Oscar Wilde
Al volver a Londres del lugar de la tragedia adonde habías sido llamado, viniste a verme enseguida, dulce y sencillamente, vestido de luto y con los ojos arrasados de lágrimas. Buscabas consuelo y ayuda como un niño. Te abrí mi casa, mi hogar, mi corazón.
Hice mía tu pena para ayudarte a soportarla. No hubo la menor alusión a tu conducta para conmigo, ni a las escenas ni a la asquerosa carta. Tu congoja, que no era fingida, parecía acercarte a mí más que nunca. Las flores que te di para la tumba de tu hermano simbolizarían no sólo la belleza de su vida, sino la belleza que duerme en el fondo de toda existencia y puede ser sacada a la luz.
Los dioses son extraños. No sólo emplean nuestros vicios como instrumentos para flagelarnos, sino que nos conducen a la ruina por medio de lo bueno, amable, humano que hay en nosotros. Porque sin mi piedad y afecto por ti y por tu familia no estaría llorando en este sitio terrible.
En todas nuestras relaciones advierto la presencia del Destino y la Fatalidad: la Fatalidad que siempre avanza velozmente porque acude a derramar la sangre. Por el lado de tu padre perteneces a una estirpe con la cual el matrimonio es horrible y la amistad fatal, y que ejerce violencia sobre su propia vida o sobre la vida de los demás. En todas las circunstancias en que se unieron los caminos de nuestras vidas, en todos los casos de grande o aparentemente trivial importancia en que viniste a mí en busca de placer o de ayuda; en todas las casualidades, los nimios incidentes que en su relación con la vida parecen no ser sino el polvo que danza en un rayo de luz o la hoja que se desprende del árbol, el desastre sobrevino después como el eco de un grito doloroso o la sombra que proyecta en su cacería el ave de rapiña. De hecho nuestra amistad empezó con la carta patética y encantadora en que me pedías ayuda en una dificultad espantosa para cualquiera, tanto más para un joven de Oxford.
Te la di y, finalmente, por haberme mostrado como tu amigo ante sir George Lewis, hiciste que comenzara a perder su estima y su amistad, un afecto que había durado quince años. Al quedarme sin su consejo, auxilio y consideración fui despojado de la única gran salvaguardia de mi vida.
Sometes a mi aprobación un bonito poema escolar. Te contesto una carta llena de extravagancias literarias. Te comparo con Hilas, Jacinto, Junquillo o Narciso, con alguien a quien el gran dios de la Poesía ama, honra y favorece. La carta es como un pasaje de un soneto de Shakespeare en tono menor. Sólo puede entenderla quien haya leído el Symposium de Platón, o captado el espíritu de aquella seriedad que la escultura griega volvió hermosa para nosotros.
Era, permíteme decirlo francamente, el género de carta que en un momento grato aunque irresponsable yo hubiera dirigido a cualquier joven universitario que hubiese tenido la amabilidad de enviarme un poema suyo, con la certeza de que él tendría el suficiente ingenio o la cultura necesaria para interpretar como es debido mis fantásticas frases. Piensa en la historia de esa carta. Pasa de tus manos a las de un compañero abominable; de éste a una banda de extorsionadores; envían copias a mis amigos de Londres y al empresario del teatro en donde se representa mi obra; recibe todas las interpretaciones excepto la correcta. La sociedad se estremece de gusto con los absurdos rumores según los cuales he tenido que pagar mucho dinero por haberte escrito una carta infamante, y esto proporciona su base a la peor acusación que me lanza tu padre. Yo mismo presento la verdadera carta ante el tribunal para demostrar lo que es en realidad. El abogado de tu padre la exhibe como una tentativa insidiosa y repugnante de corromper a un Inocente. Luego forma parte de los cargos, el fiscal la maneja, el juez la aprovecha para hacer una recapitulación con escaso saber y mucha moralidad; y a fin de cuentas a causa de ella vengo a dar a la cárcel. Éste es el resultado de haberte escrito una carta encantadora.