De todas las estrellas que quieren ser hojas

Donnovan Yerena

 

Es de madrugada y el patio de casa de mi mamá está húmedo, no hay pasto ni árboles como en nuestra casa de Morelia. La luz se fue hace media hora, el calor se escondió en la garganta de la luna que está exactamente arriba de mí. A veces me da la impresión de que puede escucharme escribir, estoy seguro que siente pena. Esta fue mi casa antes de que me mudara a un pequeño departamento en el centro, a las faldas del metro, mi más grande amor regiomontano. Aquí viví los últimos años bajo la piel de mi madre, en esta cueva que es vértigo y que resguardó mis noches-polvo, como la de hoy. 

 

Ahora que estoy frente a la computadora y en la penumbra de las dos de la mañana, la confrontación me acecha, por más que me esconda siempre me encuentra. ¿En qué momento terminamos aquí todos?, ¿cómo lo permitimos?, ¿por qué nadie nos detuvo de dejar todo atrás y buscar suerte en el norte? Y me avergüenzo de encontrarme nuevamente aquí, escribiendo sobre las mismas cosas. Estoy cansado de tener este hueco en el cuerpo, de cargar con la ausencia de mi hogar, de mi padre, de mis amigos, de las jacarandas, de los puentes peatonales, de los días frescos, del agua de obispo y de los garbanzos en carretera. 

 

He intentado hacer las paces con Monterrey, de verdad lo he intentado y justo cuando creo haberlo logrado, veo a mi familia rompiéndose ante la inmensidad de estas montañas que todos se empecinan en escalar. Entonces me pregunto una y otra vez qué es lo que nos trajo hasta esta noche en la que hasta la luz ha escapado por la puerta. Nuestros brazos no son lo suficientemente largos como para rodear la circunferencia de las ausencias que arrastramos. 

 

Imagino a toda mi familia como graciosas polillas queriendo entrar al calor de un sol que en realidad es un foco de escasos 50 watts. Nos miramos en silencio pensando si realmente estamos progresando o si quizás sea el desgaste de sobrevivir un día a la vez que nos da la ilusión de avanzar, que llegada la noche sintamos que realmente el día ha terminado, que logramos algo. 

 

Mi abuela también terminó aquí, las lluvias no riegan la ciudad entera, el agua no alcanza a cubrir este cielo. Tengo miedo de que mi abuela se seque y se marchiten sus manos de naranjo, me duele verla expuesta a la inclemencia de esta ciudad, a la enormidad de sus calles y a la resolana que chilla en su ventana. Las paredes de su casa son grandes y blancas porque al terminar el contrato habrá que devolver la casa sin señales de haberla habitado. He escuchado a mi abuela llorar en las esquinas vacías de su casa rentada, lleva en su boca la iridiscencia de los ríos del sur y cuando llega a ella un recuerdo feliz, un brillo incandescente inunda el espacio. Pero ya no llegan los recuerdos, se pierden en el camino o se han quedado allá, donde eran felices. 

 

Mi mamá ha contestado a mi pregunta incontables veces. El deseo de sobrevivir nos ha traído hasta aquí. Todos tomamos la decisión de migrar y dejar nuestro hogar. ¿Cuál fue mi deseo? ¿Qué tuve que desear para sentirme tan ausente? Google define al deseo como un movimiento afectivo hacia algo que se apetece. A mí me apetecía estar cerca de mi madre, de estudiar una carrera, de medir la altura de las montañas con los dedos. 

 

Mis movimientos fueron afectivos, desde el corazón. Federico García Lorca define al deseo como un corazón caliente. Mi corazón hirvió al llegar a Monterrey, mi corazón borbotea efusivo mientras viajo de Colonia Obrera a Universidad, mi corazón se revuelca cuando llego a mi departamento y encuentro a Viliulfo esperándome para decirme a lengüetazos que me ama. Soy feliz de haber llegado a esta ciudad, pero soy llanto al haber dejado mi ciudad. 

 

Los deseos son peligrosos, preferiría que se escondieran en las nubes y que llegaran solo con el alivio de la lluvia. El deseo implica una incesante sensación de vacío, de insatisfacción y controla el impulso creador. No sé cómo desear sin sentirme dividido entre mi yo antes del deseo y mi yo de cada posible resultado, me sumerjo en un río de incertidumbre y mejor me pongo a leer la poesía reunida de García Lorca, mi primer gran amor de Fuentes Vaqueros y me doy cuenta de que él también deseaba un paraíso, con un río discreto y una fuentecilla. 

 

Todas en mi familia desean algo, digo todas porque los únicos hombres somos mi hermano y yo. No hay padres entre mi familia, o están muertos o desaparecidos por el deseo de no haber sido padres. Mi prima Ivanna desearía que las uvas verdes sin semilla fueran más baratas para que mi tía pudiera comprarle tantas como para llenar el refrigerador y tener cuantas uvas pueda cargar su pequeño estómago. Mi tía desea tener tanto dinero como para poder pagar tantas uvas; también desea volver a probar los labios de las playas vírgenes en compañía de sus amigos animales árboles y sus rastas de corales y conchas de mar. Mi madre desea que el karate la hubiera llevado en dirección al viento mientras sus piernas aún eran fuertes y firmes, desearía que los espejos fueran de latón y al igual que yo, desea que mi padre no se hubiera ido. Mi hermano desea su independencia, desea vivir de la música y escapar de las paredes que aprisionan sus pies que son inquietos. Mi abuela desea una familia numerosa sentada en torno a una mesa de medio kilómetro para navidad, desearía la compañía física de mi abuelo y no su memoria ahogada en el canal de Cuemanco. Yo deseaba que al dejar mi casa en Morelia, las flores me siguieran y que mi lengua aprendiera del lenguaje de la ternura y que las frutas supieran siempre como la primera vez que las pruebas. 

 

Pero todos estos deseos son solo eso, deseos que se quedan estáticos junto a las alas de una luciérnaga que se posa junto a mí, (o eso desearía en este momento de penumbra). Por eso me refugio en los sueños. He tratado de decirles a todos en mi familia que los sueños son un mejor lugar para vivir, ahí todo es y será como el corazón anhela. Han pasado 4 años desde que el deseo de sobrevivir me trajo a Monterrey, pero todas las noches sueño con volver. 

 

Mis amigos me han platicado que la ciudad ha cambiado mucho, cuando vuelvas ni la vas a reconocer, dicen que las combis están desgastadas y muy cansadas. Los tacos de la Madero ya no valen dos pesos con cincuenta centavos, la fresa y el aguacate han subido de precio y las buganvilias ya no florean como antes. Los lagos se están secando, Janitzio se hace más pequeña y frágil, los peces están tristes. 

 

La Morelia que dejé no existe más, desearía poder volver y encontrar todo como estaba antes de irme. Pero eso no es posible, es incluso egoísta. Por eso prefiero soñar con largas caminatas por el centro, entre las calles rosas de cantera húmeda y bajo la sombra de las jacarandas y el olor de los tianguis y la accesibilidad de las frutas y las verduras y de la pureza del agua y del viento.

 

Desearía volver pronto a Morelia, pero me asusta que ese día llegue y que al llegar no me encuentre con una enorme luz que fuera luciérnaga con sueños de ser estrella, porque entonces todo lo que García Lorca dijo habrá sido en vano.

 

 


 

Donnovan Yerena. De Morelia, capital del estado de los pescadores. Estudiante de Letras Hispánicas fuera del agua. Formó parte de la segunda generación del Centro de Creación Literaria de la Casa del Libro de la UANL. Anteriormente obtuvo el primer lugar en el Certamen de Literatura Joven Universitaria UANL con un cuento sobre añoranza y té. En la actualidad, con eso sobrevive en la gran ciudad de las montañas. Certero creyente de que todas las historias son peces pero solo aquellas que se escriben, jamás serán pescados.

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