Marisol Vera Guerra
A inicios de 2021, durante la presentación de mi libro Otras mujeres como lobaso1 y charlando con la poeta Ethel Krauze sobre la relación entre maternidad y literatura, mencioné que llegados los hijos una ya no es dueña de su tiempo: puedes estar redactando un grandioso ensayo, pero si en ese momento la criatura quiere comer o se cae, tu trabajo intelectual queda en segundo plano. Y ella me respondió con una contratesis, pues en ese lapso en que sacas la teta o en que cambias el pañal tu creatividad no desaparece: tú no dejas de ser quien eres, ahora “tú eres más”, por lo tanto, tu tiempo “se ensancha”.
Debo reconocer que, hasta ese momento y a pesar de todos los patrones que yo creía rotos, aún tenía interiorizada la imagen de la maternidad como esclavitud potencial. Una idea con raíces hondamente patriarcales, si lo pienso. ¿Cuántas mujeres escritoras posponen o abandonan la posibilidad de ser madres, no por verdadera convicción (lo cual sería plausible y válido), sino por el miedo a perder la libertad?
Ahora mismo, mientras redacto este artículo, mis hijas y mi hijo me piden la cena. Es una de esas raras ocasiones en las que los tres quieren cenar lo mismo, lo cual ya implica menos tiempo alejada de mi computadora y de mis libros. Sé muy bien que los jueces de la buena crianza me dirían que “se hace una sola comida para todos” porque la madre sabe más que los niños lo que ellos necesitan. Yo creo que hay cosas en las que los hijos saben más acerca de sí mismos que nosotras. O será que tuve una abuela muy complaciente que respetaba mis gustos y necesidades personales por encima de los mandatos culturales. En defensa de mis hijos, puedo decir que esta también es una de esas raras veces en las que la casa no funciona como un local de autoservicio.
No me reconozco como la típica madre que tiene la sopa caliente y la frazada doblada. No lo digo con orgullo, sino como una mera descripción de mi carácter. Mis formas de manifestar amor no son, ciertamente, esas. Y ellos lo saben. Y no me genera el menor sentimiento de culpa. Lo anoto porque he recibido críticas (supongo bienintencionadas) sobre mi modelo de crianza: demasiada libertad. No sé. Más bien he buscado un equilibrio entre mi naturaleza y las naturalezas de mis hijos. De otro modo no nos sería posible cohabitar. Ellos, los tres, se han habituado a respetar mis espacios y mi intermitencia de la pantalla a la almohada para hilvanar historias y carcajadas. Reconocen a la Poesía como una habitante más de nuestro hogar. Yo, a cambio, respeto las tardes en las que el piso se llena con casitas de cartón, en que los nombres de las cosas son cuestionados, en que el vestido con crinolina se cambia por una camiseta de Among Us. Si algo he aprendido en mis catorce años de maternaje es que, antes de entender o interpretar las emociones de mis hijos, puedo acompañarlas. Creo que nada es más crucial en el desarrollo de la autoconfianza que la validación que da la madre en las etapas tempranas.
Mi hijo Haku, por ejemplo, de pequeño se negaba rotundamente a comer cosas rojas, y defendí su derecho a no comer cosas rojas, aun cuando eso contradecía la lógica convencional. Pero debía haber una lógica en su cerebro para que le causara desagrado. Un día, una de sus profesoras en la primaria me gritó “mala madre”, a media escuela, por no obligar a mi hijo de seis años a comer espagueti con tomate… Cosas como estas me hicieron inclinarme por el homeschooling. Años después supe, con un estudio clínico en la mano, que la aversión de mi niño a los alimentos de color rojo tenía un fundamento neurobiológico. ¿Qué tal si yo hubiera hecho caso a las “buenas conciencias” en vez de hacer caso a mi instinto protector?
Aquí quiero hacer una acotación acerca del término “instinto”. Este ha recibido muy mala propaganda porque se ha usado para validar comportamientos violentos de los hombres o la maternidad de las mujeres como un destino. Pero el término “instinto” ofrece significaciones bastante más amplias que eso. Los seres humanos hemos nacido de un proceso orgánico y no solamente tenemos instintos, sino que los nuestros son más variados y complejos que los de los animales. La psicoanalista junguiana Clarissa Pinkola Estés, en su conocido libro Mujeres que corren con los lobos (quien me inspiró durante la escritura del poemario citado al inicio de este artículo) nos recuerda, a las mujeres, que necesitamos despabilar al instinto que el sistema ha adormilado, revivir al arquetipo de la antigua loba y cubrir los huesos de su espíritu con carne.
Las madres que criamos solas recibimos muchas más agresiones cotidianas que quienes crían en compañía. Atreverse a ejercer el oficio de educar niños sin el hombre es un acto social reprobable que debe castigarse. Acaso porque implica una decisión, la decisión del amor propio sobre el amor al hombre. Tal vez el disfrute sexual y la responsabilidad completa sobre el fruto. Tal vez porque (volviendo a la reflexión de Krauze) somos dueñas del tiempo de nuestro cuerpo.
Atreverme a insertar mi panza gestante y mis pechos cargados de leche en la esfera pública, en vez de recluirlos con vergüenza, es un acto de rebeldía. Una desobediencia civil. Así como en la mente del macho la mujer violada “se lo merecía” o la víctima de femicidio “tuvo la culpa”, también la madre que se asume lejos del cuerpo masculino “merece el juicio moral”. He recibido más consejos de “buena crianza” de parte de desconocidos que de parte de mi propia mamá.
“Las mujeres siempre incomodamos”, dice la poeta Leticia Herrera a propósito de mi libro El cuerpo, el yo y la maternidad2, donde me explayo sobre este tema. Así que no me extraña que mi poesía a veces incomode, haga ruido en los espacios abiertos. Mi vientre ha sido, también, un territorio abierto.
Fue escribiendo poesía sobre la maternidad que he confirmado esta premisa del feminismo: lo privado es político (aunque, paradójicamente, dentro del mismo feminismo el tema de la maternidad ha tenido que hacerse un lugar con mucho esfuerzo). Cuando empezaba a trabajar sobre el tema, entre 2008 y 2009, busqué y rebusqué en la web. Y me topé con el poema “Cuerpo” de María Auxiliadora Álvarez; me reencontré a Sylvia Plath, que ya era una de mis grandes influencias, y su lírica en “Tres mujeres (poema para tres voces)” tomó otra dimensión, y releí decenas de veces el poema “Prejuicios sobre la maternidad” de Gioconda Belli. Y, aunque significativos estos y otros encuentros, me pareció que era poco lo que hallaba a comparación de otros temas, ¿porque la maternidad no era universal? Pero ¿qué experiencia hay más universal que el parto si tod@s venimos de allí? No tod@s hemos ido a la guerra, y sin embargo la guerra sí se considera un tema universal. Hay algo torcido en esta lógica.
Como estaba usando, además, el autorretrato, y no veía en mi contexto inmediato algo que fuera por ese rumbo, busqué proyectos análogos en otras partes del mundo. Di con los autorretratos de la fotógrafa rusa Anastasia Chernyavsky (sin imaginar, entonces, que también mis fotografías llegarían a ser censuradas en las redes sociales), y con la secuencia “Parto”, de la artista argentina Ana Álvarez-Errecalde. Ambas propuestas me animaron a continuar mi exploración.
Me congratulo de hacer la misma búsqueda en Google, en este momento, y ver como el resultado es significativamente más abundante que hace apenas unos años: más mujeres estamos hablando en primera persona sobre maternar. El tiempo, pues, se ha ensanchado para nosotras.
En 2018, decidí destetar a la más pequeña de mis hijas. Y, entonces viré la mirada hacia otros aspectos del yo que habían permanecido ocultos, que solo podían revelarse tras la pérdida. Me encontré a solas, escribiendo ahora desde un cuerpo deshabitado, moviéndose entre otros cuerpos cada vez más separados, pero libres, como estrellas que trazan su propio horizonte.
Fotografías de la serie Dialéctica de las cicatrices (2020), autorretratos de Marisol Vera Guerra.
1 Otras mujeres como lobas, Jade Publishing, 2021.
2 El cuerpo, el yo y la maternidad, poesía para desactivar patrones establecidos, colección de poesía de la Universidad Autónoma de Nuevo León, 2022.
Marisol Vera Guerra. Psicóloga con maestría en ciencias de la educación y la comunicación. Escritora, editora y tallerista. Ha publicado libros individuales y en coautoría en México, Estados Unidos e Italia. Ha recibido estímulos para escribir, publicar o promover su obra a través del Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes y del Consejo para la Cultura y las Artes de Nuevo León (CONARTE). Se desempeña como tallerista de Creación Literaria en los programas extracurriculares para Prepa en línea de la Secretaría de Educación Pública.