Sandra Arenal
Sobre esta novela, publicada por primera vez en 1978, escribe Ana Elena Maldonado Arenal: “En sus páginas encontramos la injusticia, la miseria y el dolor de una mujer de la que ella quiso hablar, Doña Meche era una conserje de una escuela, Sandra la conoció y la escuchó, conmovida con su historia decidió narrarla, determinada a que esa historia se supiera, que como Mercedes había muchas mujeres con historias parecidas que quedaban por ahí, ocultas, solas, olvidadas”.
…
Se llama Mercedes, le dicen Doña Meche. Dicen que está loca porque todo el día se la pasa hablando sola. Mascullando algo entre dientes. Nadie la entiende, pero ella habla que te habla.
Le dicen “la loca” también, por cómo se viste: trae botas de hule de uno o dos números mayores al necesario, la falda ancha le cae hasta los tobillos. Encima usa un delantal grandísimo con amplias bolsas en las que guarda infinidad de cosas. Sobre la blusa se enrolla un rebozo, haga frío o calor.
Su pelo está profusamente ensortijado, no sabe si es así o es simplemente de no peinárselo.
Dicen que está loca por las cosas que hace.
Es conserje de una escuela de la periferia de la ciudad, pero ¿a qué se dedica? ¡A cultivar flores!
¿Barrer la escuela? Si hay tiempo, primero es regar las flores.
[…]
La piel morena requemada por el sol. El rostro surcado de arrugas que lo cruzan en todas direcciones, como las veredas por las que ha marchado en su larga vida. Unas hondas, cual tajadas que representan heridas profundas que le han dejado tragedias que ha tenido que sobrellevar. Sus ojos, de tanto llorar se le han hecho pequeños como si le hubieran encogido. Si los mira uno atentamente, reflejan dolor y sufrimiento. Lagrimean continuamente como si ya no pudieran dejar de hacerlo.
Su boca no es grande ni pequeña. Nunca sonríe. Cuando la mantiene cerrada el gesto es duro, por el esfuerzo que realiza apretando las mandíbulas para que no se le abran, para que no salga por ella todo lo que trae dentro.
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Al verla nadie creería que alguna vez fue hermosa y lozana, delgada, de bonita figura y es que eso fue hace tantos años que ni ella sabe cuántos.
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Vivía en la Hacienda “La Morena”, propiedad de don Plutarco Flores, uno de los hombres más ricos del estado de Guanajuato.
Su padre era peón, trabajaba de sol a sol, sólo lo veía en las noches cuando volvía del campo, siempre estaba cansado, nunca hablaba, sólo para pedirle la comida que ella le calentaba y servía dócilmente.
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Sus sueños eran una forma más de escapar a la realidad. En ellos siempre se veía en el campo, en un bosque o dentro del agua, vagando cual ave sin rumbo y sin ataduras. Soñaba con flores, a veces se veía nadando en un remanso lleno de ellas, que le subían a la cabeza y se iban deslizando suavemente por su cuerpo, era una sensación agradable que le duraba aún después de estar despierta.
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Mercedes era feliz, era una madre enamorada de sus retoños, querida y consentida por su amado, sólo el recuerdo de los padres de los que no sabían nada, nublaba su felicidad.
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—Mamá, ¿Aquí nadie habla de repartir la tierra? —dijo desesperado el hijo.
—¡Ah! De eso se habló hace mucho tiempo, pero a quien le va a convenir que le den la tierra, se la dan y ¿Qué hacen con ella? Para sembrar hay que tener dinero y la gente como nosotros nunca lo tiene. En cambio así trabajándola de a mitad con el patrón, todos estamos mejor. ¿No te has fijado? Ya tengo una cama, mesa y sillas, antes ¡que esperanza que las pudiera comprar! ¡Don Plutarco ha cambiado tanto! Con decirte que él hace que nos traigan los muebles aquí mesmo, no necesitamos ir hasta la ciudad o al pueblo para nada y además se los vamos pagando poco a poco. ¡Bendito sea Dios que ha hecho cambiar a don Plutarco!
—Y Luis y Encarnación y los demás muchachos ¿Qué dicen?
—Pos que habían de decir, están recontentos, ahora no hay malos tratos, pagan cada semana y en la tienda hay de todo. Los niños van a la escuela ¿Qué más podíamos pedir?