Nueces

María Bautista Salas

 

Cada vez que sangro me debilito. 

Siempre que he sangrado me he sentido sucia. Vi niñas llorar cuando se manchaban los calzones en la secundaria o llevarse toallas a escondidas al baño con un gesto de vergüenza perturbando sus tiernas facciones. Niñas que no comprendían lo que pasaba, en lo que nos convertimos cuando comenzamos a sangrar. 

Para muchos adultos nos volvemos grandes y fuertes. Algunas niñas recibieron felicitaciones o pláticas incómodas con madres rebosantes de orgullo porque veían a sus hijas como un reflejo de su adecuada maternidad, las habían alimentado bien, las habían querido bien y las niñas crecieron, sangrando se volvían mujeres de verdad. Mi periodo, por otro lado, se tardó en llegar porque de niña comía muy poco, algunas veces mis abuelas me echaban miradas desaprobatorias cuando me levantaba de la mesa a servirme más comida, se limitaban a regañarme con sus ojos, me hacían saber lo que era incorrecto para una señorita, que a sus ojos era flaquita y así debería permanecer. A veces me escabullía con mi hermana Roberta a la tienda de la esquina, compartíamos dulces de leche o nueces cubiertas con chocolate oscuro. El recuerdo de aquellos sabores se ha perdido en mi lengua conforme el tiempo pasa, como si nunca hubiera probado ese dulzor temido, casi prohibido. 

Cuando me llegó por fin el periodo me sentí tentada a dejar que se me mancharan los pantalones todo lo que mi cuerpo pudiera producir y lo hice. No le dije a nadie, sólo sentí algo saliendo de mí, manchando mi calzón, luego mi pantalón, y una vez que estaba oscura toda mi entrepierna, me fascinó mi cuerpo que de repente se sentía diferente, algo en mi me decía que era diferente, fui al baño y vi las manchas, me sentía monstruosa pero única, me fascinó el color tiñendo mis pantalones pálidos y sosos. Salí a jugar al parque que estaba enfrente de la casa de mi abuelita Juli, ella salió a vigilarme desde una banca, se llevó un libro y se colocó sus lentes de lectura. Una vez que sus ojos se esclarecieron, se enojó mucho. Se levantó, caminó hacia mí, liderada por una furia desconocida e irracional, me jaló del chonguito, haciéndome caer del pasamanos. Me asestó varios golpes con el libro que traía en la mano, recuerdo muy bien que era Diario de una pasión. La sensación de las pocas páginas de su contenido no se comparó al miedo que me invadió, por el simple hecho de estar siendo atacada por alguien que yo quería mucho, mientras golpeaba me miraba, decepcionada y me gritaba “¡Niñita cochina, niñita cochina!”. 

Después de eso me levantó jalando de mi blusa y tomó mi mano, me llevó rápido a casa y me dijo que me quitara la ropa que llevaba puesta, que la iba a tirar a la basura. Me eché a llorar porque me gustaba más mi pantalón con esas pequeñas manchas, siempre me había parecido tan aburrido.

Abu, pero me gusta más así, no tiene nada de malo, ¿por qué lo quieres tirar?, le dije entre lágrimas y sentimientos confusos.

Porque está sucio, tal vez no lo puedes ver pero está arruinado, igual que tú”, respondió ella con la voz más triste que le había escuchado, el enojo se le había pasado y mi abuela sentía pena por mí, que ya no era más su niñita, me convertía en mujer y lo hice de la forma más escandalosa y sucia posible, manchándolo todo, gritándolo en el parque ante todos. 

Desnuda ahí, observé mi ropa ser tirada en la basura y mi abuela agarrar la manguera, me apuntó y me dijo que después se lo iba a agradecer. El agua fría me hizo temblar, me estremecí ante el golpeteo, la brusquedad del baño y la poca decisión que tuve, no tenía ningún poder junto a esa manguera y a esa mujer cegada por sus traumas. Cuando terminó me preguntó si me sentía más limpia ahora, no le dije nada porque aún procesaba lo que había sucedido, ante mi silencio volvió a abrir la manguera y me empapó el cabello, se me metió agua en los oídos y se mezcló con mis lágrimas de miedo y frío, le grité que sí, que sí, que sí. Mi abuelita cerró la manguera, me tendió una mano y se acercó a mí, pensé que me daría un abrazo, inocentemente abrí mis brazos, pero sólo me colocó una mano en la frente mientras decía: Que te cuide Dios de la vida que acabas de empezar, porque yo no podré.

Crecí entonces avergonzándome de mi sangre y busqué la pulcritud en su más puro estado, sólo queriendo volver a ser la niña de mi abuela, aquella que no sangraba, que podía vivir por siempre, que ella sí podía cuidar. Cada vez que me venía el periodo y estaba vigilándome, me obligaba a quedarme en casa, sin poder salir al parque, sin poder ir a la escuela, sin salir de mi cuarto, solo quedarme callada y sangrar… sola.

Empecé a practicar ballet poco después de mi primer periodo, me acostumbré a la ropa ajustada y limpia, me obsesioné con los peinados perfectamente alisados y recogidos, el dolor de los estiramientos se volvió una constante que me liberaba, sentía que recibía un castigo, que contenía mi culpa, que así era mejor, que de alguna manera sí merecía vivir. Mi abuelita Juli ya casi no me hablaba, cuando me quedaba en su casa simplemente cumplía a regañadientes con alimentarme, ver que me bañara y me mandaba a la cama temprano, pero una vez llegaba de clases y la escuché con una de sus amigas con la que jugaba bingo:  

Es que Luci, yo la quiero, pero no sé cómo ayudarla más, pronto va a empezar con sus cosas locas y me va a gritar y me da mucho miedo que se quede embarazada, es lo peor que podría hacerme, pero no se puede evitar, sé que cualquiera de estos días se va a encamar con un cualquiera y no va a salir de aquí nunca, se va a quedar para siempre sucia y triste en este basurero. 

La tristeza no se iba a tardar mucho en llegar como ella decía, fue instantánea al escuchar sus despectivas palabras. Me dije que no era cierto, que nunca se había equivocado tanto. Nunca volví a pedirle ayuda a mi abuela para ninguna cosa, pasaron los años y lo único que me interesaba era el ballet, enfocaba cada dosis de energía, cada momento del día para practicar, ni siquiera hablaba con los otros chicos y chicas de mi clase, a veces coincidían nuestros brazos, nuestros pies se movían al mismo compás, pero no parecíamos existir dónde mismo. 

Entre mis pasos agitados, aparté la mirada de la comida, tomaba algunos licuados de proteína, comía fresas, tal vez uvas y, cuando mi hermana estaba junto a mí hacía el esfuerzo de engullir un sándwich con patatas fritas, una cena que compartimos muchas veces de niñas cuando mamá tenía tiempo de cuidarnos y su amor se nos contagiaba, nos volvíamos niñas felices y hambrientas por un rato al menos, la satisfacción estaba en muchos de nuestros sentidos. Evocábamos esos momentos de vez en cuando, pero llegó un día en el que decidimos sin ponernos de acuerdo dejar de hablar de mamá, tal vez yo fui la que empezó a reaccionar mal cada vez que Roberta la mencionaba. Me causaba repulsión pensar en ella, siempre metida en una cocina, con mil olores impregnandose en el delantal, en los cabellos, en la piel, no me gustaba pensar en mamá porque me hacía pensar en la comida, en el hambre. Cuando me daba hambre tomaba mucha agua, quería convencerme de que era suficiente, sólo necesitaba agua y un poco de… algo. 

Poco a poco escalé, crecí, me volví más fuerte y más débil de alguna forma, mis abuelas fueron a mis espectáculos, me llevaron rosas y peonías, mi hermana me abrazó más que nadie, sólo a ella le creí cuando me dijo que estaba orgullosa de mí, de todo lo que había construido. Fui secundaria, fui principal, me volví el más bello cisne blanco y el gran seductor cisne negro, perdí sensibilidad en algunos dedos de mi pie derecho, se rompieron algunas de mis uñas, vendajes vinieron y se fueron, sonreí y actúe felizmente ante las grandes luces, el público me recibía expectante, intentaba darles un buen espectáculo, por mi propio bien, por mi propia y pequeña satisfacción de sentirme más bella, más pura, más limpia. 

Todo rendía perfecto, todo lucía perfecto. 

Hasta el día que me caí. 

Mi compañero de baile me dejó caer por accidente en una función de El lago de los cisnes, se disculpó con sinceridad en cuánto llegué a mi camerino, lo perdoné tan fácil y tan rápido que me desconocí, me perdí en sus ojos azules, lamentosos, tan grandes y tan llenos que me resultaron hipnotizantes. Desde que empezamos a ensayar me la pasé desertando la convivencia, de hablar de más, de tocar cuando no debía tocarlo, de mirar cuando no era estrictamente necesario. Le dije que lo perdonaba lo suficientemente rápido como para poder huir de su presencia que me resultaba aterradoramente atrapante. Se llamaba Raúl, y me gustaba. 

No quería que me gustara pero me atraía hacia su persona como si fuéramos imanes. La atracción entre nosotros se percibía magnética, con una intensidad que amenazaba con acrecentarse, fue tan envolvente que no pude resistirme a ella, al sonido de nuestras respiraciones impacientes. Cerré la puerta del camerino y lo derribé al suelo, me le subí encima y le besé la cara con un hambre voraz, le mordí la oreja, las pestañas y las mejillas, acerqué mis dientes a su cuello y sentí su pulso acelerado, mordí y mordí y él sólo cerró los ojos, me dejó ser, olfateé su catártico sudor combinado con la vainilla de su perfume. Me detuve cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, en mitad de una función, con un chico que a duras penas conocía. Raúl me sonrió tímidamente y se levantó, se fue del camerino, cerró la puerta despacio, como si no quisiera perturbar la lucha interna que se estaba llevando a cabo. No volví a verlo.

Decidí que no podía quedarme más en esa compañía, no podía repetir, no podía permitirme hacer eso una vez más, no podía darme el lujo de llegar más lejos de lo que había llegado, no podía haber un Raúl, no podía haber un chico, simplemente no se podía. Me enojé con mi cuerpo, que sufría reacciones incontrolables, sentía mi leotardo húmedo de la entrepierna, mi corazón que latía con agitada y efímera felicidad, también con mi mente que no se había pensado dos veces antes de cometer errores de los cuáles no se puede salir tan fácilmente. 

Salí al escenario esa noche sintiéndome sucia de nuevo, vi a mi abuelita Juli en una de las primeras filas, sentí que me juzgaban sus ojos, como si pudiera ver a través de mis ropajes, deducir que mi sudor se debía a otras actitudes, que lo blanco de mi pecho sólo era un disfraz para un cuerpo manchado permanentemente. Bailé queriendo llorar, bailé queriéndome morir, le supliqué al cielo, le grité mentalmente a dios que quería que mi abuela dejara de verme así, supliqué por confianza, por un poco de paz, por más maldita pulcritud en medio de mi pecado. 

Giré y giré, mi abuelita seguía ahí, hasta que ya no estuvo. 

Un funeral, una disculpa al cielo, a la lápida, unos golpes en el suelo y un duelo muy conflictivo conmigo misma después, tomé una audición para irme lejos, lo más lejos posible. Fui aceptada, al menos en la cuestión de papeleo, empaqué mi vida en unas cuántas maletas, dejé de sonreír, mi hermana me desconoció y me volvió a ver, se casó y decidió que quería tener hijos, le dije que esperaba que ella si supiera como ser madre, que yo de madre no tenía nada, que me iba para dedicarme a mi verdadero bebé, al único que siempre me había arropado y comprendido. La culpa me carcomía y pensé que podía correr de ella, no sabía que me la llevaría en una de mis maletas. 

Cuando llegué a esa ciudad, me instalé en mi primer lugar propio, uno pequeño donde podría finalmente crear una rutina que satisficiera mis necesidades, al menos las mentales. Me levantaba y tomaba agua, luego comía 7 nueces, al menos esas eran las que me servía en un platito, pero casi siempre me comía solamente 5, las tomaba entre mi pulgar y mi índice, me las acercaba a la nariz y las olfateaba profundamente, miraba de cerca todas sus arruguitas, sus desperfectos y me las comía, pensando en que consumía comida imperfecta y que eso me hacía más perfecta. Al menos así se crecía mi ego, que se convertía cada vez más en una carcasa dura, que con el tiempo nadie podría atravesar, me estaba encerrando en un oscuro capullo. No quería volver a hablar con dios, le culpaba por llevarse a mi abuela, que me había malinterpretado y que me dejó con una culpa imposible de perdonar. Con las nueces evocaba a Roberta y el amor que profesó por mí, su protección siempre cálida, su hermandad que según prometió se quedaría en casa, cuando decidiera volver, pero no sabía si quería volver, así que solo le pedía disculpas mientras masticaba las nueces, esperando que estuviera comiendo bien, que pronto tuviera el hijo que tanto deseaba, que fuéramos Lucía y Roberta otra vez, algún día, en un futuro lejano. Justo ahora sólo éramos el ballet y yo.

Y en mi nueva compañía todo era correcto, como yo. 

No fue difícil acostumbrarme a ese ritmo de vida, que te envuelve y no te deja irte, de un ballet que no goza que lo abandones, que requiere tu tiempo y vida, que sólo así se muestra vulnerable y etéreo, pero la sangre, mi sangre, seguía pareciéndome sucia, perturbada, aún cuando se encontraba muy ausente, estaba ahí como una amenaza silenciosa, llevaba meses sin sangrar y nunca me había sentido más feliz. Me incomodaba ese incontrolable terror rojizo, evidenciándome mujer, gritándome débil. Temía porque llegara en el momento menos preciso y tristemente así fue, debí haberlo visto venir. 

Me encontraba en el salón principal, con la mayoría de la compañía, todos vestidos de los colores más pulcros que te puedas imaginar, blancos, celestes, rosas, beige; sus cabellos recogidos sin margen de error y vino el primer indicio de que se aproximaba. Una pesadez, que, dolorosa y lentamente se fue incrementando. Sentí el leotardo ajustarse un poco por mi vientre hinchado. Mis pezones sensibles resintieron mis trajes apretados y me juzgué en desventaja, vi a las otras bailarinas, ninguna parecía tener algo que le preocupase, como si en sus mentes no hubiera espacio para los pensamientos intrusivos y las dudas.

Mi abdomen se contrajo a la vez que otras respiraban, siempre apuradas, nunca plenamente conscientes. Sólo en esa compañía conocí aquel mundo de arte que coexiste con nosotros, se apodera, reemplaza, construye y quiebra a su gusto. Nos quiebra y nos volvemos pedazos danzantes, meramente atractivos pero muy, muy rotos. Ese ballet era el más intenso que había visto, era humano y fantasioso al mismo tiempo. 

Cuando terminaba el ensayo, mi ropa comenzó a mancharse, cerré por instinto mis piernas con toda la fuerza que tenía. Me despedí de las demás, algunas más cercanas a mí me preguntaron si me encontraba bien cuando vieron a través de mi gesto de dolor, les aseguré que estaba bien con la mejor sonrisa que pude fingir y miré por la ventanilla, esperando a que se fueran, la sangre siguió bajando, contaminando todo a su paso, yo sólo quería quedarme sola, sangrar sola, sufrir… sola. 

Se fueron todos y corrí al baño, pero mi pierna se dobló a mitad de salón, ahogué un grito de dolor, gemí y respiré profundamente en el silencio más penoso. Todavía quedaba gente en los pasillos, si alguien iba a ayudarme, vería el lío en el que estaba metida y la vergüenza no me dejaría continuar en esa compañía, y la amaba, de veras que sí la amaba. 

Esa compañía me proporcionaba la seguridad del ballet controlado y mágico, donde la creatividad y la responsabilidad era bella y premiada. Me negaba a perderlo por culpa de mi sangre, de mi cuerpo grosero y despiadado. El dolor de mi rodilla combinado con los piquetes de mi vientre bajo se volvieron más fuertes, mi frente y ropa se empaparon de sudor mientras intentaba pensar en qué hacer. 

Ahí, inmóvil en el suelo sentí la sangre salir a borbotones, nunca había tenido un periodo tan abundante, tan jugoso, tan inmenso e incontrolable. Mis medias, mi leotardo todo se empapó, se oscureció, se ensució. Miré hacia el techo a la vez que la sangre se esparcía por el suelo, me llegaba al cuello, la gran mancha se expandió, orgullosa de dejar una marca. Expulse un gran coágulo, sé cómo se sienten, como te manchan esas partes de ti que no quieren quedarse contigo, que quieren ser expulsadas y alejarse… con las uñas jalé mi leotardo hasta que se rompió, desproporcionado e incompleto, metí mi mano entre las medias y saqué uno de mis coágulos. Viscoso, grande, jugoso. 

Me imagino como Giselle alocada, bailando de un lado del escenario al otro con coágulos en la cara, ensuciándole las facciones, sus ojos abiertos se empapan de su sangre y de su amor maldito, cae en su falda vaporosa, caen ella y los pedazos de útero, hasta el piso y ella, con sus zapatillas de punta baila en el pegajoso suelo. El público la abuchearía, pedirían el reembolso, no hay nada más sucio que una mujer siendo mujer, no queremos ver sangre, aquí sólo pureza, sólo el baile más eterno y perfecto. En medio de los gritos, Giselle seguiría bailando porque está tan ensimismada en su propio dolor que no vería el descontento de los demás, su tragedia le da un tono a su danzar y sus pies siguen moviéndose, pero su corazón no ha de descansar, hasta su triste y sucia muerte. 

Y supe, presionando esa viscosa perdición que existían los coágulos y que en ese momento yo existía junto a ellos, se desprendieron partes de mí ese día que no podré recuperar nunca, no me gustaba no tener el control de mi cuerpo. Sentí mi sangre empapar las orillas de los espejos, borrar las huellas de toda bailarina que antes estuvo aquí como si quisiera apropiarse del espacio, abarcar todo y no dejar nada. Recordé a mi abuelita Juli jalándome del pelo, empapándome con agua fría y diciéndome niña cochina. Supe que la estaría decepcionando, otra vez había manchado todo y de la peor manera, en un lugar que apreciaba, gritándolo, que desperdicio, tonta pesadilla roja apestando mi ropa, mi salón, mi reputación, mi mente, determinando una vida que debía vivir, que podía vivir. La veía gritándome, negándome, ignorándome, sufriendo una decepción ajena ante defectos inexistentes de una niña inocente. 

Empapada de mi sangre grité y lloré, por el dolor de saberme niña perdida en los miedos de otros, por los años pasados ocultando mi voz, por el hambre que siempre estuvo ahí. En mis últimos momentos consciente escuché la puerta abrirse y supe que la luz acababa de llegar.

“Sabía que no estabas bien, dijo una figura que no alcancé a identificar, antes de que mis ojos se cerraran.

Me levantaron del piso y me limpiaron, me vistieron y me vieron esta vez con el cariño y la calidez de gente que me percibía humana, sangrante, viva, hambrienta y errante, a veces limpia y a veces sucia, sólo… mujer y quiero creerles, de verdad que sí.


María Bautista Salas. Originaria de Ciudad Victoria, Tamaulipas. Es una actriz y escritora, actualmente estudiante de la Facultad de Artes Escénicas de la UANL. Fue seleccionada para el Centro de Creación Literaria Universitaria de la UANL en el presente año 2025 con un proyecto de cuento. También fue acreedora al premio Fray Andrés de Olmos en reconocimiento al fomento de la lectura para la juventud tamaulipeca en 2017. Ha autopublicado una novela juvenil con apoyo del gobierno del estado de Tamaulipas titulada “Sonrojos Anónimos” y ha escrito otros proyectos que se han publicado digitalmente.

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