Guadalupe García Alcoforado
Más que en el verbo, cuando yo pienso en bailar, viene a mi mente el baile, es decir, esa reunión a la que ahora llamamos fiesta—o tal vez incluso peda—y que durante siglos ha permitido que los extraños se encuentren, los amores inicien y que el buen juicio se despliegue en las sentencias que hacemos sobre todos los presentes.
Es de mi parecer la existencia de una costumbre que se me insinúa universal, una serie de ritos que se efectúan antes, durante y después del evento. El tiempo ha actuado sobre ellos y estos rituales se han actualizado o han permanecido fijos, pero la experiencia se ha mantenido junto a las emociones que provoca. Así, hemos sustituido las tarjetas ceremoniosas por los mensajes, y los largos vestidos por crop tops, pero ser invitado o no a la fiesta sigue siendo una prueba de status social.
Viene a mi mente Orgullo y prejuicio de Jane Austen, donde el protocolo inicia desde que alguien nuevo—y además soltero—llega a la zona. “It is a truth universally acknowledged, that a single man in a possession of a good fortune, must be in want of a wife.” Los lugareños tienen expectativas sobre todo hombre de buena posición que llegue a la región. Esperan, claro, que se case con sus hijas, pero antes y para que lo anterior pueda suceder, deben organizar un baile. Esta excusa es idónea si lo que se desea es observar a los mejores prospectos (lo que me recuerda al baile del príncipe en Cenicienta, pero esto no viene al caso).
Por fortuna, ya no vivimos en el siglo XIX, ningún hombre de opulencia está en busca de una esposa y aún lo está menos cuando sale a bailar por la noche. La situación ha cambiado, no obstante, las fiestas siguen siendo el locus amoenus de los adolescentes desesperados y el corazón de las muchachas late igual que lo hacía hace unos siglos al pensar en quienes acudirán.
Regreso a la Inglaterra del siglo XIX, en ese entonces dar un baile implicaba, entre otras cosas, contratar a quienes tocaran la música, enviar las invitaciones, conseguir el atuendo más llamativo, contratar a los cocineros y disponer el mejor salón de la casa para la ceremonia. Mismos pasos que un siglo después, en Francia, narraría Irène Némirovsky en El baile; e igual de similar a la gestión que debía seguir quien pudiera poner la casa para hacer una fiesta cuando yo estaba en la preparatoria.
Se iniciaba con un grupo en Facebook en donde se agregaba a todos los invitados, después era necesario recurrir a los mayores de edad con el objetivo de conseguir alcohol, y por último encontrar al alma caritativa que prestara las bocinas y el celular con los cuales poner la música.
Con los años he olvidado mucho de aquellos días, pero tengo claro que la parte más divertida del baile ocurría antes, cuando me arreglaba mientras desfilaban ante mí las múltiples posibilidades que una velada como aquella podría ofrecerme. Las tres horas que me dejaban quedarme se me antojaban infinitas, como si cada segundo se extendiera en medio de un éxtasis provocado más por los muchachos que por el alcohol.
Pienso en Meg y Jo March preparándose para el baile de Nochevieja ofrecido por Amalia Gardiner. Igual a Meg, quien suspira por el deseo imposible de utilizar un vestido de seda y no el de popelina, yo suplicaba a mis padres para que me comprasen una blusa nueva—que vergüenza utilizar la que había llevado en la fiesta anterior—y me preocupaba de no moverme mucho para que la mancha imborrable en mi pantalón favorito no se notara, como Jo se preocupa de no mostrar la quemadura en su vestido.
Uno de mis recuerdos más preciados es salir de clases e ir a la casa de alguna amiga, por lo general de aquella cuyos padres pudieran llevarnos a la fiesta, para arreglarnos juntas. La noche tenía voz de sirena y con sus cantos disimulaba el exceso de rubor o el delineado chueco. Salía de nosotras el lado más compartido y cada una utilizaba sus mejores habilidades para embellecer a las demás.
Siempre había una Jo que se aventuraba a planchar el cabello de todas. Las mejores intenciones no eran suficientes para evitar que los cabellos, en su mayoría decolorados, terminaran su proceso de cocción. La casa, igual que la de los March, se llenaba del característico olor a pelo tostado.
Bad bunny invadía el camino que iba del baño—el cual colonizábamos por horas— al cuarto de mi amiga; y yo, sentada soportando los jalones de cabello y las quemaduras en las orejas, me perdía en sueños similares a los de Antoinette en el texto de Némirovsky. Me sentía desesperada, una completa solterona de dieciséis años, un fracaso de la belleza y un desperdicio de la juventud.
Escuchaba a mis amigas comentar acerca de sus señores Wickham, preguntándose si irían, y de ser así, si las sacarían a bailar. Alguna estaba segura de que el señor Bingley había planeado la fiesta solo para verla y exigía que los mejores accesorios le fueran cedidos a ella para la ocasión. Mientras tanto, yo recordaba las historias de mi madre y me preguntaba si esa sería la noche que décadas después le narraría a mis hijos, sobre cómo conocía a su padre en un viernes de 2018.
Los años esperando, escuchando a mis amigas contar historias dignas de una novela de amor adolescente, valdrían la pena esa noche, porque todo el mundo se sorprende cuando Darcy invita a bailar a Elizabeth, incluso ella misma; porque ella no estaba esperando enamorarse de él y aún así él fue paciente, y fue romántico, y fue un caballero. Más que esperanzas, me alimentaba de fantasías.
Por desgracia, la fiesta siempre es mejor antes de iniciar. Tan pronto como mis pies bajan del coche, perdía a mis amigas de vista. Vienen a mi mente imágenes borrosas de aquellos momentos, más emociones que recuerdos. La sensación del maquillaje escurriendo por la piel, el olor a alcohol barato mezclado con perfume, la música excesivamente fuerte, la comunicación a gritos, las sonrisas falsas, la decepción.
En el camino a casa, me convencía de haber disfrutado la fiesta, escuchaba los triunfos de mis amigas, me convencía de que todas decían la verdad. Claro que el muchacho de rojo estuvo toda la noche detrás de una, por supuesto que esa sonrisa era por nervios y no porque estaba borracho, por supuesto que ese choque de hombros había sido intencional.
Aún mejor eran las peleas imaginarias con otro grupo de chicas. Qué vergüenza que se le notara la pansa a tal, que ridículo aquella con las botas de vaquero, a quién se le ocurre maquillarse así.
Siempre se debe leer el libro completo. Ningún señor Wickham nos alegraba con su presencia; el señor Bingley, tan cariñoso durante la velada, no volvía a responder los mensajes de Instagram y no hace falta explicar que Antoinette persiste en el imaginario como la solterona más joven.
Ni siquiera las amistades me quedan de esos días, pero persiste en mi memoria la emoción que sentía cuando me llegaba esa primera notificación de un grupo nuevo en Facebook. Me pregunto si un sentimiento similar llenaba el pecho de Louisa May Alcott cuando se sentó a escribir el capitulo tres de mujercitas; o si los recuerdos de Jane Austen tenían el mismo sabor tan agridulce.
El baile, sus reglas, sus protocolos y la emociones que despierta me parecen una experiencia íntimamente femenina. Lo más divertido era arreglarse juntas, regresar a casa criticando a todos y a todo. Los siglos pasan, pero la literatura es infinita, aún hoy entiendo porque Meg quería rizos hechos con calor, o porqué la señora Kampf se llena los brazos de joyas.
No solo el protocolo ha prevalecido, es decir, no solo es el hecho de que estos bailes nos sigan hablando del status del invitado, o de la posición económica de quien puede organizar una fiesta; también permanece la emoción de una mujer que abre el baúl de su memoria y se sienta a recordar cómo aquello, que con los años nos parece insignificante, fue una parte esencial de la juventud. Imagino que la nostalgia invadía la memoria de estas autoras de la misma forma que invade la mía al escuchar la palabra bailar. Pienso en que esto también sigue aquí, tantos años después, la necesidad de narrar nuestra juventud, de volverla inmortal para que en unos cientos de años, otra mujer pueda leerlo y recordar cómo se arreglaba con sus amigas para salir a divertirse.
Guadalupe García Alcoforado es ensayista, narradora y actualmente estudiante del Colegio de Letras Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL. Es becaria del Centro de Estudios Humanísticos y del Centro de Creación Literaria de la Casa del Libro.












