«El ambito del placer», de Coral Bracho

El ámbito del placer

La semilla es el núcleo del placer;
es la pulida solidez que encarna el centro del ámbito del
placer que la sabe,
que la circunda con delicia

(Su leve movimiento en lo íntimo, entre la pulpa inmóvil.)
Lo sensible
del núcleo del placer es, en un principio,
su firmeza rugosa; la aferra, se anuda a ella.
La semilla
lo incita
a que la recorra, a que la cubra
con minucia; su contorno
es el ámbito del placer que la acoge, que la precisa

Se presionan, se buscan, con delicada lentitud. Paladean
sus entornos.
Aquí, las huellas tenues y breves de una gaviota que
recorre la playa:
es la extensa tesitura velar, a la que va puntuando con
ternura. Surge el primer resplandor del agua. Es un jardín.

Es una cima de amapolas, y la instantánea aparición
estival del cazador de pájaros bajo el arco de piedra.
Se van metiendo en el palacio.
Van abriendo sus puertas.
Ahora encienden, iluminan los cuartos a su amplitud;
ahora los hilan, los circundan. La amplitud es el ámbito
del placer en el auge de los henchido y jugoso,

de lo bordeante compartido. Es lo miscible
entre la pulpa codiciada, carnosa, del mango abierto ante
la luz, y la semilla solar que enraiza en su molicie;
es su alumbrada suculencia. Su olor
en la emulsiva calidez salival de las fulguraciones entre
las huellas, entre lo aunado súbito

y el licor que lo sorprende, luego lo esquiva, luego lo va
difuminando en refractadas ondulaciones, en dispersante
transparencia sobre la arena.

Resplandece de nuevo y es un topacio rezumante, es su
sigilo. Ahora se esconde, ahora es el topo iridiscente
sobre la piedra blanca,
son sus huellas plomizas.
–Marcan, de pronto, la puerta de cristal;
traban de ahí su estanque: Agua

para sitiar a la certeza; agua para bordearla.
(Vemos el crótalo que espejea; imaginamos su pistilo. Es
el castor luminiscente
que lo cruza; se asoma: Son ya tucanes pequeñísimos, el
vitral y sus colores limpios.)
Aparece tras el destello el hurón el hurón pactante; traza una vaina
sensitiva,
traza el umbral, el rombo, frente al estanque. Reaparece
metiéndose en esa piedra, encendiendo las matas.

–De nuevo, la embriaguez liminal viene, lo acecha,
lo va nombrando,
lo va atrayendo,
lo va meciendo en sus resinas, lo va aplazando:
son sus festivas maduraciones; es su calor
entre las huellas escarpadas.

Aquí detienen la labial de una pausa. De aquí la fijan
como una seda.

Liban sus cadencias,

las palpan.

El pedernal y sus pulimentos. El mármol lúbrico, sus
crecientes redondeadas; aquí se inflaman,
aquí se abundan en descampada complicidad. Aquí
pronuncian lo que recobran en volumen,
en su adensada resonancia; la entornan: Son las planicies
de lo entrañable voluptuoso, es su puntal;

son los oleajes compactantes
sobre la luz que los sostiene

(Ante el olor reminiscente. En su flama suave.)
Es la ebriedad sedosa de su velamen encendido
como un tamiz a la guanábana entreabierta; como un vitral
a su blancura deleitable y sutil
Su complacencia cariciosa en verter, en ofrecerse. El peso
tibio del durazno.

Su suavidad.
Se va mirando, se van hundiendo en lo sinuoso.

Es el laúd nocturno en el boscaje fluorescente, es el zafiro
oculto.

Se van rodeando, van degustando los recodos, se van
fundiendo,
van abordando el linde,
se van saboreando en los recodos, se van abriendo,
se van hundiendo, van abordando. El vínculo, el placer
en el roce;

su leve movimiento.

 

De Poesía reunida (1977-2023)

 

 

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