Un perro viejito y las rutas del cuerpo vulnerable

Cordelia Rizzo

 

 

Herbie era un perro salchicha gris ciego. Me tocó cuidarlo una semana antes de que cruzara el arco iris, y como ya casi no merodeaba por la cocina lo dejé andar libre a la hora de sacarlo a hacer pipí y popó. Mi sorpresa fue que después de echarse una caquita, se lanzó con su pasito tun-tun a dar lo que fue su último paseo por el callejón. Iba muy seguro y constante en línea diagonal, topaba y seguía en la dirección opuesta. Como Herbie, los animales humanos en situación de cansancio alcanzamos a echar algunas carreras para respirar una cuota de aire fresco.

 

Herbalicio, como también se conocía al pedacito de embutido, se parecía al Zero, el perro del Extraño mundo de Jack y vivió 17 años. Además de las cataratas, tenía una marca de costura de una cirugía en la espalda. Su trote de viejito se interrumpía con la llegada de las croquetas, la ocasional petición de subirse al sillón, o el gesto de “ya méteme” después de hacer sus necesidades a la intemperie de Chicago en el invierno. Los últimos meses de vida ya no comía con gusto, pero hubo momentos, como su última carrera, que lo aferraban a este plano.

 

La vanidad de un perro geriátrico demuestra como en los momentos de mayor hartazgo, la vitalidad se nutre de arranques hacia una trayectoria incierta. El largo perro salchicha, daschund o teckel, fue criado para aprisionar animales pequeños con sus cortas y fuertes patas delanteras. De acuerdo con el American Kennel Club, pueden ser de pelaje corto, largo, o crespo. Llegan a pesar hasta 16 kilos y mínimamente 6. Ese destino de perro cazador lo hace terco y un poco ignorante a los riesgos que decide tomar. El Kennel Club también advierte que hay que cuidarles el peso para que no se les dañe la espalda y limpiarles las orejas largas que les sirven como antena de piso. Herbie ya había pasado por estos males.

 

Como Herbie, tengo una espalda larga y medio dañada y unas manos con las que me la paso bordando como si cazara una idea. Bordo porque no me alcanza la energía para correr. Vivo entre Chicago y Monterrey. Hay tres vuelos directos al día entre las ciudades. Cuando tengo tiempo de no estar en Monterrey, me preocupa el reacomodo mental que sucederá cuando vuelva. Lo mismo pasa a la inversa, me imagino que se me olvidan los trayectos en Chicago, o que no voy a dejar de tiritar por el frío. Las partes más importantes de mi vida académica suceden en Chicago, pero el amor a Monterrey es una larga trama que simula la experiencia del primer amor. Como muchos seres de este planeta, mi vida transcurre entre varias iteraciones de un hogar.

 

Conocí a Herbie cuando llegué a vivir a Chicago. Trotaba o caminaba en diagonal, con mucha confianza, y modificaba trayectoria cuando topaba. Los pasos me recordaban mi vida en Monterrey: dar la vuelta cuando se acabó el recurso, la relación, el sentido. Hay que cabalgar con confianza; si no, una se vuelve vulnerable. Este performance de seguridad en una misma o el “fake it till you make it” es el recurso más valioso que tiene una como asalariada en el capitalismo tardío. Desviarse de esa trayectoria me ha costado buenos golpes laborales. Conocernos como posibles presas en un tablero de juego es requisito para mantener un trabajo.

 

Nuestra amistad se trabó al reconocer nuestras limitaciones y darnos el cariño que nutre lo cotidiano. Eso también aprendí, que el amor no tiene que consolidarse siempre en un gran gesto. Eso sí, debe tomar la forma de una práctica que nutre. Los perros saben aprovechar este afecto; lo metabolizan muy bien. También saben dárnoslo. Algunos humanos no saben ni siquiera identificarlo y frecuentemente lo ven como una afrenta a su individualidad y ego.

 

Cuando Herbie partió al otro plano sentí gratitud. Modificó mi idea de cómo es el cariño al darme su espalda cicatrizada para acariciarla en el invierno. Ya con esos momentos percibo que me mostró otra forma de subsistir en esta era planetaria. Sus trayectorias me dieron meditaciones valiosas sobre la energía que nos impulsa cuando se nos ha acabado el camino. No se nos enseña a cansarnos, por eso se vuelve tan valiosa la convivencia con estos seres que también aprenden a cansarse. En 2018 llegué a Chicago sin recursos, y para cuando él se fue en 2022, ya los había recuperado.

 


 

Cordelia Rizzo. (CDMX 1982) académica, activista y artista textil. Investiga y escribe sobre textiles, el tacto y la estética comunitaria en la acción política. Candidata a doctora por estudios de la performance, educadora y ocasional escritora y lectora de poesía.

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