Coral Aguirre
Romper, quebrar, desestabilizar el orden, hacer frágil lo que se supone invulnerable, pecado de juventud, de soberbia, de ignorancia o rebeldía. Infringir, me remite a las dictaduras y los absolutos. Fea palabra que contiene de alguna manera la historia de cada uno de nosotros. A causa de la niñez, la intolerancia o la justicia. Vaya contradicciones que oculta la palabra infringir. Hubo una vez que por desautorizada mi palabra infringía todas las leyes. Hermosa época que atañe a nuestra desmemoria a causa de la sinrazón de la infancia. Eso dicen. No obstante, si yo he infringido leyes, órdenes, señalamientos, deberes y otras yerbas es, en razón de la libertad que me atañe.
De pequeña, pisar la acera encerada de las vecinas de al lado, significaba para mí, caída. Eso me dijo mi mamá que no quería por ningún motivo que yo resultara con un chichón en la frente, cosa que sucedió a causa de mi testaruda desobediencia. Más tarde los consejos y recomendaciones de Madre y otros adultos me fueron inútiles a la hora de habitar la experiencia. Esa cosa que es diferente para cada uno de nosotros. Así, infringir la costumbre que contiene lo correcto, me provocaron golpes y trastornos. No obstante, no cesé de hacerlo. Vaya a saber qué plantó en mí la propia madre para que me obstinara en el desacato. Recuerdo muy bien cuando, a causa de mi amiga Rosita que por primera vez se pintaba los labios a sus quince años, exclamé furibunda, Yo nunca voy a pintarme ni maquillarme ni me casaré en una iglesia y menos vestida de novia. Mi madre sonrió y suavemente respondió a mi ofuscación con un tenue Ya lo sé, que me dejó turbada. Toda mi ira se hizo humo y no pude menos que sorprenderme, ¿Cómo lo sabes? No había advertido que mi corta vida por el mundo lo atestiguara.
Así la niñez infringe las reglas que corresponden a su edad, así como la adolescente o el adolescente infringe las suyas: llegadas fuera del horario preestablecido, respuestas que faltan al respeto y otras cuestiones de la misma tesitura. Pero el joven y el adulto se encuentran ante la disyuntiva de atenerse a las consecuencias de no ser leales a la costumbre si por circunstancias azarosas o de conducta se rebelan contra el orden establecido. Infringir entonces rompe con la fragilidad anterior para volverse rotundamente contundente. Al adulto le está prohibido no acatar el presupuesto de la vida pública, moral, social y políticamente establecida. No hacerlo es entrar en contravenciones que pueden dañar su integridad en todos estos aspectos. Y cuáles leyes tácitas o no, debiera no infringir. Cruzar la calle mientras el semáforo está en rojo, o ir armado con una pistola. Es posible que la primera pase inadvertida y la segunda también, salvo que sea esculcado por un agente del orden.
Todo esto dentro de la sociedad en que se reside. También en la intimidad, vale decir de puertas para adentro, existen montones de cosas que no se advierten a la mirada social. Me
estoy refiriendo al trato que se da al sexo femenino. Si en público te digo Mamacita, estás muy bonita, pasa, resulta más que un cumplido, una gentileza. En cambio, en la intimidad donde los actos no son públicos, puede ser el comienzo de un coqueteo o de una violación. La fuerza masculina se impone en la mayoría de los casos. Se trate de la esposa, una prima o una amiga. He visto montones de programas en donde la violencia masculina ha sido revelada por sus víctimas y a la pregunta, ¿Lo has denunciado? La mujer, niña o adulta ha respondido que no. Las razones son diversas, porque me ha amenazado, porque se trata de un familiar o sencillamente porque me da miedo, pena, o no ser creída y así desestabilizar el mundo que me contiene. De tal manera las mujeres nos vemos restringidas a portarnos como la sociedad masculina propone. Nuestras restricciones provienen de nuestro sexo, género y perfil.
De modo que llego a la conclusión que no son los hombres quienes infringen reglas en estos casos sino las mujeres que dan cuenta de ello. No es lo mismo infringir un orden individual que uno social. Así infringir corresponde más a nuestras conductas que a las del género masculino. Lo cual se atestigua a través de nuestro silencio. Cómo voy a salir a la calle a proclamar que abusaron de mí, me violaron o me toquetearon. Si lo hiciera quiebro el orden frágil, es cierto, pero orden al fin, del mayorazgo masculino.
Infringir se vuelve dudoso, los hombres infringen leyes tácitas o no, a granel, pero su supremacía los hace, en la mayoría de los casos, invulnerables. No así las mujeres quienes, a causa de su minoría, son sujetas a todo tipo de denuncias. Si un hombre anda por la calle en short y con el torso al aire, nadie ha de pensar que está provocando. Si una mujer también en short y con el ombligo al aire transita, es una provocadora. Claro que no es lo mismo, lo sé, porque el cuerpo masculino no es motivo de transgresiones mientras que el de la mujer provoca la testosterona. No obstante, se oculta que una mujer pueda ser seducida por un culo o la marca de un pene debajo del pantalón.
Es como si pensáramos, como dice un amigo, que los hombres aman del ombligo para abajo y las mujeres del ombligo para arriba. Los tiempos han cambiado, es cierto, pero nuestra estructura mental no es fácil cambiarla. Aún ahora seguimos pensando y relacionándonos a la antigua. Esto es, el hombre puede disponer de sí mismo como le dé en ganas pero la mujer debe atenerse a las consecuencias.
De todo ello me queda claro que más infringe la mujer que el hombre, en la medida que no se atiene a su rol. ¿Será por eso que el verbo infringir no me gusta?
Hubo una vez en que fui libre, cuando no conociendo los límites que se me imponían jugaba con mis amiguitos varones con las canicas, la tierra, los alacranes y cuanta cosa encontraba en la tierra. Entonces éramos iguales, ¡qué placer tan grande!, correr con el torso desnudo como Rubén, mi cómplice en fechorías, darle órdenes y atreverme a la curiosidad más morbosa como, muéstrame lo tuyo debajo del pantalón que yo te muestro lo mío debajo de las faldas. Lo cual a él no se le había ocurrido y por lo demás no sentía la menor curiosidad que en mí era asombro y deseo.
Sí, las mujeres estamos más dotadas para abrirnos paso a golpes de curiosidad en el mundo, somos las más rápidas, más arriesgadas, más atropelladoras. Luego viene la costumbre a imponernos límites y ellos crecen en arrogancia y poder. Nosotras quedamos atrapadas en la férula de “lo femenino”. Sinónimo de limitarse a cumplir su rol: decoro, maternidad, silencio…y sobre todo no infringir el orden establecido, que por supuesto es patriarcal.
No obstante, a fuerza de sacudir la costumbre “correcta” las mujeres comenzamos paso a paso y aliento tras aliento, a infringir todas las reglas supuestamente eternas y universales. Cambiamos nuestras vestimentas, a veces poniéndonos pantalones, otras acortándonos las faldas o bien quitándonos de encima los femeninos tacones. Lo cierto es que poquito a poquito fuimos infringiendo norma tras norma que nos había hecho tan frágiles e incómodas.
De tal modo que, en la mayoría de los casos, pudiera decirse que el verbo infringir se puso de nuestro lado, dándonos la oportunidad de ser libres y autónomas. De más está decir que todavía debemos infringir muchas más cosas. Ni somos más débiles, ni menos razonables, tampoco menos conscientes. Nuestro camino prosigue rompiendo aquí y allá, el frágil orden de nuestras vidas.
Si el mundo es más habitable hoy en gran parte se debe a nosotras, quienes aquí y allá venimos infringiendo tantas decisiones masculinas que siempre pasaron por ciertas, puesto que su voz ha sido siempre más fuerte que la nuestra y más rotunda. Así pues, el proceso civilizatorio y las sociedades diversas en su conjunto nos deben, todavía sin reconocerlo del todo, un horizonte más amplio, más generoso y ante todo más democrático. Gracias a nosotras al infringir tantas normas dadas por ciertas e invulnerables, acaso el mundo es más habitable.
Coral Aguirre (Argentina, 1938). Es una artista de larga trayectoria y con reconocimientos nacionales e internacionales en varias disciplinas. Ha sido música, actriz de teatro, directora de teatro y dramaturga; actualmente su trabajo se centra en el ensayo, el cuento y la novela. De origen argentino, inició en aquellas latitudes su primer oficio como música de orquesta y pronto eligió el teatro como herramienta de combate, castigo por el cual su grupo, Teatro Alianza, fue objetivo del Terrorismo de Estado, de la persecución, desaparición, prisión y asesinato, tras lo cual el exilio en Europa y finalmente en México se convierten en el destino de Coral. En 1988 es invitada como promotora cultural al coloquio La dimensión del desarrollo cultural en América Latina, que se realizó en Ciudad Victoria Tamaulipas auspiciado por la SEP. Durante ese lapso La cruz en el espejo, texto dramático sobre Sor Juana Inés que obtiene el Premio Nacional de las Artes en Argentina y es publicado, obra presentada posteriormente por Guillermo Samperio a la sazón subdirector de Bellas Artes junto a Víctor Rascón Banda, Héctor Azar y Tomás Urtusástegui. En 1989 escribe sobre un cuento de Marguerite Yourcenar El inútil combate, un texto dramático que obtiene las críticas más auspiciosas por parte de Sabina Berman, Bruno Bert y Víctor Hugo Rascón Banda. A partir de allí comienza a escribir cuentos explorando las migraciones, la trashumancia, la violencia, la pobreza y desolación de los pueblos, pero también sobre una suerte de fineza (en términos de Sor Juana) y una calidez que nunca antes había conocido.
Dice el crítico norteño Roberto Kaput: “Coral Aguirre inauguró entre nosotros la novela de la posmemoria, una de las últimas manifestaciones de la novela política en América latina. En la trilogía de la memoria (Los últimos rostros, El resplandor de la memoria y Una patria aparte) reconstruye entre generaciones los últimos 50 años de la región, de la frontera norte de México a la Patagonia. (…) Con ello, la autora vuelve a poner en circulación la memoria de una generación de proscritos. Las novelas de Aguirre nos conectan con la memoria latinoamericana reciente y con la tradición de narradores del Río de la Plata…”
Finalmente, soy del sur cuya frontera es el Río Bravo, en esa parte del desierto donde no crecen violines ni mariposas pero donde muchos como yo se obstinan en el milagro de la escritura.












