ocho años. Que la jefa del salón venga a tu espacio es señal de respeto, cariño y reconocimiento. Según Piaget, a los ocho estaba la etapa en la que comienza a desarrollarse la lógica de razonamiento en el desarrollo cognitivo de una persona. Cuando trato de entender por qué me llaman las concentraciones sociales de protesta concluyo que es forma de regresar a la configuración del espiral del amor, la presencia, emoción, caos y catarsis de estas fiestas. Son recursos para hacerle frente a la crueldad que norma la vida social, también la de lxs niñxs.

El año de la fiesta —segundo de primaria— fue decisivo. Empecé a subir de peso. Como buena hija de Monterrey, asumí que debía hacer dieta. Visité a una nutrióloga y hay que elegir las nuevas maravillas de la cultura de la dieta: el jamón light, el yogurt light, y el queso panela. El menú decía que había que acompañar el medio sándwich de té o café, sin calorías. Ya de grande, no me imaginaba haciendo lo mismo con mis sobrina de ocho. Sin embargo, la médica bariatra Norma Caballero recalca que es común que a esa edad se interioricen estos estándares, se expresen y se visite a una nutricionista que trate a la niña como una paciente adulta. 

Fue la primera de muchas visitas con una nutrióloga, y la más desafectada con la idea de tratar a una niña de ocho que pensaba que pertenecer al rango menor de peso le resolvería la vida. Los cambios de ánimo y ansiedad en la infancia surgen por momentos de aislamiento como éstos. Reflexiones como estas siguen ausentes de la discusión contemporánea sobre obesidad infantil en México, que irónicamente se inauguró con la declaración de guerra contra el narcotráfico durante el calderonato. El bono de ternura irónicamente nos regala un recurso para sostenernos en la crisis desde la ecología de la infancia, las piñatas.   

Miss Diana era había nacido en Dallas e imponía esa rara mezcla de disciplina y bondad que tienen las profes memorables. Podía platicar con ella. Un día le escribí una carta diciéndole lo mucho que la quería. Le entregué lo que tenía en mi alcancía en un sobre y una cajita, como regalo. Ella apreció mi carta y no me hizo sentir rara. Me regresó el dinero. Entendí que dar dinero así comunicaba un mensaje distinto. Sin embargo, algo milagroso sucede cuando una educadora muestra tacto para acompañarte en un error.

Vi a las personas llegar, venir a mis piñatas y restauraba los hilos rotos con la vida. De niña planeaba fiestas, porque me parecían oportunidades de renovación y gracia social. Comenzaba preparativos con el objetivo de que las invitadas se fueran contentas. Me acompañaba Letty, la asistente de mi mamá. Compramos dulces para invitadxs en las tiendas del centro de Monterrey. A mí me gustan más los dulces ácidos, pero poníamos algo de chocolate para todxs. Ella mecanografiaba la lista de invitadxs, y juntas recordábamos las personas que nos había gustado ver antes. A veces venía con nosotras Paola, su hija, y nos acompañaba de catadora. 

Más allá del ansia de popularidad, lo hacíamos porque era parte del desarrollo de ser buenas mujeres y anfitrionas. Aprendía de Letty los modos de la hospitalidad. La vida tuvo otros planes para nuestra alianza y nunca pudimos llevar a cabo mi fiesta de 15 años. Pero por ahí deben estar el anteproyecto, con copias de las listas y proveedores que exploramos juntas. Una fiesta combina espacios, personas, alimento, música, para crear un espacio de goce y tránsito de vida. Antes de que Letty entrara a escena en los años de más privilegio, mi mamá y mi abuela sacaban ideas de las revistas. Los pasteles eran caseros. Una piñata de globos y hasta bolsitas con los sacapuntas, libretas y lápices con el emblema de Salinas de Gortari sobrantes de la campaña se colaban en la escena.  

Letty falleció hace 7 años de cáncer, y con la limpieza de su casa que hizo Paola me di cuenta que ella también guardó fotos de esas piñatas. 

Después de los 15, organicé mi primera manifestación para protestar la guerra en Iraq de 2003. Junto con estudiantes del Tec de Monterrey y de la Universidad de Monterrey (UDEM) que pertenecían a Amnistía Internacional hicimos una jornada en el Kiosko Lucila Sabella, a la que fueron poco más de 300 personas. Decoramos con tendederos de dibujos de niñxs que hicieron un ejercicio de reflexión sobre la guerra. Hubo música y discursos. En aquel entonces queríamos consolidar un grupo crítico en la UDEM, y como no logramos cuajar una publicación, el Carnaval fue nuestro evento. 

A los 21 años, a una gran parte de mis compañerxs y amigxs les daba roña que hiciéramos jornadas para públicos diversos. Les parecía muy “fresa”. Conociendo un poco la Macroplaza y la cultura de la manifestación en Monterrey en aquellos años, yo insistía que había ser creativxs y prescindir de ciertos lenguajes de protesta si queríamos que la gente fuera viniera. Al Día de Acción Mundial convocado por Amnistía Internacional, que sacó a millones de gente en las principales ciudades de España, en Monterrey fueron 50 personas al consulado. Fue mi primer experiencia de escuchar a gente gritarnos desde los coches “pónganse a trabajar”. 

Para publicitar la manifestación hicimos un logo y calcomanías. Amigos donaron diseños de logos y arte. Contratamos sonido. Rentamos sillas. Hicimos una rueda de prensa en la UDEM. Uno de estos personajes que no cuadraba con el “feeling” del Carnaval de las Voces fue Santiago Aguirre, que ahora es el Director del Centro PRODH, y lo entendí. Lxs ñoñxs del equipo estábamos muy segurxs de que las cosas tenían que seguir con la idea del Carnaval como propuesta pacifista. Al final hasta se sumó una marcha convocada para el mismo propósito por el PRD y habló Roberto Benavides al final. No volví a organizar protestas con estxs compas, pero me topé a Santiago después de todos estos años en la tercera manifestación por Ayotzinapa en la Ciudad de México en 2014. 

 

Teoría de las fiestas

Las manifestaciones, como las fiestas, sirven para comunicar pertenencia y la honra a ciertos compromisos sociales. No en vano, las esposas de Jeff Bezos y Bill Gates, que contribuyeron a los inicios de Microsoft y Amazon recibieron la mitad de los activos de sus esposos cuando se divorciaron. Fue por la falta de separación de bienes, pero también el reconocimiento a las labores de sustento de las decisiones que dispararon el valor de las empresas de sus maridos. Seguro muchas fueron la organización de reuniones y fiestas. Siguiendo la lógica de la feminista Audre Lorde sobre los usos de lo erótico, aún el trabajo feminizado y  de ser anfitriona implica una lógica y un cálculo social no necesariamente lineal o de primer orden. Eso quiere decir que si una quiere aplicar directamente conocimientos de aritmética básica o de lógica formal no está haciéndole honor a las variables, y su interrelación, que dan por resultado un buen evento o una buena fiesta. Las feministas negras en Estados Unidos le apostaron inteligentemente a las fiestas y el goce. Una buena fiesta, también en el mundo de los negocios, contribuye al cierre de contratos y compromisos. En el mundo académico es común que se procure comida y bebida en los congresos para fines de networking. A la vez, aprendemos esta lógica comunitaria del enlazamiento de manera inductiva, lo cual quiere decir que primero vivimos varias fiestas y luego vamos encontrando patrones y aprendizajes después de una serie de eventos. 

Para entender mejor los rastros de un evento o una fiesta, que no tiene que ser un baile de princesas en Metepec, San Pedro Garza García o Nueva York, están algunxs teoricxs del performance. José Esteban Muñoz, por tomar a uno de los más interesados en teoriza a partir de los rastros que quedan de un evento, recalca que no todos los eventos se registran minuciosamente con fotografía y crónica por distintos motivos. Algunas celebraciones tienen que pasar desapercibidas porque las personas enfrentan persecución del Estado o deben ocultar parte de sí mismas para no ser condenadas socialmente o por el gobierno. Las marchas del orgullo LGBTTTIQ+ son en sí mismas una fiesta. En Monterrey empezaron con diez personas y ahora asisten miles a las calles y a los antros. Quienes van a veces regresan a su cotidianidad “dentro del closet” el día después, pero el rastro de la fiesta pervive como un aliciente para buscar otras formas de socialidad, alianzas y validación. 

En conclusión, ni Miss Diana, Letty, mi mamá o mi abuela paterna pensaron que sus gestos inspirarían en mí interés y práctica de formas de protestar. Cuando empecé a bordar pañuelos con las madres de Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos (as) en Nuevo León (FUNDENL) en la Plaza Zaragoza sumé a mis tías. Mi mamá y mi papá van a algunas de las manifestaciones en las que participo como organizadora. Papá es contemporáneo de algunxs guerrillerxs de la Facultad de Economía y alguna vez pensó que mi inclinación iba por ese lado y le preocupaba mucho, pero eso es porque él no conoce este otro lado de la organización de las fiestas. Mamá entiende mejor mis afecciones políticas y junto con mi pacifismo precoz le parecía claro que lo último que quería hacer era agarrar un fusil o juntarme con personas que iban por la vía armada (Las admiro y respeto, pero no es lo mío). Ella entiende que los sabores y experiencias de una reunión se quedan con una y percolan en el interior. Si bien puede haber un ansia de la anfitriona por apantallar, ese es más bien un vicio de la capacidad de impacto personal y social de una fiesta o manifestación. Pienso que “venir” a la fiesta conjura una posibilidad de reciprocidad, afianzamiento de cariño, validación y cambio que no son accesibles en el día a día. 

 


Cordelia Rizzo. (CDMX 1982) académica, activista y artista textil. Investiga y escribe sobre textiles, el tacto y la estética comunitaria en la acción política. Candidata a doctora por estudios de la performance, educadora y ocasional escritora y lectora de poesía.

 

 

Artículos Relacionados