Donnovan Yerena
“En este bosque —me decía un viejo guardabosques— estuvieron un día todos los conejos del mundo. Era el paraíso de los cazadores y, mientras no llegaron los cazadores, el paraíso de los conejos. Todo el bosque era una masa blanca y nerviosa, peluda y blanda, con infinidad de puntas ondulantes. Ahora, sólo nos queda el recuerdo de los conejos. Esté seguro de que no hallará uno, por más que busque.”
Mario Levrero
Antes de que yo naciera los doctores le dijeron a mi mamá que la causa de su acidez intensa era la cantidad de vello que rodeaba mi cuerpo, pero sobre todo, la pequeña bola de algodón que llevaba por cola. Pensaron en abortar o darme en adopción en algún centro de amantes de animales silvestres, pero el amor de una madre a veces es más grande que el dolor de engendrar monstruos. El día que nací y mi familia vio mi cara se desató un monzón que duró días enteros, mi madre había dado a luz a un conejito pequeño, gris y con una cola pomposa y redonda.
En el hospital se limitaron a desearle buena suerte a mi madre, única en su tipo y tristemente soltera. ¿Qué se hace cuando das a luz a un conejo por hijo? Se le debe enseñar a comportarse como niño bueno, a tener modales y valores, quitarle la aspereza animal. Mi madre pasó el primer año de mi vida viendo videos y documentales sobre la vida de los conejos, aprendió a maternar como coneja y enseñó a los demás en mi familia a incluirme, con todo y mis dos patas traseras que saltaban de más. Ella sabía identificar cuando tenía ganas de orinar, de llorar y de comer, aprendió la sutileza del danzar de mis bigotes cuando tenía miedo y cuando necesitaba mayor atención.
Al poco tiempo la realidad nos llegó en forma de una zanahoria. Mis instintos no me permitían estar cerca de ellas sin querer devorarlas, hacerlas mías y contenerlas dentro de mí. Por más que quiso evitarlo, mi madre no consiguió quitarme la maña de ratear zanahorias, incluso a los vecinos. La colonia comenzó a quejarse y a protestar, ¡que alguien haga algo con ese adefesio traga zanahorias! ¡Esa bestia ni humana es! ¿Cómo puede una madre amar a un animal tan desprolijo?
La vida pasaba frente a mis ojos de bolita y yo, que no sabía más allá de ser un conejo gris y pequeño, soñaba con ser escritor. En las noches me escapaba de mi jaula improvisada con puertas de felpa y lino, saltaba quedito hacia el estante de libros que se disponía en la sala de la casa. Con el sigilo que sólo las patas de avellana pueden propiciar, tiraba al suelo algunos libros que mi madre había ido coleccionando en su tarea de maternar exitosamente a un conejo gris.
Pelusa, Pitusa, Colita de Algodón y Perico
De Beatrix Potter aprendí que la verdura siempre es más bondadosa que los humanos, incluso que mi madre. Por eso me escabullía y cuando podía robar algún rabanito, lechugas, perejil o zarzamoras lo hacía, sin remordimientos; como Perico.
Me cuidaba de los humanos en general, de la crueldad que sus cuerpos retienen, del salvajismo desmedido que llevó a la tía Gregoria a asesinar, cocinar y comer al padre de Pelusa, Pitusa, Colita de Algodón y mi protagonista, Perico.
La vida de un conejo no es fácil, a pesar de que no son consumibles como las vacas, no son tan adorables como los perros y gatos. Una ambivalencia pone en riesgo sus vidas, es una moneda al aire. Ahora sí que la belleza está en los ojos del espectador.
Jung decía que el animal representa la psique no humana, el instinto infrahumano, así como el lado psíquico inconsciente. Me hubiera gustado cargar con un espejo atado a la espalda para resguardar mi cuerpo de las miradas lascivas de las personas en la calle.
De todo lo que el mundo me enseñó
Cuando fui más grande, alcanzaba el segundo estante en el que se encontraba una de las primeras ediciones de Alicia en el País de las Maravillas. De Lewis Carroll aprendí la importancia del tiempo y entendí que la vida de un conejo está marcada siempre por la noción del tiempo humano. Los conejos cumplen años. Nacen, crecen y mueren. Despiertan al amanecer y orinan apenas sale el sol, desayunan antes de medio día y descansan hasta el atardecer para luego dormir con el alba.
De Lewis Carroll aprendí que no importa cuánto empeño dediques a encajar en una familia de locos, siempre serás el más loco y desquiciado por llevar la cuenta del tiempo, o de cuántas tazas de té ha tomado papá el día de hoy. De este mundo tan salvaje no se salva nadie. De la imprudencia del tiempo, ni siquiera los conejos.
Cuando Hitler robó el conejo rosa
De Judith Kerr aprendí a despedirme y dejar cosas detrás de mí sin que me pese el pecho de más. Lo tuve que aprender a la fuerza el día que mis abuelos se fueron de casa, mamá decía que se irían al cielo pero yo sigo creyendo que se escaparon de la madriguera en que se estaba convirtiendo la casa. Poco a poco las paredes se llenaron de lodo y paja, la alfombra se apestó de orín y el eco de mi voz retumbaba por doquier.
Los humanos no saben vivir en armonía, no quieren ver más allá de sus narices. Van toda la vida tras una zanahoria imaginaria que nunca alcanzan, entre más lo intentan más se cansan y se frustran y se mueren. La tasa de suicidios subió una vez que se supo que los conejos éramos más felices cuando no salíamos de casa.
No puedes imaginarlo si no has estado ahí
Mi madre me contaba historias antes de dormir y, de vez en cuando, aprendí a tararearlas. Como cuando Richard Adams escribió toda una novela inspirada en una historia que le contó a sus hijas en un largo viaje en coche. Una historia de largo aliento protagonizada por conejos, con tintes caballerescos y heroicos, una alegoría a las comunas de abajo. Un rabbithole de pies a cabeza.
Nuestra madriguera pronto fue campo de batalla, no sabíamos si teníamos que ser un poco más humanos o un poco más conejos. Mi madre escribía en su diario íntimo sus preocupaciones constantes, ¿cómo se desbestializa a quien no quiere ser más que un simple escritor? ¿Cómo se sigue queriendo a pesar de los pelos que se atoran en la garganta y las bolas de pelusa que ruedan como cardos por el suelo?
Allá en La Palta, de donde son todos los conejos
El último libro de la estantería era de Laura Alcoba, La casa de los conejos. Una familia se refugia en una casa en la que crían conejos, la única compañía que tienen ante la latente muerte que acecha a su padre a manos del partido de oposición. Todo es una fachada, un disfraz. Jung lo dijo: los animales son un producto de la psique humana, un disfraz para la verdad del ser humano. Somos el reflejo de lo que no queremos ser.
Junto con mi madre creamos una simbiosis animal, feral y llena de ternura. Una simbiosis que iba a terminar de consumirnos a los dos de no ser por mi inminente partida. Dejé una nota sobre mi cama y un libro que con mucho esfuerzo pude conseguir, adiós, mamá coneja.
Bestiario
Gracias por enseñarme a ser un conejo de dimensiones colosales. Por mostrarme la fuerza de la ternura y la capacidad de las manos. Ahora debes aprender a ser menos coneja y más humana, menos mamá y más humana. En la página 19 de este libro encontrarás una carta de amor que bien pudiste haber escrito tú, Cortázar, o yo. Aún no lo sabemos, pero seguro pronto nos daremos cuenta. A ver qué zarzamoras encuentro en el camino.
“Pero a pesar del disfraz, que era perfecto —las ropas, los lentes—, lo reconocí y le dije: no me engañas conejo. Huye, porque cuento hasta diez y disparo. Las orejas, cuidadosamente peinadas hacia atrás, se irguieron bruscamente; los redondos anteojos cayeron al suelo y se perdieron entre el pasto. El conejo se alejó dando saltos despavoridos entre los árboles. Conté hasta diez y disparé”.
Caza de conejos
Donnovan Yerena. De Morelia, capital del estado de los pescadores. Estudiante de Letras Hispánicas fuera del agua. Formó parte de la segunda generación del Centro de Creación Literaria de la Casa del Libro de la UANL. Anteriormente obtuvo el primer lugar en el Certamen de Literatura Joven Universitaria UANL con un cuento sobre añoranza y té. En la actualidad, con eso sobrevive en la gran ciudad de las montañas. Certero creyente de que todas las historias son peces pero solo aquellas que se escriben, jamás serán pescados.